En el ínterin, su mente pensaba en muchas cosas tangenciales, prestando atención hasta al mínimo detalle, y se interrogaba en busca de respuestas. Aun si eliminaban a la supermente de la Tierra, seguirían quedando copias de Omnius en los Planetas Sincronizados. ¿Era posible que las máquinas pensantes sufrieran algo similar a un golpe psicológico? Teniendo en cuenta la magnitud de los Planetas Sincronizados, un solo planeta no parecía un objetivo sustancial, y su preocupación le dificultaba concentrarse en los cálculos. Como rayos que saltaran de nube en nube, sus pensamientos se desviaban a nuevas posibilidades, nuevas ideas.
Bajo la ley marcial que lord Bludd había decretado tras la rebelión de Bel Moulay y sus esclavos, Norma se sentía cada vez más aislada de su mentor. Dos años antes, cuando había recibido la invitación para ir a Poritrin, Tio Holtzman era un ídolo y un modelo para ella. Solo poco a poco había llegado a comprender que, en lugar de apreciar su talento y emplearlo como un medio de alcanzar sus propósitos mutuos, el científico se sentía cada día más resentido. En parte por culpa de Norma. Sus advertencias insistentes sobre el generador de resonancia y la prueba del escudo antiláser le habían vuelto en su contra. Pero no le parecía justo que el sabio se disgustara con ella porque había estado en lo cierto. Daba la impresión de que Tio Holtzman anteponía su orgullo herido al avance de la ciencia.
Se mesó su pelo castaño. ¿Qué papel jugaba el ego en su trabajo? En casi un año, ninguno de los nuevos conceptos de Holtzman se había materializado.
Por contra, cierto proyecto tenía obsesionada a Norma desde hacía mucho tiempo. Veía encajar en su imaginación las diversas piezas, un gran invento que sacudiría los cimientos del universo, teorías y ecuaciones que casi se le escapaban de las manos. Exigiría toda su energía y atención, y los beneficios en potencia influirían en la liga todavía más que el desarrollo de los escudos personales.
Norma dejó a un lado el diagrama de la ballesta y salió de la nave proyectada, después de utilizar un holomarcador para señalar el punto en que había interrumpido sus cálculos. Ahora que había liberado su concentración, podía dedicar sus esfuerzos a asuntos de verdadera importancia. Su nueva idea la entusiasmaba mucho más que los cálculos relativos al escudo.
La inspiración, siempre misteriosa, la había dirigido hacia una posibilidad revolucionaria. Casi podía verla funcionando a una escala inmensa, estremecedora. Un escalofrío recorrió su columna vertebral.
Si bien era incapaz todavía de resolver los problemas asociados a su idea, intuía que la ecuación de campo de Holtzman podía ser utilizada para algo mucho más significativo. Mientras el científico se dormía en sus laureles y disfrutaba de su éxito, Norma quería tomar un nuevo rumbo.
Tras haber visto que el Efecto Holtzman curvaba el espacio con el fin de crear un escudo, estaba convencida de que el tejido del espacio podía plegarse, y así abrir un atajo en el universo. En caso de lograr tal prodigio, sería posible recorrer distancias inmensas en un abrir y cerrar de ojos, comunicar dos puntos con independencia de la distancia que los separara.
Plegar el espacio.
Pero nunca podría desarrollar una idea tan revolucionaria si Tio Holtzman la reprimía en cada momento. Norma Cenva tendría que trabajar en secreto…
Es evidente que nuestros problemas no proceden de lo que inventamos, sino de cómo utilizamos nuestros juguetes sofisticados. Las dificultades no nacen del software ni del hardware, sino de nosotros.
B
ARBARROJA
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Anatomía de una rebelión
En mil años, la humanidad jamás había reunido una fuerza militar tan numerosa y concentrada. Desde sus diferentes armadas espaciales, cada planeta de la liga envió naves grandes y pequeñas: naves de combate, cruceros de tamaño medio, destructores, naves de escolta, cientos de lanzaderas grandes y pequeñas, miles de kindjals y patrulleros. Muchas iban armadas con ingenios nucleares, suficientes para esterilizar tres veces la Tierra.
El segundo Xavier Harkonnen se hallaba al mando de la operación que había fraguado. La Armada unificada, formada por naves, armas e incontables comandantes de los sistemas defensivos planetarios, así como milicias locales, se fue concentrando en el punto de partida situado sobre Salusa Secundus durante los tres meses siguientes. Cuadrillas de pintores reprodujeron sobre cada casco el símbolo de la mano abierta de la Liga de Nobles.
Las fábricas de municiones de Colonia Vertree, Komider y Giedi Prime habían trabajado noche y día sin descanso, y el implacable calendario se prolongaría durante el largo viaje de la Armada, puesto que la flota sufriría enormes pérdidas cuando atacara al Omnius de la Tierra. Se necesitarían repuestos hasta que la guerra terminara.
Antes de la partida de la Armada unificada, todas las restantes fuerzas planetarias de todos los planetas de la liga se pusieron en estado de alerta. Aunque el ataque nuclear consiguiera destruir las máquinas pensantes de la Tierra, las demás encarnaciones de la supermente desearían vengarse.
Aniquilar al Omnius de la Tierra significaría una victoria muy necesaria para la humanidad, que además señalaría un nuevo giro en la guerra. Mucho tiempo antes, la humanidad libre había almacenado armas atómicas como una amenaza para las máquinas pensantes, pero Omnius y sus generales cimek habían pensado que se trataba de un farol de la liga. Tanto en Giedi Prime como en otros planetas, los humanos se habían demostrado incapaces de utilizar los ingenios nucleares, de modo que la amenaza era estéril.
Eso iba a cambiar.
Ahora, la vengativa Armada demostraría que los humanos se habían liberado de todas las ataduras. Las explosiones nucleares provocarían descargas electromagnéticas que vaporizarían los circuitos gelificados de las máquinas pensantes. A partir de aquel momento, todos los Omnius temerían una oleada de holocaustos atómicos en el resto de los Planetas Sincronizados.
La lluvia radiactiva, un demonio de las pesadillas de la civilización humana, seguiría emponzoñando el planeta mucho después de que la batalla terminara, pero se desvanecería con el tiempo, y la vida regresaría por fin a la Tierra, libre de máquinas pensantes.
A la máxima velocidad posible, el viaje de la Armada duró un mes. Xavier deseaba que existiera una forma de desplazamiento más veloz. Aunque superaban la velocidad de los fotones, recorrer grandes distancias entre sistemas exigía tiempo, demasiado.
Cuando la fuerza atacante se acercó al sistema solar de la Tierra, el segundo Harkonnen se desplazó en lanzadera de una nave a otra, pasó revista a las tropas y el equipo. Habló a los soldados desde el puente de cada nave, para darles instrucciones e inspirarles.
La espera estaba a punto de concluir.
Casi la mitad de las naves de la Armada habían sido equipadas ya con los generadores de escudo Holtzman, y las armas atómicas se habían distribuido entre naves protegidas y desprotegidas. Xavier había considerado la posibilidad de aguardar a que se instalaran más, pero al final decidió que cualquier retraso sería perjudicial para el éxito de la misión. Además, algunos nobles conservadores de flotas planetarias individuales habían expresado su escepticismo sobre la nueva tecnología. Como aquellos nobles utilizaban escudos descodificadores planetarios para proteger sus lunas y ciudades principales, preferían utilizar una tecnología ya experimentada en sus naves de guerra. Conocían los riesgos y los aceptaban.
Xavier se concentró en no desfallecer hasta el final de la horrible batalla. Después del ataque a la Tierra, su nombre siempre suscitaría controversia, pero no permitiría que eso le apartara de su objetivo. Conseguir la victoria le exigía que destruyera por completo la cuna de la raza humana.
Con esa terrible medalla prendida en su pecho, ¿cómo no iba a maldecir la historia el nombre de Xavier Harkonnen? Aunque las máquinas fueran destruidas, ningún humano querría vivir en la Tierra nunca más.
El día antes de que la poderosa armada llegara a la Tierra, Xavier ordenó que Vorian Atreides se presentara en el puente de la nave insignia. Xavier no confiaba del todo en el antiguo colaborador de Omnius, pero tampoco deseaba que sus sentimientos personales perjudicaran las necesidades de la humanidad.
Vor había defendido a capa y espada que sus conocimientos tecnológicos de las capacidades del Omnius de la Tierra le convertían en un elemento valioso.
—Nadie sabe más sobre las fuerzas robóticas. Ni siquiera Iblis Ginjo posee mis conocimientos, puesto que no era más que un simple capataz. Además, prefiere quedarse en Salusa.
Pese a que las hechiceras de Rossak habían dado su bendición a Vorian, Xavier desconfiaba del hijo de Agamenón porque había pasado la vida al servicio de las máquinas. ¿Era un hábil infiltrado enviado por Omnius, o sería capaz Vor de proporcionar información que permitiera a la Armada aprovechar los puntos débiles de los Planetas Sincronizados?
Vorian había sido interrogado a fondo (incluso examinado por médicos expertos en aparatos de espionaje implantados), y todo el mundo había afirmado que era sincero. No obstante, Xavier se preguntaba si las máquinas se habían anticipado a todas esas precauciones y ocultado algo en su cerebro, un diminuto pero potente artilugio que se dispararía en el momento oportuno y le empujaría a cometer un acto de singular gravedad para la Liga de Nobles.
Serena había afirmado que todos los humanos debían liberarse de la opresión de las máquinas pensantes. Quería que Xavier empezara con este hombre en concreto, que le concediera una oportunidad. En el fondo de su corazón, la joven deseaba creer que cualquier persona, una vez familiarizada con los conceptos de libertad e individualismo, rechazaría a los robots y lucharía por la independencia. Y cuando Serena se lo pidió, Xavier no pudo negarse.
—De acuerdo, Vorian Atreides —había dicho—. Te concederé la oportunidad de demostrar tu valía, pero bajo un control estricto. Serás confinado en zonas concretas, y vigilado en todo momento.
Vor le había dedicado una sonrisa irónica.
—Ya estoy acostumbrado a que me vigilen.
Los dos hombres se hallaban en el puente de mando. Xavier paseaba de un lado a otro, con las manos enlazadas a la espalda y los hombros rectos. Clavó la vista en la estrella amarilla que aumentaba de tamaño a cada hora que transcurría.
Vor guardaba silencio, mientras contemplaba la negrura tachonada de estrellas.
—Nunca pensé que volvería tan pronto. Y así, sobre todo.
—¿Tienes miedo de que tu padre esté allí? —preguntó Xavier.
El joven se acercó al ventanal y miró el planeta.
—Si no ha sobrevivido ningún humano en la Tierra, los titanes carecen de motivos para quedarse. Lo más probable es que hayan sido enviados a otros Planetas Sincronizados. —Se humedeció los labios—. Espero que el Omnius de la Tierra no haya conservado una fuerza neocimek numerosa.
—¿Por qué? Nuestra capacidad armamentística podría destruirlos con facilidad.
Vor le miró con ironía.
—Porque, segundo Harkonnen, las máquinas pensantes y las naves robóticas son predecibles, de costumbres fijas. Sabemos cómo reaccionarán. Los cimeks, por su parte, son caprichosos e innovadores. Máquinas con mentes humanas. ¿Quién sabe de qué serían capaces?
—Igual que los humanos —dijo Xavier.
—Sí, pero con poder para causar mucha más destrucción.
El segundo se volvió hacia su compañero con una sonrisa sombría.
—No por mucho tiempo, Vorian. —Eran hombres de la misma edad, pero con la experiencia de veteranos—. Después de hoy, nada en el universo igualará nuestra capacidad de causar destrucción.
La Armada unificada convergió sobre la Tierra como una tormenta. Los pilotos corrieron por las cubiertas interiores a sus naves individuales, preparados para despegar. Naves de batalla y destructores escupieron enjambres de kindjals, bombarderos y naves de reconocimiento. Patrulleros veloces efectuaron vuelos de espionaje, con el fin de verificar y actualizar los datos proporcionados por Vor Atreides.
La cuna de la humanidad era una esfera verde moteada de nubes blancas. Xavier Harkonnen contempló el planeta. Aun infestado por la plaga de las máquinas, su aspecto era prístino, frágil y vulnerable.
Pronto, no obstante, la Tierra no sería más que una bola ennegrecida, carente de vida. Pese a todo cuanto había dicho para convencer a escépticos y detractores, Xavier se preguntó si algún día podría considerar aceptable la victoria.
Respiró hondo, sin apartar los ojos del planeta, que rielaba a través de un tenue velo de lágrimas. Le esperaba un amargo deber.
Xavier transmitió la orden a su flota.
—Iniciad el bombardeo atómico masivo.
La tecnología tendría que haber liberado a la humanidad de las cargas de la vida. En cambio, creó otras.
T
LALOC
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La Era de los Titanes
En la Tierra, los sensores periféricos de Omnius detectaron la fuerza invasora. La supermente se quedó estupefacta por la increíble audacia de los humanos salvajes, así como por el número y capacidad ofensiva de las naves atacantes. Durante siglos, los hrethgir se habían escondido tras barreras defensivas, temerosos de aventurarse en el espacio controlado por las máquinas. ¿Por qué ninguna proyección o hipótesis había anticipado este osado ataque contra los Planetas Sincronizados?
Gracias a pantallas y terminales de contacto dispersas por toda la ciudad, Omnius habló a los robots que estaban trabajando en la reparación de los daños causados por la reciente rebelión abortada de los esclavos. Le habría gustado comentar la estrategia con Erasmo, el cual, pese a sus numerosos defectos, parecía comprender hasta cierto punto la irracionalidad humana, pero el robot había huido al lejano Corrin.
Hasta sus restantes titanes, los cuales habrían podido explicar las reacciones humanas, habían sido enviados a planetas menos estables, con el fin de impedir que la revuelta se extendiera. De esta forma, la supermente se sentía aislada y pillada por sorpresa.
Tras revisar las lecturas de los analizadores, Omnius concluyó que las naves humanas debían ir cargadas con armas nucleares.
¡Algo totalmente inesperado, una vez más! Calculó y rehizo los cálculos, y todas las posibilidades le eran desfavorables. Sintió el germen de lo que los humanos habrían llamado
incrédulo estupor
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