La Yihad Butleriana (53 page)

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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Zufa Cenva tenía que aferrarse a eso.

—Definimos las victorias a nuestra manera —dijo en voz alta.

Cuando los tres titanes sumaron sus naves a la flota robótica, Agamenón dio un resumen antes de que Juno o el idiota de Jerjes proporcionaran a las máquinas pensantes información que no deseaba entregar. El general cimek maquillaría la verdad en función de sus propósitos.

—Hemos causado daños significativos —declaró Agamenón a los ojos espía que grababan—. Aunque perdimos varios neocimeks en nuestro ataque directo contra Rossak, infligimos daños celulares mortales a cinco hechiceras, como mínimo.

Por un canal privado, Juno transmitió su sorpresa y placer por el informe sesgado del general. Jerjes tuvo la prudencia de callar.

—Hemos asestado un golpe trascendental a la nueva arma telepática hrethgir —continuó Agamenón, fingiendo orgullo pese al desastre—. Debería significar una drástica merma de sus capacidades.

De forma similar, había adornado acontecimientos del pasado cuando escribía sus memorias, para adaptarlos a su visión de los lechos. Omnius nunca cuestionaría el resumen, porque encajaba técnicamente con los datos objetivos.

—Lo mejor de todo —añadió Juno—, es que no hemos perdido ningún titán en la ofensiva. Los neocimeks pueden sustituirse.

Con las dos estaciones orbitales de Rossak seriamente dañadas por las naves de guerra robot, y miles de humanos muertos a bordo, la flota de las máquinas pensantes se alejó de los restos de naves y plataformas. Abajo, las selvas de los cañones habitables seguían ardiendo.

—En mi opinión, Omnius puede calificar el ataque contra Rossak como una victoria sin precedentes —dijo Agamenón.

—Estamos de acuerdo —corearon Juno y Jerjes.

80

Es como si un brujo perverso se hubiera dedicado a emporcar un planeta lo máximo posible…, y luego lo hubiera sembrado de melange para rematar la jugada.

T
UK
K
EEDAIR
, correspondencia
con Aurelius Venport

Mendigos de ojos endurecidos se apostaban en lugares estratégicos de las calles polvorientas de Arrakis City. Miraban a través de estrechas rendijas practicadas en la tela sucia que cubría sus rostros, y extendían las manos o agitaban campanillas para suplicar agua. Tuk Keedair nunca había visto algo semejante.

Se había visto obligado a quedarse un mes, mientras los nómadas del naib Dhartha recogían melange suficiente para llenar la nave de carga tlulaxa. Keedair había pagado por alojarse en Arrakis City; pero al cabo de una semana decidió que en su lanzadera privada se dormía mejor. Prefería estar lejos de los ojos inquisitivos de los demás huéspedes, de las peleas en los pasillos, de buhoneros y mendigos. Cuando estaba solo, un hombre nunca tenía que preocuparse por confiar en sus acompañantes.

Arrakis planteaba muchos problemas para establecer un sencillo negocio. Se sentía como un nadador que avanzara contra corriente…, aunque ningún nativo del desierto entendería la comparación. Los hombres de Keedair estaban perdiendo la paciencia a bordo del carguero en órbita, de modo que tuvo que subir para resolver las disputas y evitar estallidos de violencia. Un tlulaxa sabía cómo acabar con las pérdidas. En dos ocasiones, disgustado por tripulantes indisciplinados que se aburrían demasiado para saber comportarse, había vendido sus contratos de trabajo a equipos de investigación geológica enviados a las profundidades del desierto. Si aquellos tipos conseguían regresar a Arrakis City antes de que el transporte partiera con su carga de especia, se arrastrarían de rodillas y le suplicarían que les llevara de vuelta al sistema de Thalim.

Otro problema. Aunque el naib Dhartha era el teórico socio de Keedair en este negocio, el líder zensunni no confiaba en nadie más. Con el fin de aumentar la velocidad y la eficacia, Keedair se había ofrecido a presentarse con su lanzadera en el lugar donde los nómadas recolectaban la especia, pero el naib no quiso ni oír hablar de ello. A continuación, Keedair se ofreció a trasladar a Dhartha y su grupo de zensunni hasta su poblado, con el fin de evitar el largo viaje desde un escondite de las montañas, pero esa idea también fue rechazada.

De modo que Keedair tuvo que esperar en el espaciopuerto, semana tras semana, mientras grupos de ratas del desierto desfilaban por la ciudad con la espalda encorvada bajo pesados paquetes llenos de especia. Les pagaba a plazos y regateaba cuando descubría cantidades anormales de arena mezcladas con la melange, con fin de aumentar el peso artificialmente. El naib clamó su inocencia voz en grito, pero Keedair detectó cierto respeto reticente por un forastero que no se dejaba tomar el pelo. La bodega de Keedair se iba llenando con tal lentitud, que temió perder la razón de un momento a otro.

Keedair calmaba los nervios con ingestas cada vez más repetidas del producto. Se convirtió en un adicto a la cerveza de especia, al café especiado y a cualquier cosa que contuviera el ingrediente.

En sus momentos de mayor lucidez, Keedair cuestionaba su decisión de quedarse en el planeta, y se preguntaba si habría sido más prudente aceptar las pérdidas de su fallida incursión y regresar a los civilizados planetas de la liga. Allí podría volver a empezar, tomar posesión de otro cargamento de esclavos, destinados a la venta en Poritrin o Zanbar, o transportar nuevos órganos a las granjas de Thulaxa.

Sentado en su camarote, Keedair juró que seguiría hasta el final, mientras se acariciaba su larga trenza. Regresar en este momento le obligaría a aceptar enormes pérdidas para el resto del año, y el honor exigiría que se afeitara su hermoso pelo. El orgullo le impulsaba a permanecer en Arrakis el mayor tiempo posible.

Le desagradaba el árido entorno, el olor a rocas quemadas del aire, las tormentas que azotaban las montañas y barrían el espaciopuerto. Pero ¡cómo le gustaba la melange! Día tras día, Keedair se sentaba solo en su lanzadera y consumía enormes cantidades. Incluso añadía especia a sus provisiones de comida empaquetadas, lo cual conseguía que hasta los alimentos más sosos le supieran a ambrosía.

Envuelto en una neblina inducida por las drogas, imaginaba vender el producto a nobles ricos, a hedonistas de Salusa Secundus, Kirana III y Pincknon, tal vez incluso a los fanáticos bioinvestigadores de Tlulax. Se sentía vibrante y pletórico de vida desde que añadía melange a su dieta, y cada día veía su cara más relajada y joven. Clavó la vista en un espejo iluminado y estudió sus facciones. Los blancos de sus ojos habían empezado a teñirse de un añil anormal, como tinta diluida en la esclerótica.

Los miembros de la tribu del naib Dhartha tenían esos peculiares ojos azules. ¿Un contaminante ambiental? ¿Tal vez una manifestación del consumo desaforado de melange? Se sentía demasiado bien para pensar que fuera un efecto colateral debilitador. Debía tratarse de una pérdida de pigmentación temporal.

Se preparó otra taza de potente café especiado.

A la mañana siguiente, cuando el cielo tachonado de estrellas daba paso a una aurora de colores pastel, un grupo de nómadas se presentó en el espaciopuerto, al mando del naib Dhartha. Cargaban abultados paquetes de especia a sus espaldas.

Keedair se apresuró a recibirlos, mientras parpadeaba debido a la luz brillante del amanecer. Dhartha, envuelto en polvorientas ropas de viaje, parecía satisfecho consigo mismo.

—Aquí está el resto de la melange que habías solicitado, mercader Keedair.

Para mantener las formas, inspeccionó cuatro paquetes al azar, y comprobó que contuvieran melange sin añadidos de arena.

—Como antes, tu producto es aceptable. Es todo cuanto necesitaba para completar mi cargamento. Ahora, regresaré a la civilización.

Pero a Keedair no le gustó la expresión de Dhartha. Se preguntó si obtendría algún provecho en caso de que atacara algunos poblados del desierto y convirtiera en esclavos a las ratas del desierto.

—¿Volverás, comerciante Keedair? —Un brillo de codicia iluminó los ojos añil del naib—. Si pides más melange, será un placer a mí proporcionártela. Podríamos llegar a un amplio acuerdo.

Keedair emitió un gruñido con el que no se comprometía a nada, ya que no deseaba dar demasiadas esperanzas al hombre sobre una futura relación comercial.

—Depende de si obtengo beneficios de este cargamento. La especia es un producto desconocido en la liga, y voy a correr un gran riesgo. —Se irguió en toda su estatura—. Pero llegamos a acuerdo respecto a este cargamento, y yo siempre soy fiel a mi palabra.

Pagó a Dhartha la cantidad restante.

—Si vuelvo, será dentro de muchos meses, tal vez un año. Si pierdo dinero, no volveré jamás. —Echó un vistazo despectivo al mugriento aeropuerto, el desierto y las escarpadas montañas—. Poca cosa más podría conseguir que regresara a Arrakis. Dhartha le miró a los ojos.

—Nadie conoce el futuro, comerciante Keedair.

Una vez cerrado el trato, el líder del desierto hizo una reverencia y retrocedió. Los nómadas vestidos de blanco miraban a Keedair como buitres que acecharan a un animal moribundo, a la espera de despedazar el cuerpo.

Volvió a su lanzadera sin más despedidas, pensando en que, pese todo, esta aventura le reportaría beneficios. Keedair intentó imaginar cómo convertir la especia en un negocio viable a largo plazo, menos problemático que el de capturar y vender esclavos.

Por desgracia, las operaciones que tenía en mente exigirían una importante inversión de capital, y no contaba con tanto dinero. Pero sí pensó en un inversor concreto. Justo la persona que necesitaba, un experto en drogas exóticas, un hombre de gran riqueza y visión…, un empresario capaz de juzgar con objetividad el potencial de dicha operación.

Aurelius Venport, de Rossak.

81

«Yo no soy malo —dijo Shaitan—. No trates de poner etiquetas a lo que no comprendes».

Sutra budislámico

Mientras Serena se ocupaba de las flores plantadas en delicados tiestos de terracota, Erasmo la observaba con incesante fascinación.

Ella levantó la vista, sin saber hasta qué punto podía (o debía) provocar a la máquina pensante.

—Con el fin de comprender a la humanidad, Erasmo, no es necesario infligir tanta crueldad.

El robot volvió la cara hacia ella y formó una expresión de perplejidad.

—¿Crueldad? Nunca ha sido esa mi intención.

—Eres malvado, Erasmo. Veo cómo tratas a los esclavos humanos, cómo los atormentas, los torturas, les obligas a vivir en terribles condiciones.

—Yo no soy malvado, Serena, solo curioso. Me enorgullezco de la objetividad de mis investigaciones.

La joven se hallaba detrás de un tiesto en el que crecía un grupo de geranios rojos, como para protegerse en caso de que el robot se pusiera violento.

—Ah, ¿sí? ¿Qué me dices de las torturas que perpetras en tus laboratorios?

Erasmo le dedicó su expresión más indescifrable.

—Se trata de mis investigaciones particulares, realizadas bajo los controles más estrictos y delicados. No debes entrar en los laboratorios. Te prohíbo verlos. No quiero que te entrometas en mis experimentos.

—Tus experimentos con ellos… ¿o conmigo?

El robot le dedicó una sonrisa de una placidez enloquecedora y no contestó.

Irritada con él, consciente del daño que Erasmo estaba haciendo y muy preocupada por el hijo que llevaba en las entrañas, Serena propinó un empujón al tiesto, que quedó destrozado sobre las baldosas vidriadas del invernadero.

Erasmo contempló los fragmentos de arcilla, la tierra diseminada, las flores rojas pisoteadas.

—Al contrario que los humanos, yo nunca destruyo de manera indiscriminada, sin motivo.

Serena alzó la barbilla.

—Tampoco te muestras bondadoso. ¿Por qué no haces buenas obras, para variar?

—¿Buenas obras? —Erasmo parecía realmente interesado—. ¿Por ejemplo?

Aspersores automáticos regaron las plantas con un suave siseo.

—Alimenta mejor a tus esclavos —dijo Serena, que no quería dejar pasar la oportunidad—, para empezar. No solo a los privilegiados de confianza, sino también a los criados de la casa y a los pobres desdichados que tienes hacinados como animales en tus recintos.

—¿Una alimentación mejor equivaldrá a una buena obra? —Preguntó Erasmo.

—Eliminará uno de los aspectos de su desdicha. ¿Qué puedes perder, Erasmo? ¿Tienes miedo?

El robot no mordió el anzuelo.

—Lo pensaré —se limitó a contestar.

Cuatro centinelas robot interceptaron a Serena cuando iba a pasear por la villa. La escoltaron hasta el patio abierto encarado al mar. Los robots estaban bien blindados y portaban proyectiles integrados pero no eran aficionados a conversar. Avanzaron sin vacilar, con Serena entre ellos.

La joven intentó reprimir un miedo inexplicable. Nunca sabía que brutales experimentos podía imaginar Erasmo.

Bajo el inmenso cielo azul, vio aves que volaban en círculos sobre los acantilados. Olió la sal marina, oyó el lejano susurro del oleaje. Entre las extensiones de césped verde y los arbustos bien podados que dominaban los recintos de esclavos, se quedó estupefacta al ver largas mesas rodeadas de cientos de sillas. Los robots habían dispuesto un sofisticado banquete bajo el sol, las mesas preparadas con cubiertos centelleantes, vasos llenos de líquidos coloreados, y bandejas rebosantes de carnes humeantes, frutas exóticas y postres dulces. Había ramos de flores en cada mesa, lo cual contribuía a destacar la fastuosidad de la escena.

Multitudes de nerviosos esclavos se hallaban inmóviles detrás de unas barreras, contemplando con anhelo y temor al mismo tiempo los platos de las mesas. Aromas sabrosos y perfumes afrutados impregnaban el aire, tentadores e incitadores.

Serena paró en seco, asombrada.

—¿Qué es todo esto?

Los cuatro robots que la escoltaban avanzaron un paso, y luego también se detuvieron.

Erasmo se acercó a ella con expresión satisfecha.

—Es una fiesta, Serena. ¿No te parece maravilloso? Tendría que alegrarte.

—Estoy… intrigada —contestó ella.

Erasmo alzó sus manos metálicas, y los robots centinela apartaron las barreras, indicando a los esclavos que entraran. Los esclavos elegidos corrieron a las mesas, con aspecto intimidado.

—He seleccionado el grupo con todo cuidado —explicó Erasmo—, con representantes de todas las diferentes castas: humano, de confianza, obreros, artesanos, incluso los esclavos más groseros.

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