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Authors: Georges Perec

Tags: #Otros

La vida instrucciones de uso (62 page)

Capítulo LXXXI
Rorschash, 4

La habitación de Olivia Rorschash es una estancia clara y simpática, empapelada con un papel azul pálido con adornos un poco ajaponesados, agradablemente amueblada con madera clara. La cama, encima de la cual está echada una manta india en patchwork, descansa sobre una amplia tarima de parquet que, en los lados, sirve de mesilla de noche: la de la derecha tiene un alto jarrón de alabastro lleno de rosas amarillas; en la otra hay una minúscula lamparilla de noche cuyo soporte es un cubo de metal negro, un ejemplar de segunda mano de
El valle de la luna
de Jack London, comprado la víspera por quince céntimos en los encantes de la plaza de Aligre y una fotografía de Olivia a los veinte años: camisa a cuadros, chaleco de cuero con flecos, pantalón de montar, botas de tacones altos, sombrero de vaquero, encaramada en una valla de madera, con una botella de coca-cola en la mano; detrás de ella un vendedor ambulante, robusto, enarbola con gesto vigoroso del antebrazo una pesada bandeja repleta de frutas multicolores: es una fotografía de rodaje de su penúltimo largometraje
—¡Animo, muchachos!&mdash
; del que fue protagonista en 1949, cuando, tras su estrepitosa ruptura con Jeremy Bishop, dejó Australia y trató de hacer una audaz reconversión en Estados Unidos.
¡Animo, muchachos
! se proyectó poco tiempo. La película siguiente, que por una coincidencia cruel se titulaba
¡Sigue en la cartelera, querido
! —ella representaba el papel de una amazona (la bella Amandine) enamorada de un acróbata de diecisiete años que hacía juegos malabares con antorchas encendidas—, ni siquiera se llegó a montar: los productores, después de ver los rushes, juzgaron que no sacarían nada de ella. Olivia fue entonces la estrella de una serie turística en la que representaba a la joven americana de buena familia, llena de buena voluntad, que va a practicar el esquí náutico a los Everglades, a broncearse a las Bahamas, a las islas del Caribe o a las Canarias, hace locuras en el carnaval de Río, aclama a los toreros en Barcelona, se instruye en El Escorial, se recoge en el Vaticano, bebe champán en el Moulin Rouge, cerveza en la Oktoberfest de Munich, etc., etc. Así le entró la afición a los viajes; estaba rodando su quincuagésimo octavo cortometraje (
Inolvidable Viena
) cuando conoció a su segundo marido, al que, por otra parte, dejó en el quincuagésimo noveno (
Brujas la Hechicera
).

Olivia Rorschash está en su cuarto. Es una mujer muy bajita, algo rechoncha, de pelo rizado; lleva un traje sastre de lino blanco, estricto, de un corte impecable, una blusa camisera de seda cruda adornada con una ancha corbata. Está sentada cerca de la cama al lado de las pocas cosas que va a llevar consigo —un bolso de mano, un neceser de tocador, un abrigo ligero, una boina adornada con la antigua medalla de la Orden de San Miguel, que representa al Arcángel venciendo al Dragón,
Time Magazine, le Film français, What’s on in London
— y repasa la serie de instrucciones que le deja a Jane Sutton:

-
encargar coca-cola

-
cambiar cada dos días el agua a las flores, añadir cada vez media aspirina, tirarlas cuando estén mustias

-
limpiar la gran araña de cristal (llamar a la casa Salmon
)

-
devolver a la biblioteca municipal los libros que debían haberse devuelto hace ya quince días, y en particular
Las cartas de amor
de Clara Schumann
, De la angustia al éxtasis,
de Pierre Janet, y
Un puente sobre el río Kwaï,
de Pierre Boulle

-
comprar Edam al vapor para Polonius y no olvidar llevarlo una vez por semana al señor Lefevre para su lección de dominó
76

-
comprobar todos los días que los Pizzicagnoli no han roto el racimo de cristal soplado del vestíbulo
.

El pretexto para esta quincuagésima sexta vuelta al mundo es una invitación en Melbourne para asistir al estreno mundial de la película
Érase una vez Olivia Norvell
, película de montaje que reúne la mayor parte de sus mejores actuaciones, incluyendo las secuencias filmadas de sus grandes éxitos teatrales; el viaje empezará con un crucero marítimo de Londres a las Antillas y seguirá en avión hasta Melbourne con etapas de algunos días previstas en Nueva York, México, Lima, Tahití y Numea.

Capítulo LXXXII
Gratiolet, 2

El cuarto de Isabelle Gratiolet: un cuarto de niña pequeña con un papel a rayas naranja y amarillo, una cama estrecha de tubo con una almohada en forma de Snoopy, un sillón sapo tapizado con una tela con flecos cuyos brazos terminan en madroños, un armario pequeño de dos puertas, de madera de pino, cuyos paneles están cubiertos con una tela adhesiva plastificada que evoca un alicatado rústico (
Tipo Delft
: baldosas de un azul claro, minúsculamente cuarteadas, que representan alternativamente un molino de viento, un lagar y un reloj de sol), y una mesa de colegiala con una ranura para los lápices y tres casilleros para libros. Encima de la mesa hay un plumier decorado con estarcido cuyos motivos, más bien estilizados, representan escoceses en traje nacional soplando en sus gaitas, una regla de acero, un bote algo abollado, de metal esmaltado, en el que está escrita la palabra ESPECIAS, lleno de bolígrafos y rotuladores, una naranja, varios cuadernos forrados con papel jaspeado como lo usan los encuadernadores, una botella de tinta Waterman y cuatro secantes de la colección que hace Isabelle, con mucha menos seriedad, por cierto, que su competidor Rémi Plassaert:

- un bebé con pantaloncito
petit-bateau
hace rodar un aro (ofrecido por la Papelería Fleuret Hijos de Corvol l’Orgueilleux)

- una abeja (
Apis mellifica L
.) (ofrecido por los Laboratorios Juventia);

- un grabado de moda que muestra un hombre vestido con un pijama de chantung rojo, unas babuchas de piel de foca y un batín de cachemira azul celeste con trencilla plateada (NESQUICK:
¡De buena gana me tomaba otro
!)

- y por último el número 24 de la serie
Grandes damas de la Historia de Francia
, ofrecida por
La Semaine de Suzette
: Madame Récamier; en un saloncito Imperio en el que unos pocos caballeros, vestidos de negro, escuchan, sentados en un sofá, se ve, junto a un espejo de pie sostenido por una Minerva, una chaise longue, de interior curvo como una cuna, en la que está recostada una mujer joven: lo indolente de su pose contrasta con el brillo maravilloso de su vestido de recio satén nacarado.

Encima de la cama, presencia sorprendente en este cuarto de adolescente, está colgada una tiorba de caja oval, uno de esos laúdes de mango doble cuya moda efímera se instauró en el siglo XVI, culminó durante el reinado de Luis XIV —parece ser que Ninon de Lenclos la tocaba admirablemente— y se eclipsó luego en beneficio de la guitarra baja y el violoncelo. Fue el único objeto que Oliver Gratiolet se llevó de la Remonta tras el asesinato de su mujer y el suicidio de su suegro. Se decía que había pertenecido desde siempre a la familia, pero nadie conocía su origen, y Olivier acabó enseñándosela a Léon Marcia, que la identificó sin dificultad: era con toda verosimilitud una de las últimas tiorbas que se fabricaron: nunca la habían tocado y procedía del taller tirolés de los Steiner; no era ciertamente de la gran época de aquel taller, cuando los violines de Jacques Steiner se equiparaban con los de Amati, sino de su final, probablemente de los primeros años de la segunda mitad del siglo XVIII, época en que laúdes y tiorbas empezaban a ser más curiosidades de coleccionista que instrumentos musicales.

Nadie quiere a Isabelle en la escuela y ella, al parecer, no hace nada para que la quieran. Sus compañeras de clase dicen que está como un cencerro, y varias veces han venido algunos padres a quejarse a Olivier Gratiolet de que su hija les cuenta a las otras niñas de su clase o, incluso, a veces, en el patio de recreo, a alumnas que son mucho más pequeñas que ellas, historias que les dan miedo. Por ejemplo, para vengarse de Louisette Guerné, que le había derramado una botella de tinta china sobre la blusa en clase de dibujo, le contó que había un viejo
pornográfico
que la seguía por la calle siempre que salía del instituto y que un día estuvo a punto de atacarla, de arrancarle toda la ropa, de obligarla a hacerle cosas asquerosas. Una vez hizo creer a Dominique Krause, que no tiene más que diez años, que los fantasmas existen de verdad y hasta que un día se le había aparecido su padre vestido con una armadura, como un caballero de la Edad Media, entre una multitud de guardianes aterrorizados, armados de partesanas. Otra vez en que le pusieron como tema de redacción: «Cuenta tu mejor recuerdo de vacaciones», había escrito una larga y tortuosa historia de amor en la cual, vestida con brochados de oro, corriendo tras un Príncipe Enmascarado al que había jurado que nunca le miraría a la cara, cruzaba vestíbulos con losas de mármol jaspeado, escoltada por ejércitos de pajes con antorchas resinosas y de enanos que le escanciaban vinos embriagadores en copas de plata dorada.

Su profesora de lengua, desconcertada, enseñó la redacción a la directora del instituto, la cual, tras consultar con una consejera pedagoga, escribió a Oliver Gratiolet recomendándole enérgicamente que hiciera reconocer a su hija por un psicoterapeuta y sugiriéndole que, el curso siguiente, la matriculara en un instituto psicopedagógico donde su desarrollo intelectual y psíquico podría recibir mayor atención, pero Olivier respondió, de modo bastante seco, que no porque las colegialas de la edad de su hija fueran casi todas unas ovejitas baladoras, apenas capaces de repetir en coro
la granjera da de comer a las gallinas
o
el campesino labra con su arado
, había que considerar a Isabelle anormal o simplemente frágil con la excusa de que tenía imaginación.

Capítulo LXXXIII
Hutting, 3

La habitación de Hutting, instalada en el altillo de su gran estudio, corresponde más o menos a la antigua habitación de servicio n.° 12, en la que vivió, hasta finales de 1949, un matrimonio muy viejo al que llamaban los Honoré; Honoré era en realidad el nombre de pila del marido, pero nadie, salvo quizá la señora Claveau y los Gratiolet, conocía su apellido —Marcion— ni usaba el nombre de pila de la mujer, Corinne, a quien todos los vecinos se empeñaban en llamar señora Honoré.

Hasta mil novecientos veintiséis los Honoré sirvieron en casa de los Danglars. Honoré era mayordomo y la señora Honoré cocinera, una cocinera a la antigua, que llevaba en cualquier época del año un pañuelo de indiana prendido con un alfiler a la espalda, un gorro que le cubría los cabellos, medias grises, enaguas rojas y, encima de la blusa, una delantal de peto. Completaba el servicio de los Danglars una tercera criada; era Célia Crespi, que había sido contratada como doncella unos meses antes.

El tres de enero de mil novecientos veintiséis, unos diez días después del incendio que había destruido el gabinete de la señora Danglars, Célia Crespi, al ir a empezar su jornada sobre las siete de la mañana, se encontró con el piso vacío. Por lo visto, los Danglars habían metido unos cuantos objetos de primera necesidad en tres maletas y se habían marchado sin avisar.

La desaparición de un presidente segundo del Tribunal de Apelación no podía constituir un hecho anodino y al día siguiente empezaron a correr los rumores sobre lo que, de buenas a primeras, se dio en llamar el caso Danglars: ¿Era cierto que se habían proferido amenazas contra el magistrado? ¿Era cierto que desde hacía más de dos meses lo andaban siguiendo unos policías vestidos de paisano? ¿Era cierto que se había efectuado un registro en su despacho del Palacio de Justicia a pesar de una prohibición formal notificada al prefecto de policía por el propio ministro de Justicia? Fueron las preguntas que, encabezada por los periódicos satíricos, formuló la prensa multitudinaria con su acostumbrado sentido del escándalo y su sensacionalismo.

La respuesta llegó al cabo de una semana: el Ministerio del Interior publicó un comunicado anunciando que Berthe y Maximilien Danglars habían sido detenidos el cinco de enero, cuando intentaban entrar clandestinamente en Suiza. Y se enteró el público, estupefacto, de que, desde el final de la guerra, el alto magistrado y su esposa habían cometido unos treinta robos a cual más audaz.

No era por interés por lo que robaban los Danglars sino más bien, a semejanza de todos esos casos descritos con abundancia de detalles por la literatura psicopatológica, porque los peligros que corrían al cometer aquellos robos les procuraban una exaltación y una excitación de índole propiamente erótica y de intensidad excepcional. Aquel matrimonio de grandes burgueses rígidos que siempre habían tenido unas relaciones a lo Gauthier-Shandy (una vez por semana, después de darle cuerda al reloj de chimenea, Maximilien Danglars cumplía su deber conyugal) descubrió que el robar en público un objeto de gran valor desencadenaba en uno y otro una especie de embriaguez libidinosa que pronto se convirtió en su razón de existir.

Habían tenido la revelación de aquella pulsión común de modo totalmente fortuito; un día, acompañando a su marido a Cleray, para que escogiera una cigarrera, la señora Danglars, presa de un trastorno y un pavor irresistibles y mirando directamente a los ojos a la dependienta que los atendía, había robado una hebilla de cinturón de concha. No era más que un hurto de lujo, pero, cuando aquella misma noche se lo confesó a su marido, que no había advertido nada, el relato de aquella hazaña ilegal provocó simultáneamente en ellos un frenesí sensual que no solía formar parte de sus prácticas amorosas.

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