Véase usted anonadado, y esto teniendo dos mujeres, la una destinada para la mañana siguiente, y la otra que lo deseaba ansiosa. ¡Pues bien! Usted va a creer que me jacto, y a decir que no es difícil adivinar después de ver; pero le juro que lo esperaba así; porque en realidad usted no tiene el ingenio de los hombres de su estado; sólo sabe cuanto le enseñan, no inventa nada. Por esta razón luego que las circunstancias no se prestan a las fórmulas usadas, y lo obligan a dejar el camino de todos, se queda perplejo como un infeliz cadete. En fin, una niñería de un lado, y del otro un rasgo de gazmoñería que no es muy común, bastan para desconcertarle. No sabe ni prevenirlos ni evitarlos. ¡Ah! vizconde, vizconte, usted me enseña a no juzgar a los hombres por sus éxitos y pronto habrá que decir de usted: ¡Fue bravo un día! Y después que usted haya hecho tontería sobre sandez, recurrirá a mí. ¿Le parece que yo vio tengo que hacer más que repararlas? En verdad vizconde que no sería obra corta de realizar.
Sea lo que fuere de estas dos aventuras, la una se ha emprendido contra mi voluntad, y no quiero mezclarme en ella. En curato a la otra, como en cierto modo me ha complacido usted, la tomo como asunto propio. La carta que incluyo, que usted entregará en seguida a la chiquita Volanges, es más que suficiente para que vuelva a su amistad; pero le suplico que trate con cuidado a esa niña, y propongámonos de común acuerdo el desesperar a la madre y a Gercourt. Veo claramente que la personita no se espantará, y luego que se cumplan nuestras miras ella hará lo que quiera.
Dejo esto enteramente a su cuidado. Tiene una tonta ingenuidad, que no ha cedido ni aun al específico que usted le ha administrado, que sin embargo es casi siempre infalible, y ésta es a mi ver la enfermedad más peligrosa que puede tener una mujer. Denota sobre todo una debilidad de carácter casi siempre incurable que se opone a todo; de suerte que ínterin no nos ocupemos en formar una muchachita para la intriga no paremos de ella más que una mujer fácil. Ahora bien; no conozco nada tan común como esta tontería, que se rinde sin saber cómo ni por qué, tan sólo por no saber resistir el ataque. Estas mujeres sólo son máquinas destinadas al placer.
Usted me dirá que no hay que hacer otra cosa, y que esto basta para nuestros proyectos. Sea así, pero no olvidemos que todas llegan pronto a conocer los resortes y motores de estas máquinas; por esta razón para servirse de ésta sin perjuicio, es preciso despachar, detenerse con tiempo, y después romperla. En verdad que no nos faltarían motivos para defendernos de ella, y Gercourt la pondrá a buen recaudo cuando nos aplazca. Al hecho, cuando no pueda juzgar de su desgracia, y cuando sea pública y notoria: ¿qué nos importa que se vengue con tal que no se consuele? Lo que digo del marido usted lo piensa sin duda de la madre, ahí está el equivalente.
Este partido, que me parece el mejor y en que paro mientes, me ha decidido a asediar a la joven, como usted verá por mi carta. Es también muy importante no dejar nada en sus manos que pueda comprometernos, y le suplico ponga atención en esto. Tomada una vez esta precaución, yo me encargo de la moral; cumple a usted el resto. Con todo, si vemos en lo sucesivo que la ingenuidad se corrige, siempre estaremos a tiempo para mudar de placer. Al cabo hubiéramos tenido que hacer, un día u otro, lo que vamos a hacer ahora. En ningún caso serán inútiles nuestras diligencias.
¡Sabe usted que ha faltado poco para que las mías se huyan frustrado y para que prevaleciese el hado de Gercourt sobre mi prudencia!
¿No ha tenido la señora de Volanges un momento de debilidad materna? ¿No quería dar su hija a Danceny? Esto era lo que anunciaba aquel interés materno, que usted observó la mañana siguiente. ¡Usted habría sido también la causa de esta hermosa obra maestra! Por fortuna la tierna madre me escribió, y espero que mi respuesta no le habrá agradado. Hablo en ella tanto de virtud, y sobre todo de tal manera la engatuso, que debe creerme en la razón.
Siento no haber tenido tiempo para quedarme con copia, a fin de edificar a usted con la austeridad de mi moral. ¡Ah! ¡verá cómo desprecio a las mujeres tan degradadas que quieren tener un amante! ¡Es tan fácil ser rigorista en estos discursos! Esto sólo daña a los otros, sin causarnos alguna incomodidad. Además de que no ignoro que la buena señora ha tenido en su tiempo sus debilidades como cualquier otra, y no me disgustaba causarle esa íntima humillación. Esto me consolaba un poco cuando pensaba en las alabanzas que yo le daba contra mi conciencia. Así es como en la misma carta la idea de perjudicar a Gercourt me daba alientos para hablar bien de él.
Adiós, amigo vizconte: apruebo mucho la decisión que ha tomado de permanecer en ésa. No tengo arbitrio para acelerar su partida; pero le invito a que se divierta con nuestra común pupila. Por lo que toca a mí, a pesar de su atenta cita, ve usted que es preciso esperar todavía; y convendrá sin duda, en que no es culpa mía.
París, 4 de octubre de 17…
AZOLAN AL VIZCONDE DE VALMONT
Amo y señor mío: Apenas he recibido la carta de usted, he pasado con arreglo a sus órdenes a verme con el señor Bertrán, que me ha entregado los veinticinco luises, según su encargo. Yo le había pedido dos más para Felipe, a quien he despachado inmediatamente: y aunque éste se hallaba sin dinero, no ha querido el señor Bertrán dármelo, diciéndome que no tenía orden para ello. Me he visto por lo mismo precisado a echar mano del mío, no dudando de que usted tendrá a bien abonármelo.
Felipe salió ayer noche. Le he recomendado mucho que no se separe de la taberna, a fin de estar seguro de hallarle allí en caso, necesario.
Luego he ido a casa de la señora para ver a la doncella Julia, pero había salido, y sólo he hallado a la Flor que nada sabía, porque desde que llegó no ha estado en casa sino a la hora de comer. Es el segundo día que hace el servicio, y usted sabe bien que yo no la conocía; pero hoy he comenzado.
He vuelto esta mañana a casa de la doncella Julia, y al parecer ha tenido mucho gusto en verme. Le he preguntado sobre el motivo de la vuelta de su ama, y me ha contestado que nada sabe, y creo que en esto dice la verdad. La he reconvenido por que no me había dado parte de su salida, y me ha asegurado que no lo había sabido hasta la noche misma, al tiempo de ir a desnudar a la señora; que tuvo que pasar la noche en arreglar sus cosas y que por lo mismo la pobre muchacha no durmió dos horas. No salió del cuarto de su ama sino después de la una, y sólo la dejó cuando se puso ésta a escribir. Al salir por la mañana, la señora de Tourvel entregó una carta al portero. La Julia no sabía para quién y dijo que sería acaso para usted, pero usted nada me dice de ello.
Durante el viaje, la señora ha tenido cubierta la cara con una gran capucha, por lo cual no era posible verla; pero la doncella Julia cree que ha llorado mucho. No ha abierto la boca en todo el camino, ni ha querido detenerse en…
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como lo hizo a la ida; cosa que no agradó mucho a la doncella Julia, que no había almorzado.
Pero como yo le he dicho, los amos son los amos. Luego que llegó la señora se acostó, pero sólo estuvo en la cama dos horas. Apenas se levantó, hizo llamar al portero y le dio orden de que no dejara entrar a nadie. No ha estado en el tocador ni se ha compuesto.
Se ha sentado a la mesa para comer y no ha tomado más que la sopa, y se ha marchado al punto. Le han llevado el café a su cuarto, y Julia ha entrarlo al mismo tiempo, y la ha encontrado arreglando los papeles, y ha visto que eran cartas. Apostaría a que eran las de V. S. y de tres que le han traído después de comer, una tuvo delante de sí toda la tarde. Estoy bien seguro que es de V. S. ¿Pero por qué esta señora se ha marchado tan precipitadamente? Esto me extraña; en lo demás V. S. lo sabe bien, y esto no es de mi inspección.
La señora presidenta ha ido después de mediodía a la biblioteca y ha tomado dos libros que ha llevado a su gabinete; pero la doncella Julia afirma que no ha leído ni un cuarto de hora en ellos: sólo se ocupaba de leer esa carta y meditar. Como me he figurado que usted se alegraría mucho de saber qué género de libros eran, y que la doncella Julia lo ignoraba, me he hecho conducir hoy a la biblioteca con el pretexto de verla, y observado que sólo faltaban dos libros, el uno el segundo tomo de los Pensamientos cristianos, y el otro el primero de un libro titulado Clarisa. Escribo lo que hay. Usted juzgará.
Ayer noche la señora no ha cenado y no ha tomado más que té. Esta mañana ha llamado temprano, y ha pedido el coche al instante. Estaba antes del mediodía en los Fuldenses en donde ha oído la misa. Ha querido confesarse; pero su confesor estaba ausente, y no volverá hasta dentro de ocho días. He juzgado conveniente participar esto a usted.
Ha vuelto a entrar en seguida, se ha desayunado, y después se ha puesto a escribir, y ha estado allí hasta después de la una. He hallado ocasión de hacer bien pronto lo que V. S. deseaba más; porque yo he sido quien llevó las cartas al correo. No había ninguna para la señora Volanges; pero envío una a V. S. que era para el presidente; ésta he creído que sería la más interesante. También había otra para la señora de Rosemonde, pero he pensado que V. S. podrá verla siempre que lo desee, y la dejé partir. Por lo demás V. S. lo sabrá todo, porque la doncella Julia, que entrega las cartas a los criados, me ha asegurado que por la amistad que me tiene y la que profesa a V. S. hará cuanto se quiera. No ha querido el dinero que le he ofrecido; pero pienso que V. S. le hará algún regalito; y si gusta que me encargue de él sabré fácilmente lo que más podrá agradarla.
Espero que V. S. conocerá que no me he descuidado en servirle, y tomo a pecho el justificarme de las reconvenciones que me ha hecho. La causa de no haber sabido la partida de la presidenta ha sido mi celo por el servicio de V. S.; porque me hizo salir a las tres de la mañana, por cuya razón no pude ver a la doncella Julia la víspera por la noche, como acostumbro a hacerlo, habiendo tenido que irme a dormir a Tournebride, para no despertar a los de la quinta.
En cuanto a lo que V. S. me echa en cara de que estoy a menudo sin un cuarto, diga que hay dos motivos para ello; primero porque deseo andar decente, y segundo, porque es preciso honrar el vestido que llevo. Yo sé que debiera ahorrar algo para lo sucesivo, pero confío enteramente en la generosidad de V. S. que es tan buen amo.
Por lo que toca a entrar al servicio de la señora Tourvel, permaneciendo siempre al servicio de V. S. espero que no lo exigirá de mí. Era muy diferente en casa de la señora duquesa; pero seguramente no iré a llevar librea, y sobre todo la librea de toga, después de haber tenido el honor de ser criado de V. S. En lo demás, V. S. puede disponer de quien tiene la honra de ser, con tanto respeto, su muy humilde servidor.
ROUX AZOLAN.
París, 5 de octubre de…, a las once de la noche.
LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE ROSEMONDE
¡Oh indulgente madre mía! ¡Cuántas gracias tengo que darle! ¡Y cuánta necesidad tenía de su carta! La he leído y releído sin cesar, y no podía dejarla de las manos. A usted debo los únicos momentos menos penosos que he pasado desde mi partida. ¡cuán buena es usted! La prudencia y la virtud saben siempre compadecerse de la debilidad. Usted tiene conmiseración de mis males. ¡Ah! ¡Si los conociera!… ¡Son horribles! Yo creía haber experimentado las penas del amor. ¡Pero el tormento que no puede expresarse, aquel que es menester haberlo sufrido para formarse idea de él, es el separarse de lo que se ama, y separarse para siempre! ¡Sí, la pena que hoy me oprime se renovará mañana y toda la vida! ¡Dios mío, cuán joven soy todavía, y cuánto tiempo me queda para sufrir!
¡Ser una misma la que fabrique su desgracia, la que despedace su corazón con sus propias manos, y mientras que se sufren estos dolores insoportables, conocer a cada instante que una sola palabra puede hacerlo cesar, y que ésta no puede pronunciarse sin pecar! ¡Ah! ¡amiga mía!
Cuando tomé el partido tan penoso de alejarme de él, esperaba que la ausencia aumentaría mi valor y mis fuerzas: ¡cuánto me he engañado! Parece, por el contrario, que ella ha acabado por destruirlas. Es cierto que tenía más que combatir; pero aun resistiendo, no era todo privación; a lo menos yo le veía algunas veces, y aun a menudo, sin atreverme a levantar los ojos para mirarle. Yo conocía que él me clavaba los suyos. Sí, amiga mía, yo lo sentía; y me parecía que me reanimaban; y aunque no los veía, no dejaban por eso de penetrar hasta mi corazón. Ahora, en mi penosa soledad, apartada de todo lo que más amo, luchando a solas con mi desgracia, todos los momentos de mi triste existencia están marcados con mis lágrimas, y nada templa mi amargura, ningún consuelo acompaña mis sacrificios; y los que he hecho hasta ahora no me han servido más que para hacerme más dolorosos los que me restan por hacer.