Las amistades peligrosas (50 page)

Read Las amistades peligrosas Online

Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

Adiós, mi querida, mi respetable, mi indulgente amiga. Quisiera en vano escribirle más tiempo; pero se aproxima la hora en que me ha prometido venir, y toda idea me abandona. ¡Perdón! pero usted desea mi felicidad, y es tan grande en este momento, que todo lo llena en mí.

París, 7 noviembre 17…

CARTA CXXXIII

EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL

¿Cuáles son, pues, mi querida amiga, los sacrificios de que me juzga incapaz usted, y cuyo premio sería el agradarle? Comuníquemelos, y si dudo un momento en ofrecérselos, rehuse el homenaje. ¡Cómo me juzgara usted desde hace algún tiempo, si, aun con tanta indulgencia, duda de mis sentimientos o de mi energía! ¡Sacrificios que yo no podría o no querría realizar! ¿Me cree subyugado, enamorado? Y el premio que ha puesto al éxito, ¿cree usted que lo atribuyo a la persona? Gracias a Dios no he llegado a este extremo, y me comprometo a demostrarlo; sí, yo lo demostraré, aun cuando sea con respecto a madame de Tourvel. Seguramente, después de esto no debe quedar duda alguna a usted.

He podido, creo, sin comprometerme, conceder algún tiempo a una mujer que, al menos, tiene el mérito de no parecerse a las demás. Tal vez la época poco animada en que esta aventura ha tenido lugar, me ha hecho entregarme a ella demasiado; y ahora que todavía no comienza a bullir la sociedad, hace que de ella me ocupe casi por entero. Pero piense usted que aún no hace ocho días que gozo del fruto de tanto tiempo de afanes y desvelos. Más tiempo he dedicado a mujeres que valían mucho menos, y que habían logrado a menor costo; y usted no me inculpaba por ello.

Además, sepa cual es la causa de mi excesivo interés en el asunto: esta mujer es naturalmente tímida; en un principio dudaba constantemente de mi dicha, y esta duda era bastante para turbarla: de modo que apenas comienzo a juzgar hasta dónde llega mi poder en este género de mujeres. Era algo que deseaba conocer, y la ocasión no ha de presentarse muchas veces.

Desde luego, para muchas mujeres, el placer es siempre el placer, y nada más; y cerca de éstas, por grandes que sean nuestros títulos, no somos nunca más que factores, cuya actividad constituye todo el mérito, y para las cuales quien hace más es quien hace mejor.

En otras mujeres, las más quizás, la celebridad del amante, el placer de arrebatarlo a una rival, el temor de perderlo a su vez, lo ocupan todo; nosotros, más o menos, aceptamos la misma clase de placer; pero es más hijo de las circunstancias que del amor. Gozan por nosotros, pero no de nosotros.

Me hacía falta encontrar una mujer delicada y sensible, que sólo se inspirase en el amor, y que no viese en el amor más que su amante; cuya emoción, lejos de seguir la ruta ordinaria, partiese siempre del corazón, para llenar a los sentidos; que yo la he visto, por ejemplo (y no hablo del primer día) salir del placer desconsolada, y encontrar la voluptuosidad en una palabra que brotaba del alma. Fuerza era que reuniese este candor natural, y que se permitiese disimular cualquier impulso del corazón. Convencerá usted en que tales mujeres son raras; yo creo que sin ella no se hubiera encontrado este placer inefable.

No sería extraño que me retuviera más tiempo que otra; y si el trabajo que quiero realizar en ella exige que la haga dichosa, perfectamente dichosa, ¿a qué rehusarla? Pero de que el espíritu se ocupe no se deduce que el corazón sea esclavo. Así, el premio que yo reclamo a esta aventura, no me impedirá correr otras, y dejarla por otras más gratas.

Soy tan libre, que ni aun siquiera he abandonado a la pequeña Volanges, que tan poco me preocupa. Su madre la llevará a la ciudad dentro de unos días: desde ayer he sabido asegurar mis comunicaciones; algún dinero al portero y algunas flores a la mujer han asegurado la cosa. ¿Concibe usted que Danceny no ha sabido encontrar medio tan sencillo? ¡Y que se diga luego que el amor hace ingeniosos a los hombres! Embrutece, por el contrario, a aquel a quien domina. ¡Y no sabré yo defenderme! Esté usted tranquila. Entregaré también a la joven pensionista a su discreto amante cuando usted lo ordene. Ya me parece que usted no tendrá razones para impedírselo; y en cuanto a mí, no tengo inconveniente en hacer este servicio señalado al pobre Danceny. Es, en verdad, lo menos que le debo por todos los que ha hecho. Ahora tiene la gran inquietud de saber si será recibido en casa de madame de Volanges; yo le calmo diciéndole que de un modo o de otro, yo haré su felicidad uno de estos días: entre tanto, sigo ocupándome de la correspondencia que quiere reanudar al regreso de su Cecilia. Tengo ya diez cartas suyas, y tendré aún una o dos antes del dichoso día. ¡Fuerza es que el muchacho se entretenga en algo!

Pero dejemos la infantil pareja, y volvamos a nosotros; que pueda ocuparme sólo de la dulce esperanza que deja la último carta de usted. Sí; sin duda usted me retendrá, y no le perdonaré que dude de ello. ¿He cesado yo alguna vez de ser constante con usted? ¿Nuestros lazos se han roto alguna vez? Nuestra pretendida ruptura no fue más que un error de nuestra imaginación: nuestros sentimientos nuestros intereses son los mismos. Semejante al viajero que vuelve desengañado, reconozco que había dejado la dicha para correr en pos de la esperanza; y diré como Harcourt:

“Mientras que más vivo entre extranjeros, amo más a mi patria”. No combata usted la idea, o más bien el sentimiento que me eleva a usted; y después de haber ensayado todos los placeres, gocemos de la dicha de conocer que ninguno de ellos es comparable al que volveremos a encontrar más delicioso aún.

Adiós, mi encantadora amiga. Consiento en esperar su vuelta, pero piense en lo mucho que la deseo.

París, 8 noviembre 17…

CARTA CXXXIV

LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT

¡En verdad, vizconde, usted es lo mismo que los niños, delante de los cuales no se puede decir nada! ¡A quienes no es posible enseñarles nada de que no se apoderen al punto! Una simple idea, no obstante advertiros la poca importancia que a ella daba, aprovecha usted para hacer de ella el fondo de mi carta; y trata de comprometerme cuando yo eludo todo compromiso, tratando de que comparta con usted sus deseos ilógicos. ¿Es generoso por parte de usted hacerme soportar todo el fardo de la prudencia? Le repito que el arreglo que me propone es completamente imposible. Aunque usted empleara toda la generosidad que muestra en este momento, ¿cree acaso que yo no tengo también mi delicadeza, y que pueda aceptar sacrificios que le perjudiquen?

Sí, es verdad, vizconde; usted se engaña en cuanto al sentimiento que siente por madama de Tourvel. Es amor, créame, o no existe el amor: lo niega usted por cien modos, pero lo prueba por mil. ¿Qué especie de extraño subterfugio es ese con que usted se miente a si mismo (y lo creo sincero para conmigo) que lo lleva al deseo de guardar a esa mujer, deseo que en vano sabrá disimular usted?

¿No se diría que usted no ha hecho jamás dichosa a mujer alguna? Y a fe que anda desmemoriado… Pero no, no esto, vizconde. El corazón perturba el ingenio, amigo mío, y le obliga a pagarse de menguados y pobres razonamientos: pero, a quien interesa el no engañarme en el asunto, soy poco fácil de contentar.

Así, pues, reconociendo su cortesía, que omite las palabras desagradables para mí, observo que, sin que usted sin duda lo note, conserva en el fondo las mismas ideas. Ya no es, en efecto, la adorable, la celestial madame de Tourvel, pero es en cambio la mujer extraña, delicada y sensible, y esto a exclusión de todas las demás: una mujer rara, en fin, como sin duda no se encontraría otra. Es el encanto desconocido que no es el más fuerte. Y bien, sea: pero puesto que usted no lo había encontrado hasta ahora, es de creer que no lo encontrará en lo sucesivo; la pérdida de madame de Tourvel sería irreparable. Si estos no son síntomas de amor, hay que renunciar a encontrar otros.

Sepa usted que por esta vez le hablo sin enfado. Me he prometido no alterarme en nada en este asunto; pudiera ser causa de perturbación y torpeza. Créame, pues, seamos amigos, y no más. Agradézcame pues mi valor para defenderme; y digo valor, porque a veces precisa aún para no incurrir en lo que a todas luces parece un desatino.

Sólo para convencerlo de cuánta razón me abona, amigo vizconde, voy a contestar a su pregunta sobre los sacrificios que yo le exigiría, y que usted seguramente no podría cumplir. Me sirvo de la palabra exigir, porque creo que usted encontrará seguramente exigencia, y grande, en cuanto voy a decirle: pero, ¡tanto mejor! Lejos de incomodarme le quedaré agradecida. No quiero disimular con usted, aunque tal vez debiera.

Exigiría, pues, ¡oh crueldad! que la extraordinaria, la admirable madame de Tourvel no fuera para usted más que una mujer vulgar, una mujer tal como es; porque, fuerza es no dejarse engañar; el encanto que a veces encontramos en el prójimo, se encuentra en nosotros mismos; y únicamente el amor realiza este fenómeno embelleciendo el objeto amado. Yo sé que usted sabría prometerme, jurarme el cumplimiento de esto que sería imposible, pero yo no creería en discursos vanos. Únicamente su conducta juzgada en todos sus aspectos habría de convencerme.

No sería esto todo, también sería caprichosa. El sacrificio que usted me ofrece de la pequeña Cecilia no sería aceptado por mí. Al contrario, le pediría que continuase con tan penoso servicio hasta nueva orden mía; tal vez por abusar de mi imperio, tal vez más justa e indulgente, júzguelo como quiera, me contentaría con disponer de los sentimientos de usted, sin contrariar sus placeres. De todos modos, querría ser obedecida, y mis órdenes serían severas.

Tal vez entonces me conceptuara deudora de agradecimiento; ¡quién sabe! tal vez me decidiera a la recompensa. Seguramente entonces abreviaría una ausencia que me sería insoportable… Volvería a verlo, vizconde; pero ¿cómo?… Recuerde usted que esto no es más que una conversación, simple relato de un proyecto imposible.

¿Sabe que mi proceso me inquieta bastante? He querido conocer cuáles eran mis fuerzas. Los abogados me citan muchas leyes, autoridades, según ellos, y no encuentro en realidad tanta razón y justicia en favor mío. Casi me arrepiento de haber rehusado la transacción que se me propuso. Algo me tranquiliza, sin embargo, pensar en la destreza de mi procurador, la elocuencia de mi abogado y la belleza de la litigante. Si estos tres factores fallaran, fuerza sería cambiar el régimen vigente de raíz, y ¡adiós el respeto a las viejas costumbres!

El pleito es la única causa que me detiene aquí. El de Belleroche está ganado, libre de costas. Le devolveré la libertad no bien llegue a la ciudad. Le haré este doloroso sacrificio, y me consuela el que sabrá agradecérmelo.

Adiós, vizconde, escríbame con frecuencia: el relato de los placeres de usted distraerá mis ocios de fastidio y monotonía.

Castillo de… 11 noviembre 17…

CARTA CXXXV

LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE ROSEMONDE

Procuro escribirle, y no sé si podré conseguirlo. ¡Ah, cuando pienso en que mi carta anterior expresaba el colmo de la alegría! Es el colmo de la desesperación el que ahora me agobia; el que no me deja fuerzas para sentir mis dolores, y que impide expresarlos.

Valmont… Valmont no me ama; no me ha amado nunca. El amor no desaparece así. Me engaña me vende y me ultraja. Todos cuantos infortunios y humillaciones pueden sufrirse me hieren hoy, ¡y todos vienen de él!

Other books

Chester Himes by James Sallis
Dangerous Secrets by Katie Reus
Samurai's Wife by Laura Joh Rowland
The Half-Life of Planets by Emily Franklin
A Wicked Deed by Susanna Gregory