No crea usted que es una simple suposición; estoy lejos de sospechar nada. No tengo la dicha de poder dudar. Lo he visto; ¿qué podría decirme para justificarse?… Pero nada le importa; no lo intentará siquiera… ¡Desgraciada! Inútiles eran mis lágrimas y mis reproches; ya no se ocupa de mí.
Es verdad que me ha sacrificado, abandonado, y ¿a quién?, a una mujer despreciable. Pero ¿qué digo?, yo he perdido todo derecho a despreciar. Ella ha faltado menos a sus deberes, es menos culpable que yo. ¡Oh, cuán dolorosa es la pena que se apoya en el remordimiento! Siento que aumentan mis tormentos. Adiós mi querida amiga; por indigna que yo sea de su piedad, usted la tendría de mí si me viera sufrir.
Pero al leer mi carta, noto que no le digo nada de lo ocurrido; quiero hacer valor para contarle el suceso. Ayer, por primera vez después de mi vuelta, debía cenar fuera de casa. Valmont vino a verme a las cinco; jamás lo encontré más tierno. Me hizo conocer que mi proyecto de salir le contrariaba, y decidí en consecuencia permanecer en casa. Sin embargo, dos horas después, y de repente, su aspecto y tono cambiaron sensiblemente. Ignoro en qué pudiera disgustarle; de todos modos, al poco fingió recordar un asunto que le obligaba a abandonarme, y se fue, no sin haberme manifestado un gran sentimiento, que me pareció tierno y sincero.
Juzgué después más conveniente cumplir mi proyecto de salir, puesto que el permanecer en casa era ya inútil. Acabé mi tocado, y tomé el coche. Desgraciadamente mi cochero me hizo pasar ante la ópera, y me encontré detenida por la aglomeración de gente que salía; y noté a cuatro pasos de mí, y en la misma fila, el coche de Valmont. Latíame el corazón, pero no de temor; y mi único deseo era que mi coche avanzase. El suyo, por el contrario, se vio obligado a retroceder, y se puso al lado del mío. Avancé al momento para asomarme, y ¡cuál no sería mi sorpresa al encontrar a su lado una joven, bien conocida como tal! Me retiré, como usted supondrá; pero lo que a usted costará trabajo creer, es que esa misma joven, instruida sin duda por una odiosa confidencia, no abandonó la portezuela del coche, ni cesó de mirarme, riendo a carcajadas del modo más cínico e insultante.
En mi anonadamiento, me dejé conducir a la casa en que debía cenar; pero me fue imposible permanecer allí; me sentía a cada instante próxima a desvanecerme, y sobre todo no podía contener mis lágrimas.
Al entrar escribí a M. de Valmont, y le envié mi carta al punto: no estaba en su casa.
Buscando a toda costa salir de tan mortal estado, o confirmarlo para siempre, mandé orden de esperarlo en su casa: pero antes de las doce de la noche mi criado volvió, diciéndome que el cochero, que había vuelto, le dijo que su amo no volvería aquella noche.
Esta mañana pensé que no me quedaba más recurso que devolverle sus cartas, y rogarle que no vuelva más por mi casa. He dado órdenes en consecuencia, pero serán inútiles.
Son las doce del día, y aún no ha venido, ni he recibido una letra suya.
Ahora, querida amiga, nada tengo que añadir; ya está instruida, y usted conoce mi corazón. Mi única esperanza es no afligir por mucho tiempo ya la sensible amistad de usted.
París, 15 noviembre 17…
LA PRESIDENTA DE TOURVEL AL VIZCONDE DE VALMONT
Sin duda, señor, después de lo que ha pasado ayer, usted no esperaba ser recibido en mi casa; y sin duda tampoco lo deseaba. Esta carta no tiene menos por objeto rogarle que no vuelva que pedirle cartas que no debieron existir, y que si han podido interesarle un momento, como prueba de la pasión que supo despertar, serán hoy sin duda indiferentes, puesto que ya no expresan más que un sentimiento que usted ha destruido.
Conozco y confieso mi error al tener en usted una confianza de la que tantas otras antes que yo habían sido víctimas: a nadie acuso, yo soy tan sólo la culpable; pero creía al menos no haber merecido ser abandonada por usted al desprecio y al insulto. Creía que sacrificándolo todo a usted, y perdiendo por usted mis derechos a la estima de los demás y de la mía, podría esperar que no me juzgara más severamente por todo el mundo, cuya opinión aún separa la mujer débil de la mujer depravada y envilecida. Estas faltas son las únicas de que lo culpo; callo las del amor: su corazón no entenderá sin duda al mío.
Adiós, señor.
París, 15 noviembre 17…
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE TOURVEL
Acabo de recibir, señora, su carta; he temblado al leerla, y apenas si me queda fuerza para responder. ¡Qué horrible idea tiene usted de mí! ¡Ah! sin duda yo he cometido errores; y tales que no me los perdonaré en mi vida, aun cuando usted los cubra con su indulgencia. Pero los que me reprocha han estado siempre muy lejos de mi alma. ¡Quién, yo! ¡humillarla, ultrajarla, cuando la respeto tanto como la amo; cuando no he conocido el orgullo hasta que usted me juzgó digno de sí! Las apariencias la han engañado; y convengo en que no han podido serme menos favorables; pero ¿no tenía usted en el corazón lo que es bastante para combatirlas? ¿Cómo no se ha rebelado a la sola idea de dudar del mío? Usted lo ha creído, sin embargo. Así, no solamente me ha juzgado capaz de tan atroz delirio, sino que ha temido exponerse a todo por sus bondades para conmigo. ¡Ah! Si usted se encuentra degradada hasta este punto por su amor, yo soy el más vil de los hombres a sus ojos.
Agobiado por el dolor que esta idea me causa, pierdo en dolerme de ella el tiempo que debiera emplear en destruirla. Lo confesaré todo; otra consideración me detiene aún. ¿Será preciso relatar hechos que yo quisiera anonadar, y fijar la atención de usted y la mía en un momento de error que quisiera borrar aunque fuera a costa de toda mi vida, cuya causa aún no concibo, y cuyo recuerdo será humillación eterna? ¡Ah! si acusándome debo excitar la cólera de usted, no tendrá sin duda que buscar lejos la venganza; le bastará entregarme a mis remordimientos.
Sin embargo, ¿quién lo creería? este suelo tiene como causa primera el poderoso encanto que siento cerca de usted. Por él olvidé durante mucho tiempo un asunto importante, y que no debió aplazarse. La abandoné demasiado tarde, y no encontré a la persona que buscaba. Esperaba encontrarla en la ópera, y mis gestiones fueron igualmente infructuosas. Allí encontré a Emilia, a quien había conocido en una época en que ni a usted ni al amor conocía; no tenía su coche, y me rogó que la acompañase a su casa. No vi en ello consecuencia alguna, y consentí. Y entonces fue cuando la encontré a usted, y comprendí al punto que me juzgaría culpable.
El temor de afligirla es tan poderoso en mí, que fue notado al punto. Confieso que traté de impedir a esa joven que se asomase; pero esta precaución de la delicadeza se ha vuelto contra el amor. Acostumbrada, como todas las de su estado, a no confiar de su imperio, siempre usurpado, más que por el abuso que hacen de él, no pudo menos de aprovechar esta ocasión para el escándalo. Y mientras más notaba mi embarazo, más quería mostrarse; y su loca alegría (me avergüenza pensar que usted se crea objeto de ella) no tenía otra causa que la pena cruel que yo sentía por mi amor y mi respeto.
Hasta ahora, como verá, yo soy más desgraciado que culpable; y estos errores, que serían los de todo el mundo y los únicos de que usted me cuba, no existen, no pueden ser reprocharlos. Pero usted calla en vano los del amor: no guardaré sobre ellos el mismo silencio; un gran interés me obliga a romperlo. No puedo yo, sin duda, sin un dolor inmenso, abordar este asunto. Penetrado de mis errores, consentiría en sufrir la pena, o esperaría el perdón del tiempo, de mi eterna ternura y de mi arrepentimiento. Pero ¿cómo callarme, cuando lo que queda por decirle sólo importa a su delicadeza?
No crea usted que trato de ocultar o paliar mi falta; me confieso culpable. Pero no confieso, no confesaré jamás que este error humillante pueda ser considerado como una falta de amor. ¡Qué puede haber de común entre una sorpresa de los sentidos, entre un momento de olvido de sí mismo, seguidos de la vergüenza y el remordimiento, y un sentimiento puro, que no puede nacer más que en un alma delicada, y sostenerse por la estima, cuyo fruto es la dicha! ¡Ah; no profane así usted el amor! Tema profanarse a sí misma, uniendo en un mismo concepto lo que es por naturaleza inseparable. Deje a las mujeres viles y degradadas temer una rivalidad que conocen poder establecerse, experimentar los tormentos de celos igualmente crueles y humillantes. Aparte usted los ojos de tan abyecto espectáculo; y pura como la divinidad, castigue la ofensa sin sentirla.
Pero ¿qué pena podría imponerme usted que sea más fuerte que la que siento? ¿Qué puede compararse al pesar de haberla enojado; a la desesperación de haberla afligido, a la idea de haberla ofendido, haciéndome indigno de su amor? Usted trata de castigarme, y yo le pido consuelos: no porque los merezca, porque los necesito, y sólo de usted pueden venirme.
Si olvidando de repente mi amor y el suyo, destrozando nuestra mutua ventura, quisiera usted entregarme a un dolor eterno, derecho le sobra, sin duda, para ello: castígueme, señora: pero si, más indulgente o más sensible, usted recuerda los tiernos sentimientos. que nuestros corazones unían; aquella voluptuosidad del alma, siempre naciente, y siempre y cada vez más intensamente sentida; los dulces, venturosos días que mutuamente nos debíamos; aquellos bienes y delicias del amor, que en vano se buscarían fuera de él, tal vez prefiera hacerlos renacer a destruirlos para siempre. ¿Qué le diré yo? Todo lo he perdido; perdido por mi culpa; pero de sus manos aún puedo recibirlo todo. Usted decida. Ayer juraba que mi dicha era segura mientras dependiera de usted. ¡Ah, señora, usted me abandona a una eterna desesperación!
París, 15 de noviembre 17…
EL VIZCONDE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL
Persisto, hermosa amiga; no, no estoy enamorado; y no es culpa mía si las circunstancias me obligan a desempeñar el papel de tal. Acceda usted a mis ruegos; vuelva, y verá pronto por sí misma toda mi sinceridad. Ayer hice mis pruebas, y la confianza vuelve a mi ánimo.
Estuve en cosa de la tierna joven, sin que ningún otro asunto me preocupase: porque la pequeña Volanges, a pesar de su estado, debía pasar la noche en el baile infantil de madame V***. El ocio me había exigido de ella un pequeño sacrificio; pero apenas me fue concedido, el placer que me prometía fue turbado por la idea de este amor a que usted se obstina en condenarme, o a reprocharme al menos; de suerte, que no experimenté otro deseo que el convencerme, y convencerla también, de que sólo se trata de una simple calumnia que usted me dirige.
Formé un partido extremo; y con un pretexto bastante trivial abandoné a la hermosa, sorprendida y atónita, y sin duda aún más afligida. Pero yo me encaminé tranquilo a la Ópera, en busca de Emilia; y ella podrá dar cuenta a Ud. de cómo hasta la mañana, en que nos hemos separado, ningún pesar ha turbado nuestros placeres.
Tenía, sin embargo, verdaderos motivos de inquietud, si mi perfecta indiferencia no me detendiera: porque sabrá que apenas salido de la Ópera, llevando a Emilia en mi coche, el de la austera devota vino a colocarse paralelo a él, y que la aglomeración nos detuvo más de cinco minutos frente por frente nuestras respectivas portezuelas. Nos veíamos como en pleno día; no había, pues, medio de escapar.