EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL
O su carta es una broma que no entiendo, o se hallaba al escribírmela en un delirio muy peligroso. Si la conociera menos estaría de veras asustado; y, diga usted lo que quiera, no me asustaría fácilmente.
La leo y releo en vano; nada saco en limpio; porque tomar su carta al pie de la letra, no es posible. ¿Qué ha querido, pues, decirme?
¿Es sólo que cree inútil darse tanto cuidado en un enemigo tan poco temible? Pues en ese caso pudiera hacer mal. Prevan es realmente amable; más de lo que cree usted; tiene, sobre todo, el talento de interesar mucho de su amor con la destreza que pone en hablar delante de todo el mundo, sirviéndose de cualquier conversación. Pocas mujeres hay que se salven así del lazo de responder, porque todas, picándose de agudas, encuentran la ocasión de mostrarlo. Ahora bien, usted sabe de sobra que la mujer que consiente en hablar de amor, acaba pronto por tenerlo, o al menos por conducirse como si lo tuviera. Y él gana en este método, que ha perfeccionado, el llamar a veces a las mismas mujeres a testificar de su derrota; y de esto le hablo, porque lo he visto.
Yo estaba en el secreto, de segunda mano, porque nunca tuve relación directa con Prevan; pero, en fin, éramos seis; y la condesa de P***, creyéndose muy lista, y pareciéndolo, en efecto, para los que no estaban instruidos de sostener una conversación general, nos contaba con el mayor detalle cómo se había rendido a Prevan y cuanto había pasado entre ellos. Hacía su relación con tal seguridad, que ni siquiera la turbó la loca risa que nos dio a los seis al mismo tiempo; y me acordaré siempre que, habiendo uno querido excusarse haciendo como que dudaba de la exactitud del cuento, respondió gravemente que de fijo ninguno podíamos saber tanto como ella; y no temió preguntar a Prevan si habíase equivocado en una sola palabra.
He podido creer, pues, a este hombre peligroso para todo el mundo… pero para usted, marquesa, ¿no bastaba que fuese guapo, muy guapo, como usted misma lo dice? ¿que le dirigiese uno de esos ataques que usted gusta de recompensar sin más que por hallarlos bien hechos? ¿Qué, le hubiera parecido bien rendirse por una razón cualquiera? o… ¿qué se yo? ¿Puedo adivinar los cien mil caprichos que rigen la cabeza de una mujer, sólo por lo cual pertenece usted a su sexo? Ahora que está advertida del peligro, ya supongo que saldrá de él fácilmente, pero había que advertirla. Vuelvo, pues, a mi tema: ¿qué ha querido decir?
Si no es más que una broma sobre Prevan, además de larga, es inútil conmigo. En la sociedad es donde hay que ponerlo un poco en ridículo y le renuevo mi ruego a este punto.
¡Ah! Creo haber hallado el quid. Su carta es una profecía, no de lo que usted hará, sino de lo que él la creerá dispuesta a hacer en el momento de la caída que le prepara. Apruebo el proyecto. Pero exige gran cuidado. Usted sabe, como yo, que para el público tener un hombre o recibir sus atenciones, es la misma cosa, a menos que el hombre no sea tonto; y Prevan no lo es ni mucho menos. Con una sola apariencia que alcance, se notará y se dirá todo. Los tontos lo creerán; los malos afectarán creerlo; ¿qué recursos quedarían a usted? Vaya, tengo miedo. No que dude de su habilidad, pero los buenos nadadores se ahogan.
No me creo yo más tonto que cualquiera; medios de deshonrar a una mujer he encontrado ciento, mil; pero cuando me he puesto a buscar cómo podría salvarla, no he visto nunca la posibilidad. En usted misma cuya conducta es una obra maestra, he creído ver cien veces más suerte que buen juego.
Después de todo, tal vez estoy buscando razones a lo que no las tiene y tratando en serio lo que no es de seguro, sino una chanza suya. ¿Usted va a burlarse de mí? bien, sea; pero pronto, y no hablemos de otra cosa. De otra cosa, digo mal, siempre de la misma, de las mujeres a ganar o a perder y a veces de ambas.
Tengo yo aquí, como dice usted, con qué ejercitarme en los dos géneros, pero no con la misma facilidad. Preveo que la venganza correrá más que el amor. Respondo de la joven Volanges; sólo depende de la ocasión, y yo me encargo de originarla. No así con la señora de Tourvel; no concibo a esta mujer desesperante; tengo cien pruebas de su amor; pero mil de su resistencia; temo, en verdad, que llegue a escapárseme.
El primer efecto producido por mi regreso, me auguraba mejor. Adivinará que para juzgar por mí mismo y sorprender los primeros movimientos, llegué de improviso y calculando el momento de que estuvieran a la mesa. Caí de las nubes como las divinidades de ópera en el trance del desenlace.
Entré haciendo ruido para llamar la atención, y pude ver con la misma ojeada el júbilo de mi vieja tía, el despecho de la señora de Volanges y el placer desenfrenado de su hija. Mi bella, que estaba de espalda a la puerta, no volvió siquiera la cabeza; pero yo dirigí la palabra a la señora de Rosemonde, y, a la primera sílaba, la sensible devota dejó escapar un grito, en el que yo creí reconocer más amor que sorpresa o espanto. Vi entonces su cara: el tumulto de su alma, el combate de sus ideas y sus sentimientos, se pintaban en ella de mil modos. Me senté a su lado a la mesa; no sabía que hacía ni que decía. Trató de seguir comiendo; no hubo medio, en fin: antes de un cuarto de hora, su embarazo y su placer aumentados, no halló nada mejor que pedir permiso para levantarse de la mesa, y se escapó al jardín, con pretexto de tomar el aire. La de Volanges quiso acompañarla; la tierna virtuosa no lo consintió; feliz de hallarse sola y entregarse, sin recato, a la dulce emoción de su pecho.
Abrevié yo la comida cuanto pude. Apenas servido el postre, la infernal Volanges, movida, sin duda, del deseo de perjudicarme, se levantó para ir en pos de la encantadora enferma. Yo había previsto el proyecto y lo destruí. Fingí tomar aquel movimiento particular por el movimiento general, y me levanté: la joven Volanges y el cura del lugar hicieron lo propio al ver el doble ejemplo, y mi tía y el comendador de T***, que se quedaban solos, nos siguieron también. Fuimos todos en busca de mi hermosa a quien hallamos en el bosquecillo junto al palacio, y como necesitaba más soledad que paseo, prefirió volver con nosotros a hacernos quedar con ella.
Seguro ya de que la señora de Volanges no hallaría ocasión de hablarle a solas, pensé en ejecutar las órdenes de usted. Después del café subí a mi cuarto, inspeccionando de paso los otros, para reconocer el terreno; tomé mis disposiciones para asegurar la correspondencia de la muchacha y tras este primer beneficio le escribí dos líneas para instruirla y pedirle su confianza; junté al billete la carta de Danceny y salí al salón. Mi bella estaba en una chaise longue en un abandono delicioso.
Este espectáculo, despertando mis deseos, animó mis miradas; comprendí que debían ser tiernas y apremiantes y me coloqué de modo de aprovecharlas. Su primer efecto fue el de haber bajar los grandes y honestos ojos de mi celeste recatada. Primero consideré un rato aquel semblante angelical, luego recorrí toda su persona, adivinando los contornos y las formas a través de un vestido ligero, pero siempre importuno. De los pies volví a la cabeza. La dulce mirada estaba fija en mí; en el acto se bajó de nuevo, y queriendo yo favorecer su vuelta, aparté mis ojos. Entonces se estableció entre ambos esa tácita convención, primer tratado de amor tímido que permite a las miradas sucederse esperando confundirse.
Persuadido de que este nuevo placer ocupaba toda a mi hermosa, me encargué de velar por nuestra común seguridad; pero luego de asegurarme que una conversación muy viva nos salvaba de la observación del círculo, traté de obtener que aquellos ojos hablasen francamente su lenguaje. Sorprendí primero algunas mirarlas, pero con tanta reserva que no podía alarmarse la honestidad y para tranquilizar a la tímida persona, me puse tan azorado como ella. Pero, a poco, nuestros ojos, habituados a encontrarse, se fijaron más tiempo; al cabo no se separaron ya y yo noté en los suyos esa dulce languidez, señal dichosa de amor y deseo; pero sólo un momento: vuelta en sí, cambió, no sin cierta vergüenza, su posición y su mirada.
No queriendo que dudase de que yo me percataba de todos sus movimientos, me levanté con viveza y le pregunté si se hallaba mal. Todo el mundo llegó en seguida a rodearla. Los dejé pasar y como la jovencita Volanges, que bordaba junto a una ventana, necesitaba tiempo para apartarse de su labor, aproveché el momento para dejarle la carta de Danceny. Desde lejos le eché la epístola sobre las rodillas. Ella no sabía qué hacer. Usted se hubiera reído de su aire de sorpresa e inquietud. Yo no me reía, sin embargo, temiendo que tanta torpeza nos perdiera. Una ojeada y un gesto imperativo le hicieron, en fin, comprender que debía guardarse la carta.
Nada de interesante el resto del día. Lo que pasó después, traerá tal vez sucesos de que se alegrará, al menos por lo que hace a su pupila. Pero más vale emplear el tiempo en ejecutar los proyectos que en contarlos. Esta es, además, la octava carilla que escribo y estoy cansado, con que adiós.
Ya supone bien que la niña ha respondido a Danceny
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. También yo he tenido respuesta de mi bella, a quien escribí al día siguiente de mi llegada. Léala usted o no la lea; porque este perpetuo escarceo que ya va dejando de divertirme, debe ser bien insípido para las personas ajenas.
Otra vez, adiós. Siempre amo a usted; pero le prevengo, que si me habla de Prevan, lo haga de modo que yo lo entienda.
En la quinta de…, a 17 de setiembre de 17…
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE TOURVEL
¿De dónde, señora, el cruel cuidado que pone usted en huirme? ¿Cómo mi interés más tierno no obtiene sino procederes que apenas se emplearían con el hombre que más le diera que quejarse? ¡Qué! El amor me trae a sus pies y cuando una dichosa casualidad me coloca a su lado ¿gusta usted de fingir una indisposición y alarma a sus amigos, antes que consentir estar junto a mí? ¡Cuántas veces, ayer, separó sus ojos para privarme del favor de una mirada! Y si un solo instante pude ver menos severidad, tan corto fue, que sólo me dio tiempo a lamentar su pérdida.
No es ése, no, ni el trato que merece el amor, ni el que puede permitirse la amistad. Esa amistad preciosa de que sin duda usted me ha creído digno, pues me la ofreció ¿qué he hecho yo para perderla? ¿me habrá perjudicado mi confianza o me castiga usted por mi franqueza? ¿No teme al menos abusar de la una y de la otra? ¿No es, en efecto, en el seno de mi amiga donde he entregado el secreto de mi alma? ¿No me he creído obligado con ella a rehusar condiciones que me bastaba aceptar para no cumplirlas y abusar en provecho mío? ¿Quiere, en fin, obligarme a creer que hubiera sido mejor engañarla para obtener indulgencia?
No me arrepiento de una conducta que debía a usted y a mí mismo; pero, ¿por qué fatalidad cada acción loable es para mí anuncio de una nueva desgracia?
Después de ocasionar el único elogio que usted se ha dignado hacerme, he tenido que gemir por la primera vez el infortunio de haberla disgustado. Después de probarle mi sumisión perfecta, privándome de la dicha de verla, usted quiso romper toda correspondencia conmigo; quitarme el débil consuelo de un sacrificio que usted exigió y privarme del amor que sólo le había dado tal derecho. Y finalmente, después de hablarle con sinceridad, me huye hoy como a seductor peligroso de perfidia reconocida.
¿No se cansa de ser injusta? Dígame al menos qué nuevos engaños han podido llevarla a tanta severidad y no se niegue a dictarme las órdenes que he de seguir. Cuando me comprometo a obedecerlas ¿es mucho querer saberlas?
En…, a 15 de setiembre de 17…
LA PRESIDENTA DE TOURVEL AL VIZCONDE DE VALMONT
Parece usted, señor, sorprendido de mi conducta y aún en poco está que no me pide cuenta como con derecho a vituperarme. Confieso que me creería más autorizada que usted a quejarme y a asombrarme; pero después de la negativa contenida en su última respuesta, he decidido encerrarme en una indiferencia que no deja lugar a instancias ni reproches. Sin embargo, como me pide aclaraciones, y gracias a Dios nada hay en mí que me impida hacérselas, voy a entrar una vez aún en explicaciones con usted.
Quien leyera sus cartas me creería injusta o rara. Creo merecer que nadie se forme tal idea de mí y que usted, al menos, está en el caso de no adoptarla. Sin duda ha comprendido que necesitando mi justificación, me forzaba a recordar cuanto ha pasado entre nosotros. A lo que parece ha creído tener que ganar en este examen, y como por mi parte no creo perder, al menos, a sus ojos, no temo comenzarlo. Tal vez es éste el único medio de ver quién de ambos tiene derecho a quejarse.