Las amistades peligrosas (47 page)

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Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

Tal vez he logrado ya conocer la causa. Esta idea me complace, y quisiera que fuese verdadera.

En la multitud de mujeres acerca de las cuales he desempeñado hasta el día el papel de amante, no he encontrado ninguna que no deseara tanto, al menos, el ser vencida, como yo deseaba vencerla; estaba yo habituado a llamar prudentes a aquellas que no andaban más que la mitad del camino, en oposición a otras, como defensa provocante apenas cubre sus primeros avances hacia el amor.

Aquí, al contrario, he encontrado una primera prevención desfavorable, fundada por los consejos de una mujer odiosa, aunque inteligente; una timidez natural y extrema, baluarte del pudor; una virtud arraigada, dirigida por la religión, y que tenía ya dos años de triunfo; y al fin, medidas extraordinarias, con el único fin de sustraerse a mis persecuciones.

No es pues, ésta, como mis otras aventuras, una sencilla capitulación más o menos ventajosa, y de la cual más debe aprovecharse que convertir en motivo de orgullo; es una victoria completa, comprada a costa de una campaña penosa, y decidirla merced a sabias maniobras. No es sorprendente que este triunfo, que a mí sólo debo, sea para mí el más amado de todos; y el gran placer que el éxito me produce, no es sino la dulce impresión del sentimiento de la gloria. A este pensamiento me atengo, que me evita la humillación de pensar que pueda depender por un momento del ser a quien he avasallado; que no reside en mí la plenitud de la dicha: y que la facultad de hacerme gozar en toda su energía esté reservada a tal o cual mujer.

Estas reflexiones sensatas regirán mi conducta en tan importante ocasión; y puede usted estar segura que no he de dejarme encadenar hasta el punto de no poder romper estos nuevos lazos a merced de mi capricho. Pero yo le hablo de mi ruptura, y aún ignora usted por qué medios adquirí mi presa: lea, pues, y vea a lo que la prudencia se expone al socorrer a la locura. Tan atentamente estudiaba mis discursos y las respuestas que obtenía, que espero darle unos y otros con una exactitud que espero le agradará.

Verá usted por las dos copias de las cartas adjuntas el mediador que había elegido para aproximarme a mi bella, y con qué celo el santo personaje se ha empleado en unirnos. Lo que aún debo decirle, y que supe por una carta, es que el temor y la humillación de ser abandonada había alterado la prudencia de la austera devota, y había llenado su cabeza y su corazón de sentimientos e ideas que, no por carecer de sentido común, dejan de ser menos interesantes. Después de estos preliminares necesarios, fue cuando, ayer jueves 28, día fijado y concedido por la ingrata, me presenté en su casa como esclavo tímido y arrepentido, para salir vencedor coronado.

Eran las seis de la tarde cuando llegué a casa de la bella reclusa: desde su vuelta, su puerta era inaccesible a todo el mundo. Trató de levantarse cuando se me anunció; pero sus rodillas temblorosas no le permitían continuar de pie, y volvió a sentarse. Como el criado que me había introducido tuvo que detenerse un momento en el departamento para hacer algún servicio, ella parecía impacientada. Llenamos este intervalo con los cumplimientos de rúbrica. Pero para no perder tiempo del cual todo instante era precioso, me dediqué a inspeccionar la habitación, y vi claramente el teatro de mi victoria. Hubiera podido elegir otro más cómodo, porque en esta misma habitación se encontraba una otomana. Pero noté que enfrente de ella había un retrato de su marido; y tuve miedo, lo confieso, que, con una mujer tan especial, una sola mirada a él dirigida podría destruir en un momento la obra de tantos afanes. Al fin quedamos solos, y entré en materia.

Después de haber expuesto en pocas palabras que el padre Anselmo había debido informarla de los motivos de mi visita, me quejé de su rigor y crueldad para conmigo e insistí particularmente sobre el desprecio de que había sido víctima. De ello protestó como yo esperaba, y como usted aguardaba también; fundéme para patentizar este desprecio en la desconfianza y el horror que había inspirado, y en las consecuencias escandalosas, la negativa a responder a mis cartas, y aun a recibirlas, etc., etc. Como comenzase una justificación que hubiera sido fácil de acabar, creí deber interrumpirla; y para hacerme perdonar este giro brusco, lo convertí al punto en adulación. —“Si tantos encantos, añadí, han hecho en mi corazón una impresión tan profunda, tantas virtudes no han subyugado menos mi alma. Seducido, sin duda, por el deseo de aproximarme a ella, osé creerme digno de usted. No le reprocho haberme juzgado de otro modo, pero me castigó de mi error”. Y como ella guardase silencio del embarazo, continué: “He deseado, señora, o justificarme a sus ojos, u obtener de usted el perdón de los errores que me atribuye, a fin de poder al menos terminar con alguna tranquilidad días que serán para mí tan ingratos cuanto usted se niega a embellecerlos”.

Aquí trató de responder: “Mi deber no me lo permitía”. Y la dificultad de acabar la mentira que el deber exigía, no le permitió continuar. Yo repliqué con el tono más tierno: “¿Es cierto que soy yo a quien habéis huido?” —“La marcha era necesaria”. —“Será preciso alejarnos?” —“Es preciso”. —“¿Y para siempre?” —“Sí”. No tengo necesidad de decirle que durante este corto diálogo, la voz de la tierna joven parecía turbada, y sus ojos no se elevaban hasta mí.

Pensé que era preciso animar un poco esta escena, que languidecía; y así, levantándome con aire de despecho: “La firmeza de usted, dije entonces, me devuelve la mía. Pues bien, señora, nos separaremos, aún más de lo que usted piensa; y podrá felicitarse de su obra”. Sorprendida de este tono de reproche, quiso responder: —“La resolución que ha tomado usted…” —“No es más que el efecto de mi desesperación”, repliqué; “usted ha querido que yo sea desgraciado; y yo le demostraré que su triunfo ha sido mayor que sus deseos”. —“Pero la dicha de usted”, respondió. Y el sonido de su voz comenzaba a anunciar una emoción muy fuerte. Me precipité a sus plantas, y con el tono dramático que usted conoce: —“¡Ah, cruel!, exclamé; ¿puede haber para mí una dicha de que usted no participe? ¿Dónde encontrarla lejos de usted? ¡Oh, jamás, jamás!” Confieso que contaba con el recurso de las lágrimas; pero sea por mala disposición del ánimo, sea por la atención penosa y continua que ponía a todo, me fue imposible llorar.

Por dicha, recordé que para subyugar a una mujer todo medio es bueno; y que basta una fuerte impresión para conmoverla hondamente. Apelé al terror toda vez que la sensibilidad no respondía a mi llamamiento; y para eso, cambiando la inflexión de mi voz, y guardando la misma postura: —“Sí, repliqué; lo juro a los pies de usted; que he de poseerla o morir”. Pronunciando estas últimas palabras, nuestras miradas se encontraron. No sé qué creyó ver en las mías la tímida joven; pero se levantó horrorizada, y se escapó de mis brazos, que la tenían asida. Es verdad que yo no hice nada para retenerla; porque he notado que las escenas de desesperación demasiado vivas, se vuelven ridículas cuando el tiempo pasa y no tienen un desenlace trágico, que yo no hubiera tomado nunca. Sin embargo, mientras que ella se defendía de mí, añadí en voz baja y siniestra: “¡Y bien, la muerte!”

Me levanté entonces; y guardando el silencio, la miré como por azar de un modo siniestro y feroz, no sin dejar por ello de observarla bien. El cuerpo tembloroso, la respiración agitada, los músculos contraídos, los trémulos brazos levantados, todo me indicaba que había producido el efecto que buscaba: pero como en el amor todo acaba de cerca, y estábamos bastante lejos, fue preciso aproximarse. Para conseguirlo, pasé de pronto a una aparente tranquilidad, para calmar los efectos de este estado violento, sin debilitar la impresión.

Mi transición fue: “Soy muy desgraciado. He querido vivir para la dicha de usted, y la he turbado. Me inmolo en aras de su tranquilidad y sigo turbándola”. Y añadí con aire más mesurado: “Perdón, señora; poco acostumbrado a las tempestades de las pasiones, sé mal reprimir sus combates. Si a ellas me entrego, piense usted que será la última vez. ¡Ah, cálmese, cálmese!” Y durante este silencio me aproximé insensiblemente.

“Si quiere que me calme —respondió la bella, horrorizada—, permanezca usted también tranquilo”. “Y bien, sí, yo se lo prometo”, le dije. Y añadí con voz débil: “Si el esfuerzo es grande, al menos no será largo. Pero, añadí, he venido para devolverle sus cartas; dígnese tomarlas. Es el último sacrificio que tengo que realizar. No me deje usted nada que pueda debilitar mis ánimos”. Y sacando del bolsillo el precioso paquete: “Helas, aquí, exclamé; pruebas de una amistad falsa y engañosa. Déme ahora usted la señal de abandonarla para siempre”.

Aquí la amante, temerosa, cedió en absoluto a su tierna inquietud: “¿Pero, Valmont, qué tiene usted, qué quiere usted decir? ¿La medida que piensa tomar no es voluntaria? ¿no es fruto de propias reflexiones? ¿no ha aprobado usted el partido necesario que yo debí tomar?” —“Ese partido, respondí, ha decidido del mío”. —“¿Y cuál es?” —“El único que queda; separándome de usted, poner término a mis penas”. —“Pero, respóndame, ¿cuál es?” Aquí la estreché en mis brazos, sin que ella se defendiese; y juzgando, por este olvido de las conveniencias, hasta qué punto era fuerte su emoción: “Mujer adorable, le dije, dejándome llevar por el entusiasmo, usted no tiene idea del amor que inspira; ¡no sabe hasta qué punto fue adorada, y cómo este sentimiento me era más querido que la existencia! ¡Sean sus días dichosos y tranquilos, embelléz-canse de toda la dicha que usted me ha quitado! ¡Págueme usted, al menos, este voto sincero por una lágrima, y crea que el último de mis sacrificios no será el más penoso a mi corazón. Adiós”.

Mientras que hablaba así, sentía su corazón palpitar con violencia; observaba la alteración de su semblante; la veía sofocada por las lágrimas, que apenas caían de sus ojos. Entonces fingí marcharme, y reteniéndome ella con fuerza: “No, escúcheme usted”, exclamó. —“Es preciso que huya de aquí”, repliqué. —“Me escuchará usted”. —“Déjeme”. —“No”, exclamó ella. Tras esta última palabra se precipitó, o más bien cayó desvanecida en mis brazos. Como aún dudase de tan dichoso éxito, fingí un gran horror, pero horrorizándome, la conduje o la llevé al lugar ya designado para campo de mi gloria; y en efecto, no volvió en sí más que sometida y presa ya de su dichoso vencedor.

Hasta aquí, mi hermosa amiga, encontrará usted una pureza de método que le agradará sin duda; y verá cómo en nada me aparto de los principios que deben regir estas guerras, que tanto tienen de común con aquellas que dirigen los grandes capitanes. Júzgueme como a un Turena o a un Federico. He obligado a combatir a un enemigo que buscaba armisticios; he procurado por sabias maniobras buscar terreno y condiciones favorables al combate; he sabido inspirar confianza al enemigo, para alcanzarle en la retirada; he inspirado terror antes de empeñado el combate; nada he confiado al azar; he comenzado la refriega cubierta la salida, para conservar, en caso de derrota, todo lo anteriormente ganado. Esto es, a mi juicio, cuanto puede hacerse; pero después de tan completo triunfo, temo caer en la inacción y la molicie de Aníbal, en las delicias de Capua. Contaré a usted el resto.

Yo esperaba que semejante suceso fuese seguido de las consiguientes lágrimas y lamentaciones de semejantes casos; y noté un cierto recogimiento y confusión que atribuía al estado de alma de la rendida virtud; así, pues, sin ocuparme de estas ligeras diferencias que me parecían puramente accidentales, seguí sencillamente el camino de los consuelos, persuadido de que, como sucede de ordinario, las sensaciones ayudarían al sentimiento, y que una sola acción haría más que todos los discursos, que yo, no obstante, empleaba de continuo. Pero encontraba una resistencia verdaderamente horrible, menos por su exceso que por el modo especial con que se presentaba.

Figúrese usted una mujer sentada, de una rigidez inmóvil, y de un semblante invariable, que no parecía escuchar, ni pensar, ni entender; cuyos ojos fijos dejaban escapar lágrimas continuas, que corrían dulcemente. Tal era madame de Tourvel durante mis discursos; pero cuando trataba de llamar su atención hacia mí por una caricia, por el gesto más inocente, el terror se dibujaba en ella; convulsiones, sollozos y algunos gritos a intervalos, pero ni un solo sonido articulado.

Tal crisis se repitió varias veces, y en aumento, hasta el punto que llegué a temer haber alcanzado una victoria inútil. Volví a los lugares comunes ya empleados: “Está usted desolada porque ha hecho mi felicidad”. A estas palabras la adorable mujer se volvió hacia mí, y su semblante, aunque atónito, volvió a adquirir su expresión celestial. “¿La dicha de usted? ¿Usted es dichoso?” Redoblé mis halagos. “¿Y dichoso por mí?” Mientras que yo le hablaba todos sus miembros palpitaban; cayó muellemente en su asiento, abandonándome una mano que osé estrechar entre las mías. “Siento, dijo, que esta idea me consuela y me alivia”.

Una vez conocido el camino no lo abandoné; era realmente el seguro, y tal vez el único. Cuando intenté otro triunfo, encontré alguna resistencia, y mi experiencia ya me hizo circunspecto; pero clamando en mi auxilio esta misma idea de mi dicha, sentí pronto sus favorables efectos.

“Tiene usted razón, me dijo; no puedo soportar más mi existencia, sino para que ésta constituya su dicha. A ella me consagraré con el alma; desde este momento me entrego a usted, y no tendrá por parte mía, ni queja, ni negativa”. De modo tan sencillo y candoroso aumentó mi placer al decidirse a participar de él conmigo. La embriaguez fue completa y recíproca; y por primera vez, la mía sobrevivió al placer. Abandoné sus brazos para caer a sus plantas de rodillas, jurándole un amor eterno; y he de confesarlo, en aquel momento creía sentir lo que decía. Al fin, aun después de separados, su idea me persigue, y me cuesta trabajo el apartarme de ella.

¡Ah! ¿por qué no se encontrará usted aquí para compensar el encanto del triunfo con la recompensa?

Pero no perderé nada por esperar, ¿no es cierto? Aguardo confiado, como convenido entre nosotros, el feliz arreglo que le he propuesto en mi última carta. Ya ve usted que mis asuntos marchan tan bien, que en breve podré dedicarle una buena parte de mi tiempo. Apresúrese, pues, a despachar al imbécil de Belleroche; abandone al empalagoso Danceny, y ocúpese de mí. Pero ¿qué hace usted en el campo, que ni siquiera me responde? De buena gana le reñiría. Pero la dicha conduce a la indulgencia. Acuérdese que el nuevo amante no quiere perder ningún derecho de los antiguos que el amigo gozaba…

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