Estas extravagancias las atribuyen a falta de salud, y para persuadirlos mejor he dicho que estaba perdido de flatos, y también que tenía un poco de calentura. Para aparentarlo sólo debo hablar con un voz lenta y débil. En cuanto a la mutación de mi semblante, confíe usted en su pupila. El amor proveerá.
Ocupo mi tiempo en soñar en los medios de volver a tomar sobre mi ingrata las ventajas que he perdido, y también en componer un catecismo libertino al uso de mi escuela. Me divierto en dar a cada cosa el nombre técnico; y río de antemano de la interesante conversación que esto debe suscitar entre ella y Gercourt, la primera noche de su matrimonio. ¡No hay cosa más graciosa que el ver la ingenuidad con que ella emplea ya lo poco que sabe de esta lengua! No se imagina que pueda hablarse de otro modo. ¡Esta niña es realmente hechicera! Este contraste de la sencilla candidez con el lenguaje libertino, no deja de hacer efecto; sólo me gustan las cosas estrafalarias, sin saber por qué.
Quizá me entretengo demasiado en estos caprichos, pues pierdo en ellos mi tiempo y mi salud; mas espero que mi fingida enfermedad, además, de que me librará de la fastidiosa tertulia, podrá también serme de alguna utilidad para con mi austera devota, cuya cruel virtud se hermana sin embargo con la dulce sensibilidad. No dudo que ella este instruida de este grande acontecimiento, y tengo vivos deseos de saber lo que piensa de él; tanto más, cuanto apostaría a que no deja de atribuirse el honor de haberlo causado. Yo arreglaré el estado de mi salud según da impresión que hiciere sobre ella.
Vea pues, mi bella amiga, cómo está usted al corriente de mis asuntos tanto como yo mismo. Deseo tener noticias más interesantes que comunicarle, y le suplico crea que, en el placer que me prometo de ellas, cuento por mucho la recompensa que espero de usted.
En la quinta de…, 11 de octubre de 17…
EL CONDE DE GERCOURT A LA SEÑORA DE VOLANGES
Según parece, señora, todo está tranquilo en este país; y aguardamos, de un momento a otro, el permiso para retornar á Francia. Espero que no dudará de mi disposición para presentarme allí y anudar los lazos que deben unirme a usted y a la señorita Volanges.
Sin embargo, el señor duque de***, primo mío, y con quien tengo tantas obligaciones, acaba de participarme de su llamamiento a Nápoles. Me comunica que cuenta con pasar por Roma y ver en su ruta la parte de Italia que le queda por conocer. Me compromete a acompañarle en este viaje, que durará alrededor de seis semanas a dos meses. No le oculto, señora, que me será agradable gozar de esta ocasión, sensible al hecho de que una vez casado, difícilmente me tomaré tiempo para otras ausencias que no sean aquellas que mi servicio exija.
También es probable que fuera más conveniente esperar el invierno para este casamiento, pues sólo entonces estarán todos mis parientes reunidos en París, y especialmente el marqués de*** a quien debo la esperanza de emparentarme con usted.
No obstante estas consideraciones, mis proyectos al respecto estarán absolutamente subordinados a los suyos y por poco que usted prefiera sus primeros arreglos estoy listo a renunciar a los míos. Le ruego tan sólo me haga saber lo antes posible sus intenciones al respecto. Esperaré aquí su respuesta y sólo ella reglará mi conducta.
Con todo respeto, señora, y con todos los sentimientos que corresponden a un hijo, soy su muy humilde, etc.
EL CONDE DE GERCOURT.
Bastia, 10 de octubre de 17…
LA SEÑORA DE ROSEMONDE A LA PRESIDENTA DE TOURVEL
(Dictada)
A cabo de recibir en este mismo instante su carta del 11
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, y los dulces reproches que contiene. Convenga usted en que aún desearía hacerme más, y que si hubiera usted olvidado que era mi hija, me, habría reñido. ¡Sería injusticia por su parte!
El deseo de responderle por mí misma ha motivado mi silencio, y aun hoy, ya ve que, merced a mi doméstica, le escribo. El maldito reumatismo vuelve a atormentarme; ahora se aloja en el brazo derecho, y me ha dejado completamente manca.
Ya ve lo que es tener amigas viejas, joven y fresca amiga mía. Hay que sufrir sus achaques.
Tan pronto como mis dolores me den alguna tregua, me prometo conversar con usted largamente. Hasta tanto, sepa tan sólo que he recibido sus dos cartas; que ellas hubieran redoblado mi tierna amistad para con usted, si esto fuera posible; y que en cuanto le interesa le acompañan mis mejores deseos.
Mi sobrino está también un poco indispuesto, aunque la indisposición no ofrece motivo de cuidado; es una leve incomodidad que, a lo que me parece, más al humor que a la salud atañe. Nosotros, no lo vemos casi nunca.
Su retirada y la marcha de usted han desanimado nuestra reunión. La pequeña Volanges se aburre mortalmente durante todo el santo día, y bosteza que es una bendición de Dios. Desde hace algunos días nos hace el honor de dormirse profundamente todas las tardes.
Adiós, hermosa mía; sepa que sigo siendo su amiga, su mamá, su hermana, si es que la edad me permitiera este título. Quede con todos mis cariños y bendiciones.
Firmado, ADELAIDA, por madame de ROSEMONDE.
En la quinta de… a 14 de octubre 17…
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
Debo prevenirle, vizconde, que comienza a despertar la curiosidad de París; que empieza a a notarse su ausencia, y tal vez a adivinarse la causa. Asistí ayer a una comida donde acudieron multitud de personas; allí se afirmó categóricamente que la causa de su destierro era un amor novelesco y desgraciado.
El gozo se pintaba en los rostros de todos los envidiosos de su, fortuna y de las mujeres que ha abandonado. Yo le aconsejo que no deje tomar cuerpo a estos rumores, y que venga a destruir con su presencia tan falsas suposiciones.
Piense que si una vez se cree que hay alguien capaz de resistir a sus seducciones, dará motivo a que, en efecto, haya quien las resista en lo sucesivo; que sus rivales le perderán el respeto, y osarán combatirle: ¿quién de entre ellos no se creerá más fuerte que la virtud? Piense, sobre todo, que entre las mujeres que figuran en su lista, las que no ha conseguido usted tratarán de desengañar al público, y las otras tratarán de engañarlo. Se le apreciará en menos de cuanta usted vale, como hasta el día se le ha apreciado en más.
Vuelva usted, y no sacrifique su reputación a un capricho pueril, Usted ha hecho cuanto queríamos de la pequeña Volanges; y en cuanto a la presidenta, ¿cree que ha de burlarse? Tal vea no pienso en usted más que para celebrar el haber logrado humillarle. Aquí al menos podrá usted encontrar alguna ocasión de reaparecer brillante y gallardamente, que buena falta le hace; y aun cuando se abstine en su ridícula aventura, no creo que su vuelta lo perjudique en nada… al contrario.
En efecto, si la presidenta adora a usted, como tantas veces usted me lo ha dicho, y tan pocas probado, su único consuelo, su único placer, debe ser aflora hablar de usted, saber lo que hace, lo que dice y piensa, y todo cuanto le atañe. Tales miserias encuentran su valor en razón directa de las privaciones que se sufre. Son migajas de pan de la mesa del rico, no falta quien las desdeñe, pero el pobre las recoge y de ellas se nutre. Ahora bien; la pobre presidenta acepta ahora todas estas migajas. Mientras más se las escatime usted, más el hambre logrará azuzar en ella. Además, puesto que usted conoce a su confidente, no dude que cada carta de ella abundará en sermones, y en cuanto ella crea que haya de corroborar su prudencia y patentizar su virtud. ¿A qué dejarle a la vez recursos para defenderse, y para perjudicar a usted?
No soy, en absoluto, de su parecer en cuanto a lamentar el cambio de confidente. Desde luego madame Volanges lo aborrece, y el odio es siempre más perspicuo e ingenioso que la amistad. Toda la virtud de la tía de usted no ha de llevarla a maldecir un solo instante de su amado sobrino; que la virtud tiene también sus flaquezas. Vuestros temores parten de un principio absolutamente falso.
No es cierto que a medida que las mujeres envejecen se vuelven ásperas y severas. De los cuarenta a los cincuenta años sí, cuando su semblante se marchita, y la rabia de verse obligadas a abandonar placeres y amoríos se apodera de ellas. Entonces casi todas se tornan acres e impertinentes, fieras y desdeñosas. Tanto tiempo necesitan para consumar la abdicación y el sacrificio: después se dividen en dos clases.
Las más, que no han tenido más que su palmito y su juventud, caen en una apatía imbécil, y de ella no salen más que para el juego y para algunas prácticas de devoción; tal está siempre enojada, a menudo gruñona, a veces intolerable, casi nunca aviesa. No se puede decir que sean severas ni que dejen de serlo: sin ideas, sin propia vida, repiten indiferentemente, y sin comprenderlo, cuanto oyen decir; su personalidad es nula e inofensiva.
Otras, las menos, y que constituyen clase más preciosa y selecta, son aquellas mujeres que habiendo tenido su carácter, y habiendo pensado alguna vez por cuenta propia, saben aún crearse una existencia, cuando ya les falta aquella a la que fueron inclinadas, y toman el partido de engalanar su ingenio de aquellos atavíos que huelgan ya para su semblante. estas suelen tener el juicio sano, el espíritu alegre, sólido y grande. Reemplazan los encantos de la seducción por la bondad que obliga y por aquella jovialidad que la edad trae consigo a veces: así logran acercarse a la juventud y hacerse amar. Y entonces, lejos de ser, como usted dice, rígidas y severas, el hábito de la indulgencia, las largas reflexiones sobre la humana flaqueza, y, sobre todo, el recuerdo de su juventud, del que ellas viven todavía, las hacen fáciles y asequibles, inclinadas a veces de la parte más débil.
Yo, en fin, puedo decirle que habiendo buscado siempre a las viejas, y temprano reconocido la utilidad de sus sufragios, siempre encontré muchas entre ellas a quien mucho el afecto me obligaba, a pesar del interés que motivara mi inclinación primera. Y me detengo aquí: porque ahora que usted se inflama tan pronto y tan moralmente, temo se prenda súbitamente de su anciana tía, y que con ella se entierre en la tumba en que ya vive hace tiempo.
A pesar del encanto que le produce la colegiala, no creo que en nada intervenga en sus planes. La tuvo usted a su alcance, e hizo presa de ella; nada más natural: ¡enhorabuena! pero esto no tendrá mayor trascendencia. No es esto, a decir verdad, un goce verdadero. Usted no posee de ella más que el cuerpo. No hablaré de su corazón, que poco le inquietará sin duda: ni aun su cabeza usted ocupa. Ignoro si lo habrá notado; pero yo tengo pruebas de ello por la última carta que me ha escrito
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, y que le envío, para que la lea. Mire cómo cuando habla de usted en ella, es siempre de monsieur de Valmont; que todas estas ideas, aun aquellas que usted en ella inculcara, no paran sino en Danceny, a quien no llama monsieur, sino Danceny a secas. Así lo distingue de todos los demás; y aun entrelazándose a usted, para él guarda su confianza. Si tal conquista le parece seductora; si los placeres que ella le da mucho lo obligan, seguramente usted se contenta con poco. Guárdela, en buena hora, que en nada a mis proyectos se opone. Pero me parece que no vale la pena que ele ella se preocupe usted un cuarto de hora; que también es preciso conservar cierto imperio, y no permitirle, por ejemplo, que a Danceny se aproxime, sino después de habérselo hecho olvidar un poco.