“Tiranos destronados, ahora esclavos míos”.
sí en medio de estas revoluciones frecuentes mi reputación se ha conservado pura, ¿no ha debido usted pensar que, nacida yo para vengar a mi sexo, y dominar el suyo, he sabido crearme arbitrios desconocidos antes?
¡Ah! guarde usted sus consejos y sus temores para esas mujeres frenéticas que se llaman de grandes sentimientos, cuya imaginación exaltada haría creer que la naturaleza ha puesto su sensibilidad en su cabeza; que no habiendo reflexionado jamás, confunden sin cesar el amor y el amante; que, en su loca ilusión, creen que sólo aquel con quien han buscado su placer es el único depositario; y, verdaderamente supersticiosas, acuerdan al sacerdote el respeto y creencia que sólo se deben a la divinidad.
Tema usted también por aquellas que, más vanas que prudentes, no saben en caso necesario consentir en que las abandonen.
Tiemble sobre todo por aquellas mujeres activas, aun cuando están ociosas, que usted llama sensibles, y de las cuales se apodera el amor tan fácilmente y con tanta violencia, que conocen la necesidad de ocuparse siempre de él, aun cuando ya no lo gozan, y que abandonándose sin reserva a la fermentación de sus ideas, crean, por ellas, aquellas cartas tan deliciosas, pero que son tan peligrosas para quien las escribe, y no temen confiar las pruebas de su debilidad al objeto mismo que la causa; imprudentes que no saben ver en su actual amante su futuro enemigo.
Pero ¿qué tengo yo que ver con esas mujeres inconsideradas? ¿Cuándo me ha visto usted separarme de las reglas que me he prescrito, y faltar a mis principios? Digo mis principios, y lo digo con intención; porque no son como los de las otras mujeres, dados por la casualidad, recibidos sin examen, y seguidos por costumbre: son el fruto de mis profundas reflexiones; yo los he creado, y puedo decir que yo misma me he formado.
Introducida en el mundo, a la edad en que, soltera todavía, estaba reducida por mi estado al silencio y a la inacción, he sabido aprovecharme de ambos para observar y reflexionar. Mientras que se me creía aturdida o distraída, yo, escuchando, a la verdad, muy poco los discursos que se me dirigían, ponía gran cuidado en oir los que se me quería ocultar.
Esta útil curiosidad, al mismo tiempo que sirvió para instruirme, me enseñó además a disimular; obligada muchas veces a ocultar los objetos de mi atención a los ojos de los que me rodeaban, probé de guiar los míos según mi voluntad, entonces logré llegar a usar, según me conviene, este modo de mirar distraído que ha loado usted a menudo. Animada con este primer triunfo, procuré reglar del mismo modo los diferentes movimientos de mi semblante. Si tenía algún pesar, estudiaba el modo de darme un aire de serenidad, y aun de alegría, y he llevado mi celo hasta procurarme dolores voluntarios para estudiar durante ellos la expresión del placer. Me he violentado con igual esmero y más trabajo, para reprimir los síntomas de un gofo inesperado. Así he llegado a tomar sobre mi fisonomía este imperio, de que he visto a usted tan admirado algunas veces.
Era yo muy joven todavía, y ofrecía poco interés, mas era dueña de mis pensamientos, y dudaba que pudiesen quitármelos o sorprenderlos contra mi voluntad. Provista de estas nuevas armas, quise ensayarme a usarlas; no contenta con no dejar penetrar mis ideas, me divertía en presentarme bajo diversas formas; segura de mis ademanes, ponía cuidado en mis palabras; arreglaba ambas cosas a las circunstancias, o tal vez, sólo según mis caprichos. Desde aquel momento yo sola sabía mi modo de pensar, y no manifestaba sino el que me era útil.
Este trabajo hecho en mí misma había fijado mi atención sobre la expresión de los semblantes y el carácter de las fisonomías; y con este ejercicio logré alcanzar una seguridad de vista penetrante, de la cual, sin embargo, la experiencia me ha enseñado que no debo fiarme enteramente, pero que, en sus resultados, rara vez me ha engañado.
No tenía aún quince años, ya poseía la habilidad a que la mayor parte de nuestros políticos deben su reputación, y todavía no sabía sino los primeros elementos de la ciencia que quería aprender.
Ya se imagina usted que, como hacen todos los jóvenes, yo procuraba adivinar en qué consistía el amor y sus placeres; pero no habiendo estado nunca en el convento, no teniendo una buena amiga, y vigilada siempre por mi cuidadosa madre, no tenía sino ideas vagas, que no podía fijar; la naturaleza misma, de la que seguramente no he tenido que quejarme después, no me daba todavía ningún indicio. Se hubiera podido decir que trabajaba secretamente en perfeccionar su obra.
Mi cabeza sola fermentaba; no deseaba yo gozar sino saber, y el deseo de instruirme me sugirió los medios.
Comprendí que el único hombre con quien yo podía hablar de esto sin comprometerme, era mi confesor. Al instante tome mi partido, sofoqué mi poco de vergüenza, y acusándome de una falta que no había cometido, le dije que había hecho lo que hacen las mujeres. Estas fueron mis palabras, pero con ellas no sabía yo misma lo que decía. Mi esperanza no fue ni del todo engañada ni del todo satisfecha: el miedo de venderme me impedía iluminarme; pero el buen padre me pintó el mal tan grande, que concebí que el placer debía ser extremo; y al deseo de saber sólo en qué consistía, sucedió el de enterarme por mí misma.
No sé hasta donde me hubiera llevado este deseo; y, falta entonces de experiencia, quizás en una sola ocasión me hubiera perdido: dichosamente para mí. Pocos días después me anunció mí madre que me iba a casar; inmediatamente la certeza de que iba a saber lo que deseaba, apagó la curiosidad, y llegué virgen a los brazos del señor Merteuil.
Esperaba con seguridad el instante que debía instruirme, y tuve necesidad de reflexión, para mostrar embarazo y timidez. Aquella primera noche, de la que por lo general se forma una idea tan cruel o tan dulce, no me presentaba sino la ocasión de ganar experiencia: dolores y placeres, todo lo observaba exactamente, y no veía en estas diversas sensaciones sino hechos que debía recoger y meditar. Este género de estudio llegó a gustarme muy pronto; pero, fiel a mis principios, y conociendo, acaso por instinto, que mi marido debía estar más lejos que ninguno de mi confianza, resolví, por lo mismo que era yo sensible, mostrarme impasible a sus ojos. Esta frialdad aparente fue en lo sucesivo el fundamento más sólido de su ciega confianza; añadí, por nueva reflexión, el aire de aturdimiento que autorizaba mi edad, y nunca me creyó más niña que en los momentos en que yo le alababa con más audacia.
Sin embargo, lo confieso, me dejé arrastrar por el torbellino de este mundo, y me entregué absolutamente a sus fútiles pasatiempos. Pero al cabo de algunos meses, habiéndome llevado el señor de Merteuil a su triste casa de campo, el temor de fastidiarme suscitó de nuevo el gusto por el estudio; y hallándome únicamente rodeada de personas que, por su distancia de ellas a mí, me ponían a cubierto de toda sospecha, aproveché esta circunstancia para abrir mayor campo a mis experiencias. Allí fue donde principalmente me aseguré de que el amor, que nos pintan como la causa de nuestros placeres, no es, a lo sumo, sino el pretexto.
La enfermedad de mi marido interrumpió tan dulces ocupaciones; fue preciso acompañarle a la ciudad, a donde venía a buscar auxilios. Murió, como sabe usted, poco tiempo después, y aunque, en resultado, yo no tenía motivo de quejarme de él, no dejé de apreciar menos vivamente la libertad que iba a dejarme mi viudez, y de la que me proponía aprovechar lindamente.
Mi madre contaba con que volvería al convento o iría a vivir con ella. Yo rehusé uno y otro partido; y sólo consentí, por la decencia exterior, en volver a la misma casa de campo, en donde todavía me quedaban algunas observaciones que hacer. Las fortifiqué por medio de la lectura; mas no crea usted que fue toda de la especie que se la imagina. Estudié nuestras costumbres en los romances, y nuestras opiniones en los filósofos; busqué en los moralistas más severos lo que exigían de nosotros, y así me aseguré de lo que se podía hacer, lo que se debía pensar, y lo que era preciso aparentar. Fijada una vez en estos tres objetos, el último solamente presentaba algunas dificultades para la ejecución; esperé vencerlas, y medité la manera.
Empecé a cansarme de mis rústicos placeres, demasiado uniformes para la actividad de mi cabeza; sentí la necesidad de volverme coqueta, para reconciliarme con el amor, no para experimentarle yo misma, sino para inspirarle y fingirle. En vano se me había dicho, y había yo leído, que no se podía fingir este sentimiento; veía yo, no obstante, que, para conseguirlo, bastaba juntar al ingenio de un autor el talento de un cómico. Me ejercité en ambos géneros, y quizás con algún acierto; pero en vez de buscar los vanos aplausos de los espectadores, resolví emplear en mi dicha particular lo que otros sacrificaban a la vanidad.
Un año se pasó en estas diferentes ocupaciones. Permitiéndome entonces mi luto presentarme en el mundo, volví a la ciudad con mis grandes proyectos, y no esperaba hallar el primer obstáculo que encontré.
Mi larga soledad y mi austero retiro me habían dado un aire de hipocresía, que asustaba a nuestros más agradables galanes, todos se alejaban de mí, dejándome entregada a la multitud de fastidiosos que aspiraban todos a mi mano. La dificultad no estaba en rehusarlos; pero muchas de estas repulsas disgustaban a mi familia, y perdía yo en esto, altercados domésticos el tiempo de que me habla propuesto hacer un uso tan delicioso. Me fue, pues, preciso, para atraerme a los unos y alejar a los otros, hacer patentes algunas inconsecuencias, y emplear en dañar a mi reputación todo el cuidado que pensaba poner en conservarla. Lo conseguí muy fácilmente, como puede usted pensar; pero no estando arrebatada por ninguna pasión, no hice sino lo que creí necesario, y medí con prudencia la dosis de mi aturdimiento.
Luego que logré el fin que deseaba, volví atrás, y atribuí el honor de mi enmienda a una parte de aquellas mujeres que, no pudiendo ya aspirar a gustar por sus gracias exteriores, intentan lograrlo por su mérito intrínseco y sus virtudes. Esta fue una inspiración que me valió más de lo que yo esperaba. Estas dueñas, reconocidas, se declararon mis apologistas, y su esmerado celo por lo que llamaban obra suya fue llevado a tal punto, que, a la menor palabra que alguien se permitiese contra mí, todo el partido de hipocritonas sostenía que era un escándalo, un agravio. Con igual medio adquirí la aprobación de todas nuestras mujeres presuntuosas, que, persuadidas de que yo renunciaba a seguir la misma carrera que ellas, me acogieron por objeto de sus elogios, cuantas veces quisieron probar que no murmuraban de todo el mundo.
Entre tanto, mi conducta precedente había atraído amantes; y para manejarme bien entre ellos y mis infieles protectoras, me presenté como una mujer sensible, pero difícil, a quien el exceso de su delicadeza daba armas contra el amor.
Entonces empecé a desplegar en el gran teatro las habilidades que yo misma había adquirido, y mi primer cuidado fue el de ganar el nombre de invencible. Para lograr este fin, los hombres que no gustaban fueron siempre los únicos de quienes tuve el aire de aceptar obsequios. Me servían útilmente para procurarme el honor de haberles resistido, mientras que me entregaba sin temor al amante que prefería en secreto. Pero a éste no le permitía nunca mi fingida timidez que se presentase en el mundo, y las miradas de todos se fijaban siembre en el amante desgraciado.
Usted sabe cuán pronto me decido. Es porque tengo observado que las atenciones anteridres son casi siempre las que hacen que se conozca el secreto de las mujeres. Óbrese como se quiera, no es el mismo tono antes que después del logro. Esta diferencia no se escapa al observador atento, y he juzgado menos peligroso engallarme en la elección que hacer que se me penetre. Además, gano con esto el impedir las apariencias de verdad, por las cuales únicamente se nos puede juzgar.
Estas precauciones, y la de no escribir jamás, podían parecer excesivas, y yo, sin embargo, jamás las he creído suficientes. Profundizando mi corazón y estudiando el de otros, he visto que no hay nadie que no tenga un secreto que le importe que ninguno sepa; verdad que me parece que la antigüedad ha conocido mejor que nosotros, y de la cual la historia de Sansón podría ser tal vez un ingenioso emblema. Yo, nueva Dalila, he procurado, como ella, emplear todo mi conato en sorprender este secreto importante. Y ¿de cuántos Sansones modernos no he tenido yo los cabellos en la punta de mis tijeras? Por cierto que son los que ya no temo, y los únicos que me he permitido humillar algunas veces. Mas dócil y flexible con los otros, he obtenido su discreción con el arte de volverlos infieles para que no me crean inconstante, con una amistad fingida, una confianza aparente, algunos procederes generosos, y la idea lisonjera, que conserva cada uno, de haber sido mi único amante. En fin, cuando me han faltado estos medios, he sabido, conociendo que iba a romper, sofocar de antemano la confianza que estos hombres peligrosos hubieran podido obtener, ya poniéndolos en ridículo, ya calumniándolos.
Lo que voy diciéndole, me lo ha visto usted practicar continuamente: ¡y ahora duda de mi prudencia! Pues bien; acuérdese de los tiempos en que empezaba a obsequiarme; ningún otro homenaje me había agradado tanto; lo deseaba antes de haberle visto. Seducida con su reputación, me parecía que le necesitaba para completar mi gloria, y ardía en deseos de batirme con usted cuerpo a cuerpo. Es el único de mis gustos que me ha dominado un momento. Sin embargo, si usted hubiera querido perderme, ¿qué medios habría encontrado?; vanos discursos, que no dejan impresión ninguna, que su reputación misma hubiera hecho sospechosos, y una serie de hechos inverosímiles, cuya relación hubiera pasado por un romance mal urdido. A la verdad, después de aquel tiempo, he descubierto a usted todos mis secretos; pero bien sabe cuáles son los intereses que nos unen, y de nosotros dos soy yo quien merece el título de imprudente.
Ya que me he pacto a darle explicaciones, quiero hacerlo con toda exactitud. Desde aquí oigo decirle que estoy a lo menos a la merced de mi doncella; en efecto, si no sabe el secreto de mis sentimientos, sabe el de mis acciones. Cuando usted me habló de ella antiguamente, le respondí sólo que estaba segura de ella; y la prueba de que esta respuesta bastó entonces para su tranquilidad, es que más adelante le ha confiado usted, por cuenta suya, secretos bastante peligrosos. Mas ahora que Prevan le inquieta, y le vuelve el juicio, creo ya no se fiará en mi palabra. Debo, pues, convertirle.