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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

La Yihad Butleriana (75 page)

Emil Tantor abrió la pesada puerta de madera y la miró con estupor.

—Nos alegramos mucho cuando nos enteramos de tu regreso. Sus ojos castaños eran tan afectuosos y bondadosos como recordaba.

Sabuesos grises ladraron dentro del vestíbulo y corrieron a dar vueltas alrededor de Serena, como dándole la bienvenida. Pese a la tristeza de su corazón, sonrió. Un niño de ojos abiertos de par en par salió a verla.

—¡Vergyl! ¡Cuánto has crecido!

Sintió una oleada de tristeza al pensar en lo dilatado de su ausencia.

Antes de que el niño pudiera contestar, Emil le indicó que pasara con un gesto.

—Vergyl, haz el favor de llevarte a los perros para que esta pobre mujer tenga un poco de tranquilidad, después de lo que ha padecido. —Le dedicó una sonrisa de compasión—. No esperaba que vinieras. ¿Te apetece tomar una taza de té conmigo? Lucille siempre lo prepara bien cargado.

La joven vaciló.

—De hecho, necesito ver a Xavier. ¿Ha vuelto ya? He de… —La expresión sorprendida del hombre la enmudeció—. ¿Qué pasa? ¿Se encuentra bien?

—Sí, sí, Xavier se encuentra bien, pero… no está aquí. Fue directamente a la propiedad de tu padre.

Dio la impresión de que Emil Tantor quería decirle algo más, pero en cambio calló.

Preocupada por su reacción, Serena le dio las gracias y corrió a su coche. El anciano se quedó inmóvil en la puerta.

—Le veré allí.

Xavier tendría que despachar asuntos con su padre. Tal vez estaban planeando ayudar a los rebeldes de la Tierra.

Se dirigió hacia la mansión situada en lo alto de una colina, rodeada de olivos y viñedos: Su corazón latió acelerado cuando se detuvo ante la entrada principal.
Mi casa.
Y Xavier estaba aquí.

Había aparcado cerca de la fuente, y corrió sin aliento hacia la puerta. Le escocían los ojos, sus piernas temblaban. Oyó la sangre que latía en sus oídos. Más que nada en el mundo, deseaba volver a ver a su amante.

Xavier abrió la puerta antes de que ella llegara. Al principio, su cara se le antojó un amanecer, casi cegador. Parecía más viejo, más fuerte, más apuesto de lo que aparecía en sus fantasías. Tuvo ganas de derretirse.

—¡Serena! —exclamó él, sonrió y la tomó en sus brazos. Al cabo de un momento, la apartó con torpeza—. Sabía que estabas en la Ciudad de la Introspección, pero ignoraba que ya te habías recuperado. Regresé en plena noche, y…

Dio la impresión de que no encontraba las palabras.

—¡Oh, Xavier, da igual! Ardía en deseos de estar contigo. Tengo tantas cosas que decirte…

Al instante, la magnitud de lo que debía contar pareció rendir sus hombros. Perdió la voz.

Xavier acarició su mejilla.

—Ya me he enterado de la terrible noticia, Serena. Sé lo de… nuestro hijo.

La miró con tristeza y dolor, pero también con firmeza.

Cuando entraron en el vestíbulo, Xavier se mantuvo a una prudente distancia, como si Serena fuera un contrincante más temible que todas las fuerzas enemigas.

—Ha pasado mucho tiempo, Serena, y todo el mundo pensaba que habías muerto. Encontramos los restos de tu nave, analizamos las muestras de sangre, confirmamos tu ADN.

Ella asió su mano.

—¡Pero he sobrevivido, amor mío! Pensaba en ti día y noche. —Sus ojos escudriñaron el rostro de Xavier en busca de respuestas—. Tus recuerdos me sostenían.

—Me he casado, Serena —dijo por fin Xavier, y sus palabras cayeron como peñascos.

Serena tuvo la sensación de que su corazón dejaba de latir. Retrocedió un paso y tropezó con una mesita, que volcó con su jarrón de rosas rojas, como sangre sobre el suelo de baldosas.

Oyó pasos apresurados procedentes de la sala de estar principal. Apareció la figura esbelta de una joven, de pelo largo y grandes ojos, que corría hacia ella.

—¡Serena! ¡Oh, Serena!

Octa llevaba un bulto en los brazos, apretado contra su pecho, pero aun así consiguió dar a su hermana un fuerte abrazo. Octa, loca de alegría, se quedó junto a su esposo y su hermana, pero cuando paseó la vista entre uno y otro, su expresión de felicidad dio paso a otra de vergüenza y malestar.

El bulto se agitó en los brazos de Octa, y emitió un leve sonido.

—Es nuestra hija, Roella —dijo, casi como disculpándose, y apartó la tela para que Serena pudiera ver la hermosa cara de la niña.

Una imagen se formó en la mente de Serena: su hijo aterrorizado, tan solo segundos antes de que Erasmo le dejara caer del balcón. La niña que Octa sostenía se parecía mucho al pequeño Manion, que también había sido hijo de Xavier.

Serena, sin dar crédito a lo que ocurría, se tambaleó hacia la puerta, mientras todo su mundo se derrumbaba alrededor. Dio media vuelta y salió corriendo como un ciervo herido.

117

La Yihad Butleriana se inició por culpa de una estupidez. Un niño fue asesinado. La desolada madre atacó a la máquina no humana que había provocado la absurda muerte. Al poco, las masas se entregaron a la violencia más desenfrenada, que llegó a ser conocida como Yihad.

P
RIMERO
F
AYKAN
B
UTLER
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Memorias de la Yihad

La Tierra continuó siendo la llama de la rebelión, aun sin la presencia del carismático Iblis Ginjo. En el corazón de la lucha, el subordinado del pensador, Aquim, intentaba conservar viva la resistencia y organizar el mal planeado combate contra el desquite cada vez más violento de Omnius.

Aquim siempre había sido un hombre entregado a la contemplación, que meditaba sobre las esotéricas revelaciones de Eklo en las altas torres del monasterio. Había olvidado la manera de afrontar la sangre y la destrucción. Si bien tenía una red de contactos gracias a su relación con Eklo, muy pocos eran gente de armas, sino pensadores desgarrados entre tantas opciones que no podían reaccionar con celeridad. La situación les estaba desbordando.

Las masas gobernaban con muy poco liderazgo.

Los rebeldes, sorprendidos y superados por el descubrimiento de que se habían liberado tras siglos de opresión, carecían de objetivo. Solo les movía una sed de venganza desmesurada. Una vez rotas sus cadenas, no podían volver atrás. Ni siquiera Iblis había hecho planes a largo plazo. Numerosos incendios arrasaban la ciudad. Fábricas y edificios de mantenimiento eran objeto de sabotajes para limitar la capacidad de fabricación y autodefensa de Omnius. Saqueos y actos vandálicos se repetían en todos los continentes, desde los centros industriales a las poblaciones humanas.

La supermente concedió libertad de acción a sus cimeks, activó su ejército de guerreros robot. Todo el planeta se convirtió en un campo de batalla…, y poco después, en un osario. Las máquinas pensantes no estaban programadas para perdonar.

Sin trabas de nuevo, Agamenón y sus cimeks arrasaron sin piedad poblaciones enteras. Por primera vez desde que los titanes habían sido derrotados por la supermente, los diversos soldados de Omnius estaban unidos por un deseo voraz de venganza. Los cimeks lanzaban gases venenosos, chorros de ácido y lenguas de fuego líquido.

Escuadrones de exterminio se trasladaron desde edificios destripados a refugios y aldeas miserables. Quemaron cosechas, destruyeron centros de distribución de alimentos. Hasta los supervivientes de la matanza morirían de hambre al cabo de pocos meses.

Diez mil esclavos pagaron con sangre por cada robot o cimek destruido. Ningún humano podría escapar con vida.

En las montañas, la torre del pensador temblaba como un ser vivo. Se desprendieron pedazos de piedra. En el nivel superior, donde el cerebro de Eklo descansaba dentro de su contenedor, las ventanas exteriores viraron del amarillo al naranja.

Un inquieto Aquim hundió sus dedos en el electrolíquido, para conectar sus pensamientos con los del pensador.

—Les he entregado tu mensaje, Eklo. La titán Juno va a venir. Desea hablar contigo.

Con la intención de poner fin al derramamiento de sangre, Eklo había pedido ver a los titanes, con la esperanza de razonar con ellos. Mucho tiempo antes, el pensador había ayudado sin querer a Juno y sus compañeros en el derrocamiento del Imperio Antiguo, y el cerebro incorpóreo de Eklo había inspirado a los titanes la idea de convertirse en cimeks.

En aquellos días, era un humano espiritual llamado Arn Eklo, filósofo y orador que se había entregado a los placeres de la carne. Avergonzado y desasosegado, había conocido a Kwyna y sus expertos en metafísica, que deseaban eliminar todas las distracciones con el fin de desarrollar sus poderes mentales. La forma física de Eklo, los deseos caprichosos de su cuerpo, habían perdido toda importancia para él, en comparación con la tarea de desentrañar los misterios del universo.

Su forma de construir las frases cambió desde aquel momento, de modo que mucha gente no le entendía. Sus seguidores empezaron a abandonarle, y los inversores económicos de su congregación, al ver la drástica disminución de ingresos, le cuestionaron. Ellos tampoco le entendían.

Un día, Arn Eklo desapareció sin más ni más. Como grupo, él y los demás pensadores tenían la intención de embarcarse en un épico viaje a las profundidades más recónditas del reino espiritual. Mucho más allá de los límites de la carne.

Desde que se había sometido a la increíble cirugía, su mente había vivido más de dos mil años separada de las debilidades y limitaciones del cuerpo humano. Por fin, Kwyna, los demás pensadores y él tenían todo el tiempo del mundo. Era el mayor don que habrían podido recibir.
Tiempo.

Aquim interrumpió sus pensamientos.

—Juno ha llegado.

Con el contenedor apoyado sobre un saliente de la torre, Eklo vio que una enorme forma de combate subía con facilidad por el empinado sendero.

—Transmite a Juno este mensaje —dijo Eklo a Aquim. Numerosos subordinados corrían frenéticamente hacia la escalera que subía a lo alto de la torre—. Dile que nada es imposible. Dile que el amor es lo que diferencia a los humanos de los demás seres vivos, no el odio. Ni la violencia…

Las ventanas se tiñeron de rojo, y poderosas explosiones sacudieron la torre. Juno alzó los cañones de sus extremidades delanteras y lanzó una lluvia de proyectiles, que golpearon la estructura reforzada del monasterio hasta que la torre se derrumbó.

El techo se vino abajo, y Aquim se precipitó hacia delante con la intención de proteger el contenedor y el brillante cerebro del anciano pensador. Pero la avalancha se lo llevó todo por delante…

Después de que la torre se convirtiera en un montón de polvo, Juno utilizó sus brazos mecánicos para buscar entre los escombros, apartando piedras y vigas. Avanzó sobre los restos, desechó los cuerpos destrozados de los subordinados hasta encontrar el contenedor. El monje Aquim, ya fallecido, y el contenedor curvo de plexiplaz habían impedido que el cerebro del pensador resultara pulverizado, pero el contenedor estaba roto. El electrolíquido azulino se derramaba poco a poco entre los cascotes.

Juno arrojó a un lado el cadáver de Aquim como si fuera un muñeco. Después, extendió una mano de metal líquido e introdujo unos dedos largos y afilados en el contenedor agrietado para recuperar la masa gris del pensador Eklo. Percibió leves destellos de energía procedentes del cerebro tembloroso.

Decidió enviarle a otro viaje, aún más lejos del reino de la carne. Su mano se cerró y convirtió la materia gris esponjosa en pulpa goteante.

—Nada es imposible —dijo, para luego dar media vuelta y regresar a la ciudad y a su importante tarea.

Sin la menor emoción (tan solo con el deseo de solucionar un problema), Omnius decretó la aniquilación total de la vida humana en la Tierra.

Sus fuerzas robóticas procedieron sin tregua, y se dedicaron a su sangrienta tarea con pocos impedimentos. La sangre derramada por Ajax en Walgis no había sido más que un breve preludio.

Después de que la supermente decidiera que los humanos ya no le servían de nada en este planeta, llegó a conclusiones similares para los demás Planetas Sincronizados. Pese al hecho de que, en un principio, los humanos habían creado a las máquinas pensantes, los indisciplinados seres biológicos siempre habían causado excesivos problemas. Por fin le daba la razón a Agamenón, que llevaba siglos exigiendo una solución final. Omnius extinguiría la especie humana.

Los cuatro titanes supervivientes, con la ayuda de neocimeks y soldados robot modificados, dedicaron meses a perseguir y exterminar a la población del planeta. Ni una sola persona sobrevivió en la Tierra.

El derramamiento de sangre fue inenarrable, y fue grabado casi en su totalidad por los ojos espía de la supermente.

118

Defiende a tu hermano, tanto si es justo como si no.

Dicho zensunni

Pese al inmenso odio que sentía hacia el naib Dhartha, Selim tenía curiosidad por saber cómo vivía la gente de su antigua aldea. Se preguntó si ya le habrían borrado de su memoria. A veces, recordaba sus actos y se enfurecía, pero luego sonreía. Budalá había preservado la vida de Selim, le había concedido una visión misteriosa y un sagrado propósito.

Generaciones anteriores de zensunni habían adaptado su vida al desierto. En un entorno tan hostil había poco espacio para el cambio o la flexibilidad, de modo que la existencia cotidiana de los nómadas no cambiaba mucho de año en año.

Sin embargo, mientras Selim observaba a sus antiguos camaradas, reparó en que el naib Dhartha había encontrado una nueva prioridad en su vida. El rígido líder había forjado un plan extraño que exigía la presencia de grandes cuadrillas de obreros en el desierto. Ya no peinaban las dunas en busca de chatarra o aparatos abandonados. Ahora, los zensunni se adentraban en la arena con un único propósito: ¡recoger especia!

¡Igual que en su visión! La pesadilla empezó a cobrar sentido: misteriosos forasteros se llevaban la especia, lo cual provocaría una tormenta que acabaría con la serenidad del gran desierto. Selim miró y comprendió…, y después decidió lo que debía hacerse.

Los aldeanos se adentraban entre las dunas con paso cauteloso, efectuaban veloces incursiones en las manchas rojizas de melange, salpicadas de ocasionales explosiones de especia. Hundieron estacas metálicas en la arena, y erigieron tiendas con toldos para protegerse de la arena levantada por el viento y el ardiente sol. Apostaron un vigía para que avisara en el caso de que se acercara algún gusano.

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