Si utilizaba este crimen horrible como trampolín, Iblis casi no necesitaría sus capacidades de persuasión innatas. Oyó a su alrededor gritos, el ruido de cristales al romperse, pies que corrían. No era preciso manipular a los enfurecidos esclavos. Ardían en deseos de rebelarse.
La rebelión floreció y se extendió por la villa de Erasmo. Tres hombres arrojaron al suelo la estatua de un águila. Otros se ensañaron con una fuente de piedra. La gente arrancó enredaderas que trepaban por los lados del edificio principal, destrozaron ventanas. Irrumpieron en el vestíbulo, arrollaron a dos confusos centinelas robot que nunca habían presenciado tal reacción procedente de unos prisioneros en teoría acobardados. Arrebataron las armas a los robots destruidos y abrieron fuego de forma indiscriminada.
La rebelión ha de propagarse.
Iblis temía que si los disturbios quedaban demasiado localizados, los centinelas de Omnius intervendrían y exterminarían a todos los insurgentes, pero si podía ponerse en contacto con sus demás grupos y enviar la señal, la revuelta continuaría fortaleciéndose y se extendería de población en población. Por suerte, el pensador y su subordinado les habían ayudado en sus planes secretos.
El verdadero trabajo de la insurrección debía correr como reguero de pólvora. Cuando vio lo que sucedía a su alrededor, los gritos y la destrucción, Iblis decidió que esta gente ya no le necesitaba.
Con la ciudad iluminada por una fantasmal luna amarilla, Iblis dio la orden tan esperada a sus grupos principales. Avisó a los líderes, quienes a su vez enviaron hombres y mujeres a las calles, armados con garrotes, herramientas pesadas, cuchillos, cualquier arma que pudiera ser eficaz contra las máquinas pensantes.
Después de mil años de dominación, Omnius no estaba preparado para esto.
Como una avalancha, los enardecidos rebeldes arrastraron a otros, incluso a los que habían dudado de sumarse al movimiento clandestino. Al vislumbrar una llama de esperanza, los esclavos destruían todos los objetos tecnológicos que encontraban a su paso.
En la oscuridad iluminada por los incendios, Iblis se subió al friso de la Victoria de los titanes, desde el que activó su tosco transmisor. Sistemas ocultos empotrados en la pared tallada cobraron vida. Todas las estatuas del mural se abrieron y revelaron su mortífero arsenal.
En la plaza del museo, vio a varios neocimeks que se desplazaban en sus formas móviles. Guiados por cerebros incorpóreos, los neocimeks se agrupaban para atacar a los humanos rebeldes. No tardarían en llegar otras máquinas híbridas, provistas de cuerpos erizados de armas. Iblis no podía permitir que eso sucediera.
Apuntó las armas. Tubos empotrados en el friso lanzaron contra el enemigo cohetes fabricados a base de explosivos utilizados en la construcción. Segaron las piernas de dos neocimeks. Mientras se retorcían en el suelo y se esforzaban por continuar caminando, Iblis disparó dos cohetes más contra sus contenedores cerebrales.
Aunque los seguidores de Iblis derrotaran a los neocimeks y a los centinelas robot, la revolución debería enfrentarse a la poderosa supermente de Omnius. Iblis, no obstante, experimentó una oleada de confianza y optimismo.
Bañados por la luz de luna irreal, los humanos prorrumpieron en vítores. Las llamas se extendieron por los edificios vacíos de la capital. Cerca del espaciopuerto, un arsenal estalló en una tremenda explosión. Llamas de cientos de metros se alzaron en el aire.
Iblis vio que el número de sus seguidores crecía ante sus ojos y su corazón se hinchió de esperanza. Aún no podía creer lo que estaba ocurriendo. ¿Habían respondido las células rebeldes dispersas a su llamada, o había iniciado la conflagración sin ayuda de nadie?
Como una reacción en cadena imparable, las turbas invadieron las calles, sedientas de venganza.
La precisión, sin comprender sus limitaciones inherentes, es inútil.
P
ENSADORA
K
WYNA
, Archivos de
la Ciudad de la Introspección
Los habitantes de Poritrin tenían esclavos desde hacía tanto tiempo que se habían acostumbrado a su cómodo estilo de vida. Cuando la restricción impuesta al comercio por los insurgentes se endureció, la noticia de la rebelión llegó a oídos de todos los zensunni y zenshiítas de Starda. El trabajo había cesado en toda la ciudad, y en otros lugares. Los esclavos habían dejado de cosechar. Algunos habían prendido fuego a campos de caña de azúcar. Otros saboteaban la maquinaria agrícola.
Acampados con los demás artesanos sobre el cañón del Isana, Ishmael y sus agotados compañeros pasaban la noche en el interior de tiendas zarandeadas por la brisa nocturna.
De pronto, Ishmael despertó. Aliid le estaba sacudiendo.
—Salí a escondidas y escuché a los capataces. ¡Los esclavos se han rebelado en el delta! Escucha esto…
Los dos niños volvieron junto a la hoguera del campamento, que aún ardía, y tomaron asiento. Los ojos de Aliid centellearon a la tenue luz.
—Sabía que no tendríamos que esperar siglos para volver a ser libres. —Su aliento olía a las gachas especiadas que habían constituido su cena—. Bel Moulay hará justicia. Lord Bludd tendrá que aceptar nuestras demandas.
Ishmael frunció el ceño, pues no compartía el entusiasmo de su amigo.
—No esperarás que los nobles se encojan de hombros y cambien las costumbres centenarias de Poritrin de un día para otro.
—No tendrán otro remedio. —Aliid apretó el puño—. Ay, ojalá estuviéramos en Starda para unirnos a los rebeldes. No quiero esconderme aquí. Quiero participar en la batalla. —Resopló—. Nos pasamos los días haciendo bonitos dibujos en la pared del acantilado a mayor gloria de nuestros opresores. ¿Te parece lógico? —Cuando el niño se apoyó en las manos, una sonrisa iluminó su cara—. Podríamos hacer algo para colaborar. Incluso aquí.
Ishmael temía lo que Aliid iba a sugerir.
En plena noche, después de que los capataces hubieran ido a dormir a sus pabellones aislados, Aliid reclutó a Ishmael para la causa con la promesa de que no habría derramamiento de sangre.
—Solo vamos a dejar las cosas claras —dijo Aliid, con una sonrisa carente de humor.
La pareja fue de tienda en tienda, sumando adeptos. Pese a la rebelión acaecida en la lejana Starda, los guardias no estaban demasiado preocupados por un puñado de muchachos agotados tras horas de trabajar en las paredes del cañón.
Los niños robaron arneses de la caseta de equipamiento. Se sujetaron por la cintura y el pecho, pasaron lazos bajo los brazos y sujetaron cables a las poleas del acantilado.
Cuatro jóvenes esclavos se descolgaron por el acantilado donde estaba dibujada la saga de la dinastía Bludd. Los niños habían sudado para crear cada minúscula ilustración, siguiendo los dibujos grabados a láser que lord Bludd había diseñado.
Los jóvenes descendieron subrepticiamente en sus cables, corrieron sobre la suave pared con los pies descalzos. Mientras colgaba como un péndulo, Aliid iba golpeando con un martillo los azulejos de colores, deformando la imagen. El estruendo lejano de los rápidos y el silbido del viento alrededor de las formaciones rocosas apagaba el ruido del martillo contra la roca.
Ishmael bajó un poco más que su amigo y golpeó una sección de azulejos azules que, vistos desde lejos, habrían formado el ojo soñador de un antiguo noble llamado Drigo Bludd.
Aliid no tenía ningún plan en su mente. Martilleaba al azar, se desplazaba lateralmente y golpeaba otra vez. Los fragmentos caían en la oscuridad insondable. Los demás esclavos participaban en la destrucción, como si así pudieran reescribir la historia.
Trabajaron durante horas. Aunque solo eran vagas siluetas a la luz de las estrellas, Ishmael y Aliid sonrieron con alegría, y luego volvieron a su tarea vandálica.
Por fin, cuando los primeros rayos de luz empezaron a pintar el horizonte, los niños se izaron en sus arneses, devolvieron el equipo a la caseta y entraron en sus tiendas. Ishmael confiaba en dormir una hora antes de que los capataces les levantaran.
Regresaron sin que nadie se diera cuenta. Al amanecer, sonaron gritos de alarma y los hombres vociferaron, llamaron a los esclavos y les ordenaron alinearse al borde del acantilado. Los congestionados capataces querían respuestas, saber la identidad de los culpables. Azotaron a los muchachos, uno tras otro, con tal saña que tardarían días en poder volver al trabajo. Les negaron agua y comida.
Pero ninguno sabía nada, por supuesto. Insistieron en que habían dormido en sus tiendas toda la noche.
La destrucción del magnífico mural significó el golpe definitivo para lord Bludd. Había intentado ser razonable y paciente durante la revuelta. A lo largo de aquellas semanas había tratado de utilizar medios civilizados para meter en cintura a Bel Moulay y sus seguidores.
Cuando había declarado el día de la Vergüenza, no había influido en el ánimo de los cautivos incivilizados (les daba igual), y al final comprendió que se había engañado. Los zensunni y los zenshiítas eran la escoria de la raza humana, casi una especie diferente en la práctica. Incapaces de trabajar por el bien común, estos desagradecidos disfrutaban con el sufrimiento de la gente culta. A juzgar por lo que habían hecho, estaba claro que los fanáticos budislámicos carecían de conciencia moral.
Los esclavos habían saboteado la instalación de escudos en las naves de guerra de la Armada, y se negaban a seguir trabajando en los nuevos inventos de Tio Holtzman. El líder de los sublevados había tomado a nobles como rehenes, y les retenía en los recintos de esclavos. Moulay había cerrado el espaciopuerto de Starda, paralizando el comercio. Sus criminales seguidores habían quemado edificios, destruido instalaciones vitales y arruinado propiedades agrícolas. Aún peor, Bel Moulay había exigido la emancipación de todos los esclavos, como si la libertad fuera algo que un ser humano pudiera conseguir sin ganársela. Tal idea era una bofetada en la cara a los miles de millones de seres humanos que habían luchado y fenecido para mantener a raya a las máquinas pensantes.
Bludd pensaba en los ciudadanos masacrados de Giedi Prime, en las víctimas del ataque cimek contra Salusa Secundus, en las hechiceras de Rossak que habían sacrificado su vida con tal de destruir cimeks. Le disgustaba que el tal Bel Moulay azuzara a los esclavos descontentos para frustrar todos los esfuerzos de la raza humana. ¡Arrogancia egoísta la de esos miserables budislamistas!
Lord Bludd intentó comunicarse con ellos. Había esperado que atendieran a razones, que comprenderían lo que estaba en juego y compensarían la cobardía pasada de su pueblo. Se dio cuenta por fin de que era una esperanza vana.
Cuando se enteró del sabotaje del mosaico, voló a la garganta y contempló el desastre desde la plataforma de observación. Vio los espantosos daños infligidos a su hermoso mural. ¡La orgullosa historia de la familia Bludd deshonrada! Era un insulto que lord Niko Bludd no podía tolerar.
Sus nudillos se pusieron blancos cuando aferró la barandilla. Su séquito se quedó aterrado al ver su expresión, por la determinación que se transparentaba bajo las facciones perfumadas y maquilladas.
—Hay que detener esta locura. —Sus frías palabras iban dirigidas a los dragones. Se volvió hacia el soldado que tenía a su lado—. Ya sabéis lo que debéis hacer, comandante.
Ya irritado por el inexplicable comportamiento de sus esclavos, Tio Holtzman se alegró de recibir la invitación para acompañar a lord Bludd. Estaba ansioso por ver la primera demostración práctica a gran escala de sus nuevos escudos.
—Un sencillo simulacro de defensa civil, Tio, pero ay, necesario —dijo Bludd—. No obstante, veremos tu invento en acción.
El científico se erguía junto al noble en la plataforma de observación. Norma Cenva y un puñado de nobles vestidos con elegancia esperaban detrás de ellos, contemplaban desde la plataforma a la multitud de esclavos sublevados. El olor a humo impregnaba el aire. Gritos y cánticos airados se elevaban del espaciopuerto aislado.
Un pelotón de dragones avanzó, protegido por escudos corporales, armados con garrotes y lanzas. Algunos portaban pistolas Chandler, preparados para abatir a los insurgentes, llegado el caso.
Holtzman miró a los dragones, asido a la barandilla.
—Mira, los esclavos no pueden detenernos.
Norma notó que un escalofrío recorría su espina dorsal. Intuyó la matanza que iba a presenciar, pero no tuvo fuerzas para oponerse.
Los guardias avanzaron como una marea inexorable, aunque los encolerizados esclavos intentaron cortarles el paso. Los hombres se precipitaron contra los escudos de los dragones. Las primeras filas de soldados de lord Bludd levantaron sus garrotes y rompieron huesos, repelieron a quienes les oponían resistencia. Los esclavos gritaron, se reagruparon y se abalanzaron en masa, pero no pudieron con los escudos. Los dragones se abrieron paso entre los esclavos.
La multitud retrocedió y trató de formar una barrera para proteger al líder de la insurrección. Bel Moulay habló con voz alta y clara en chakobsa.
—¡No flaqueéis! Aferraos a vuestros sueños. Es nuestra única posibilidad. ¡Hemos de permanecer unidos!
Cuando la presión de los esclavos logró contener a los dragones, el comandante gritó para hacerse oír sobre el estruendo.
—Tengo órdenes de detener al traidor Bel Moulay. Entregadle de inmediato.
Ninguno de los insurgentes se movió. Momentos después, los dragones desenfundaron sus pistolas Chandler, desactivaron sus escudos y abrieron fuego. Las agujas de cristal produjeron nubes de sangre y carne desgarrada. Los esclavos chillaron y se esforzaron por escapar, pero estaban demasiado apretujados alrededor de Bel Moulay para poder moverse.
El líder barbudo vociferó órdenes en su lenguaje críptico, pero el pánico se apoderó de los esclavos, que empezaron a dispersarse. La lluvia de dardos de cristal continuó. Cientos de rebeldes cayeron muertos o mutilados.
—No os preocupéis —dijo Bludd—. Tienen órdenes de capturar vivo a Bel Moulay.
Norma apartó la vista, respiró hondo, con miedo de ir a vomitar, pero cerró la boca y se obligó a recuperar el control.
Mientras los esclavos se desplomaban sin vida o se dispersaban alrededor de Bel Moulay, el líder agarró un bastón y trató de infundirles ánimos, pero los dragones vieron que se abría un camino en dirección a su objetivo y cargaron sin vacilar. Un gran grito de desolación se elevó cuando los esclavos vieron caer a su líder bajo una lluvia de puñetazos.