Adiós, vizconde; a pesar de mis quejas, mis malicias y mis reconvenciones, le amo todavía mucho, y me preparo a demostrarlo. Hasta la vista, amigo mío.
Castillo de…, 29 de noviembre de 17…
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL CABALLERO DANCENY
Por fin parto, amigo mío, y mañana por la tarde estaré de vuelta en París. En medio de todas las molestias que proporciona un viaje, no recibiré a nadie. Sin embargo, si tiene alguna confidencia que hacerme, le exceptuaré de la regla general; pero sólo exceptuaré a usted; así, le recomiendo el secreto de mi llegada. Valmont mismo no ha de saberla.
Si alguien me hubiera dicho hace algún tiempo que usted tan sólo tendría mi confianza, no lo hubiera creído. Pero la suya ha arrastrado la mía. Tengo tentaciones de creer que usted ha sido diestro hasta en la seducción. Esto sería muy mal hecho, por lo menos. Sin embargo, no sería ahora peligroso. Usted tiene verdaderamente otras cosas que hacer. No ha tenido siquiera tiempo para darme parte de sus nuevos triunfos. Cuando su Cecilia estaba ausente, no eran los días suficientemente largos para escuchar las tiernas quejas de usted. Las hubiera dirigido a los aires si yo no hubiese estado allí para escucharlas. Cuando después ha estado ella enferma, usted me ha honrado hasta con el relato de sus inquietudes; tenía necesidad de alguien a quien comunicárselas. Pero ahora que la que usted ama está en París, y buena, y sobre todo que la ve algunas veces, esto basta y no se ocupa de los amigos para nada.
No le censuro. La culpa la tienen sus veinte años. Desde Alcibíades hasta usted se sabe que los jóvenes no conocen la amistad más que en las penas. La felicidad les hace a veces indiscretos pero nunca confiados. Diré como Sócrates: Me gusta que mas amigos vengan a mí cuando son desgraciados
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; pero en su calidad de filósofo se pasaba bien sin ellos cuando no venían. En esto yo no soy tan sabia como él y he sentido su silencio con toda la debilidad de una mujer.
No vaya, sin embargo, a creerme exigente, aunque hace falta que lo sea. El mismo sentimiento que me hace notar estas privaciones, hace que las sufra con valor, cuando son la prueba o la causa de la ventura de mis amigos. No cuento, pues, con usted para mañana por la noche sino el tiempo que el amor le deje libre y desocupado, y le prohibo que por mí haga el menor sacrificio.
Adiós, caballero; me regocijaré con volver a verle; ¿vendrá usted?
Castillo de…, 29 de noviembre de 17…
LA SEÑORA DE VOLANGES A LA SEÑORA DE ROSEMONDE
Usted estará seguramente tan afligida como yo lo estoy, mi digna amiga, cuando sepa el estado en que madame de Tourvel se encuentra; está mala desde ayer; su enfermedad la ha asaltado tan súbitamente, y se presenta con tan graves síntomas, que estoy verdaderamente alarmada.
Una fiebre alta, un arrebato violento y casi continuo, una sed insaciable, he aquí todo lo que se observa en ella. Los médicos dicen que no pueden pronosticar nada todavía; y el tratamiento será tanto más difícil, cuanto que la enferma se niega obstinadamente a tomar toda clase de medicinas; hasta tal punto, que ha sido preciso sangrarla a viva fuerza; se ha necesitado acudir al mismo procedimiento otras dos veces para vendarla porque quería arrancarse la venda.
Usted, que la ha visto como yo tan débil, tan tímida y tan dulce, no podrá concebir que cuatro personas no puedan apenas contenerla, y que por poco que se la quiera convencer de cualquier cosa, se deje arrastrar por furores indecibles. Yo temo que no es más que un delirio y que sea una enajenación mental.
Lo que más aumenta mis temores es lo que sucedió anteayer. Ese día llegó con su doncella a eso de las once de la mañana al convento de… Como ha sido colegiala de aquella casa, ha tenido la costumbre de ir allí algunas veces, y fue recibida como de ordinario, encontrándola todos sana y tranquila. Dos horas después preguntó si el cuarto que ella ocupaba cuando era pensionista estaba vacante, y como le dijeran que sí, pidió ir a verlo; la superiora la llevó allí con algunas otras monjas. Entonces fue cuando dijo que iba a instalarse en aquel cuarto que, decía, no debió abandonar nunca; añadió que sólo saldría de allí muerta; ésta fue su expresión.
Al principio no supieron qué contestarle; pero pasado el primer estupor, se le advirtió que su calidad de mujer casada impedía que se la recibiese sin una autorización especial. Ni esta razón, ni otras mil, tuvieron fuerza alguna; y desde aquel momento se obstinó, no sólo en no salir del convento, sino también de su cuarto. En fin, cansados de discutir, a las siete de la noche se permitió que pasara allí la noche. Se despidió su coche y sus criados, y se aplazó adoptar una resolución hasta el día siguiente.
Se asegura que durante toda la noche, lejos de tener un aire descompuesto, lo tenía tranquilo y reflexivo; que sólo cuatro o cinco veces tuvo un éxtasis tan profundo, que ni aun hablándola podían sacarla de él; y que, antes de recobrarse, llevaba ambas manos a la frente y parecía que la oprimía con fuerza; habiéndole una de las monjas presentes preguntado si le dolía la cabeza, la miró antes de responder con insistencia, y al fin le dijo: “No es ahí donde está el mal”. Un momento después pidió que se la dejase sola y rogó que en lo sucesivo nada se le preguntase.
Todos se retiraron menos su doncella, que, afortunadamente, tenía que acostarse en su mismo cuarto por no haber sitio donde alojarla. Según cuenta esta muchacha, su señora estuvo tranquila hasta las once de la noche. Dijo entonces que quería acostarse; pero antes de desnudarse completamente, se puso a pasear por el cuarto gesticulando frecuentemente. Julia, que había sido testigo de lo que había pasado durante el día, no se atrevió a decirle nada y esperó silencio cerca de una hora. Por fin, madame de Tourvel la llamó dos veces seguidas; ella no tuvo tiempo de llegar, y su señora cayó en sus brazos diciendo: “No puedo más”. Se dejó conducir a la cama y no quiso tomar nada ni que se fuese a buscar socorro alguno. Solamente hizo que le pusieran agua a mano y mandó a Julia que se acostase.
Ésta asegura que estuvo sin dormir hasta las dos de la mañana y que no oyó durante este tiempo ni un movimiento, ni una queja; pero a las cinco la despertó el discurso de su ama, que hablaba con voz elevada y fuerte, y que habiéndole entonces preguntado si deseaba algo y no habiendo obtenido respuesta, tomó la luz y fue a la cama de madame de Tourvel, que no la reconoció; pero que, interrumpiendo de súbito los propósitos que sin duda tenía, exclamó con viveza: “Que se me deje sola; que se me deje en las tinieblas; esas son las que me convienen”. He observado ayer yo misma que repite esta frase a menudo.
En fin, Julia aprovechó esta especie de orden para ir a buscar gente y socorros; pero madame de Tourvel rechazó ambos con los furores y arrebatos que con tanta frecuencia le han asaltado después. El compromiso en que esto puso a todo el convento decidió a la superiora a mandar a buscarme ayer a las siete de la mañana. No era de día aún. Yo fui inmediatamente. Cuando fui anunciada a madame de Tourvel, pareció recobrar el conocimiento y respondió: “Ah, sí, que entre”. Pero cuando estuve cerca de su cama me miró fijamente, me tomó la mano con viveza, la estrechó y me dijo con voz entera, aunque sombría: “Muero por no haber creído a usted”. En seguida, tapándose los ojos, volvió a su exclamaciones frecuentes: “Que me dejen sola, etc.”, y perdió el conocimiento en absoluto.
Lo que me dijo, y otras palabras que dejó escapar en su delirio, hacen creer que esta cruel enfermedad tienen una causa aún más cruel. Pero respetemos los secretos de nuestra amiga y contentémonos con deplorar su desgracia.
Todo el día de ayer ha sido igualmente tempestuoso, y dividido entre accesos de furor terribles y momentos de un abatimiento letárgico, únicos que le proporcionan algún reposo. No he abandonado la cabecera de su cama hasta las nueve de la noche, y esta mañana volveré para pasar con ella todo el día. Seguramente no he de abandonar a mi desgraciada amiga; pero lo que es su obstinación en rehusar toda clase de cuidados y remedios.
Envío a usted el parte de esta noche que acabo de recibir, y que, como verá, no es más consolador. Tendré cuidado de enviarle todos con puntualidad.
Adiós, mi digna amiga, vuelvo al lado de la enferma. Mi hija, que afortunadamente está restablecida, le envía sus respetos.
París, 29 de noviembre de 17…
EL CABALLERO DANCENY A LA MARQUESA DE MERTEUIL
¡Oh, mujer a quien amo! ¡Oh, tú a quien adoro! Amiga sensible, tierna amante. ¿por qué el recuerdo de tu dolor viene a turbar el encanto que siento? ¡Ah, señora, cálmese usted, la amistad lo implora! ¡Oh, amiga mía! Sea dichosa usted; ésta es la plegaria del amor.
¿Qué reproches tiene usted que hacerme? Créame, su delicadeza la engaña. Los dolores que le causo, los delitos de que me acusa, son igualmente ilusorios, y siento que entre nosotros no ha habido otro seductor que el amor No temas entregarte a los sentimientos que inspiras, dejarte abrasar por los fuegos que haces nacer. ¿Qué, por haberse encendido más tarde, serán nuestros corazones menos puros? No, sin duda. Es, al contrario, la seducción quien, no obrando más que por proyectos, puede combinar su plan, regir su marcha y prever los sucesos con antelación a su realización. Pero el amor verdadero no medita, no reflexiona; dicta el corazón a la mente; nunca es su imperio mayor que cuando es desconocido; y en la sombra y el silencio nos rodea de lazos que es igualmente imposible descubrir y romper.
Así aconteció ayer, que, a pesar de la honda emoción que sentí al verla, creí no obstante estar aún autorizado a más que a la apacible amistad, o más bien entregado en absoluto al dulce sentimiento de mi corazón, y no me ocupé de averiguar el origen o la causa. Así pues, mi tierna amiga, sentirás, sin conocerlo, el encanto imperioso que entrega nuestras almas a las dulces impresiones de la ternura, y ambos hemos reconocido el amor, saliendo de la embriaguez en que este dios nos había sumergido.
Pero eso mismo nos justifica en vez de condenarnos. No, tú no has vendido la amistad, y yo no he abusado tampoco de tu confianza. Los dos es cierto, ignorábamos nuestros sentimientos; pero esta ilusión la sentíamos sin tratar de forjarla. ¡Ah! lejos de nosotros lamentarnos del hecho; pensemos sólo en la dicha que nos procura, y sin turbarla por injustos reproches, no nos ocupemos más que en aumentarla por el encanto de la confianza y la seguridad. ¡Ah! alma mía, ¡cuán cara es esta esperanza al corazón! Sí, libre en adelante de todo temor, y entregada en absoluto al amor, compartirás mis deseos, mis transportes, mi delirio, la embriaguez de mi alma, y cada instante de nuestros días afortunados señalaremos con una nueva voluptuosidad.
¡Adiós, mujer adorada! Te veré esta tarde; pero, ¿sola? Ni aun me atrevo a esperarlo. ¡Tú no lo deseas tanto como yo!
Paris, 1º diciembre 17…