Cuidará usted, ante todo, de ver de mi parte al señor presidente de… y de conferenciar con él. Yo no le escribo, pues no tengo ánimo más que para entregarme a mi dolor por completo. Usted le presentará mis disculpas y le enseñará esta carta.
Adiós, mi querido Bertrand; le alabo y doy gracias por sus buenos sentimientos y soy su afectísima.
Castillo de…, 8 de diciembre de 17…
LA SEÑORA DE VOLANGES A LA SEÑORA DE ROSEMONDE
Sé, mi querida amiga, que ya ha tenido usted noticia de la pérdida que acaba de sufrir; yo conocía su ternura por monsieur de Valmont, y comparto sinceramente la aflicción que la embarga. Me apena, en verdad, tener que añadir nuevos pesares a los que padece; pero, ¡ay! ya no le queda por dar a nuestra desgraciada amiga sino lágrimas. La hemos perdido a las once de la noche. Por una fatalidad, que parece unida a su suerte, y que parecía también burlarse de toda precaución humana, el corto intervalo de tiempo que ha sobrevivido a monsieur de Valmont, sólo le ha servido para conocer la infausta nueva de su muerte; y, como ella misma ha dicho, no ha podido sucumbir abrumada por el peso de sus desgracias hasta que se ha colmado la medida.
En efecto, sabe usted que hace dos días que estaba sin conocimiento; y aún ayer por la mañana, cuando llegó el médico y nos acercamos a su cama, no conoció a ninguno y no pudimos obtener de ella ni una palabra ni un gesto. Pues bien, apenas volvimos cerca de la chimenea, y mientras el médico me daba la triste noticia de la muerte de monsieur de Valmont, esta infortunada mujer recobró su conocimiento, ya porque la naturaleza obrase tal transformación por sí sola, ya porque el oír las palabras Valmont y muerto hayan podido recordar a la enferma las únicas ideas que le preocupaban desde hace mucho tiempo.
Sea de esto lo que quiera, corrió precipitadamente las cortinas de la cama gritando: “¡Qué! ¿Qué dice vuestra merced? ¿Monsieur de Valmont ha muerto?” Traté de hacerla creer que se había engañado y le aseguré que había entendido mal; pero lejos de convencerse, exigió al médico que volviese a empezar el doloroso relato; y como yo tratase aún de disuadirla, me llamó y me dijo en voz baja: “¿Por qué querer engañarme? ¿No estaba ya muerto para mí?” Fue necesario acceder.
Nuestra desgraciada amiga oyó al principio con aire bastante tranquilo; pero poco después interrumpió el relato diciendo: "Ya sé bastante." Pidió en seguida que se le corriesen las cortinas; y cuando el médico quiso de nuevo acercarse a ella para prodigarle los cuidados que su estado exigía, no permitió que se le acercase.
En cuanto el médico salió despidió igualmente a sus doncellas; y cuando estuvimos solas, me rogó que le ayudase a arrodillarse en la cama y que la sostuviera. Así permaneció algún tiempo, silenciosa y sin otra expresión que la de las lágrimas que corrían en abundancia por su rostro. Por último, juntando las manos y elevándolas hacia el cielo, dijo con voz débil, pero ferviente: “Dios Todopoderoso, me someto a tu justicia, pero perdona a Valmont. Que mis desgracias, que yo reconozco haber merecido, no sean motivo de acusación para él y bendeciré tu misericordia”. Me permito, querida amiga, entrar en estos detalles en asunto que no dudo renovará y agravará los dolores que la atormentan, porque creo que esta oración de madame de Tourvel ha de llevar al alma de vuestra merced algún consuelo.
Después que nuestra amiga elevó esta corta plegaria, volvió a caer entre mis brazos; y apenas volvió a acomodarse en el lecho, cuando se apoderó de ella un largo abatimiento que no resistió, sin embargo, a los remedios ordinarios. Tan pronto como recobró el conocimiento me pidió que mandase a buscar al padre Anselmo, y añadió: “Éste es el único médico que necesito ahora; siento que pronto acabarán mis males”. Se quejaba mucho de opresión y hablaba difícilmente.
Poco tiempo después ordenó a su doncella que me entregara una cajita que envío a usted, que me dijo que contenía papeles suyos; y me encargó que se la entregara en cuanto ella expirase
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. En seguida hablóme de usted y de su amistad hacia ella, tanto como su situación se lo permitía y con mucha ternura.
El padre Anselmo llegó hacia las cuatro y permaneció solo con ella cerca de una hora. Cuando volvimos a entrar, el semblante de la enferma estaba tranquilo y sereno; pero era fácil ver que el padre Anselmo había llorado mucho. Se quedó para asistir a las últimas ceremonias de la Iglesia. Este espectáculo, siempre tan imponente y doloroso, lo era entonces más por el contraste que ofrecía la tranquila resignación de la enferma, con el dolor profundo de su venerable confesor que se anegaba en lágrimas junto a ella. La emoción fue general, y mientras todos la llorábamos, ella no derramaba ni una lágrima siquiera.
Invirtióse el resto del día en las preces de ritual, que no fueron interrumpidas más que por los frecuentes desvanecimientos de la enferma. Por fin, hacia las once de la noche, me pareció más molesta y angustiada. Tendí la mano para buscan su brazo; ella tuvo todavía fuerzas para tomarla y la estrechó contra su corazón. Ya no sentí sus latidos; y, en efecto, nuestra desgraciada amiga expiró en aquel mismo momento.
Usted recuerda, mi querida amiga, que en el último viaje que aquí hizo, hace menos de un año, hablando de algunas personas cuya felicidad nos parecía más o menos asegurada, nos detuvimos con complacencia en examinar la suerte de esta mujer misma, cuyo fin desgraciado lloramos ahora. Tantas virtudes, cualidades recomendables y atractivos; un carácter tan fácil y tan dulce; un marido a quien ella amaba y de quien era correspondida; una sociedad donde se divertía y de la que hacía las delicias; belleza, juventud, fortuna; tantas ventajas reunidas se han perdido por una sola imprudencia. ¡Oh, Providencia! ¡Fuerza es admirar tus decretos! Pero, ¡cuán incomprensibles son! Me detengo; temo aumentar su tristeza entregándome a la mía.
La abandono a usted para visitar a mi hija que está un poco indispuesta. Al saber esta mañana por mi conducto una muerte tan inesperada de dos personas de su amistad, se ha puesto mala y la he hecho guardar cama. Espero, sin embargo, que esta indisposición no tenga consecuencia. A sus años no se tiene aún la costumbre del dolor, y estas impresiones son más vivas y fuertes. Esta sensibilidad tan activa es, sin duda, una cualidad laudable; pero, ¡de qué modo todo lo que vemos nos enseña a temerla!
Adiós, mi querida y digna amiga.
París, 9 de diciembre de 17…
EL SEÑOR BERTRAND A LA SEÑORA DE ROSEMONDE
Señora: a consecuencia de las órdenes que vuestra merced ha tenido a bien comunicarme, he tenido la honra de ver al señor presidente de… y le he enseñado la carta de vuestra merced, previniéndole que, según sus deseos, obraría conforme a los consejos que él me diese. Este respetable magistrado me ha encargado que llame la atención de vuestra merced sobre lo mucho que perjudicaría a la buena memoria de su sobrino, cuya honra padecería sin duda por la sentencia del tribunal, la causa que intenta contra el caballero Danceny. Su opinión es, pues, que vuestra merced debe abstenerse de toda gestión; y que si hay algo que hacer es, por el contrario, tratar de evitar que el ministerio público tenga conocimiento de esta desgraciada aventura que ya ha cundido demasiado. Estas observaciones me han parecido muy prudentes, y yo he decidido esperar nuevas órdenes de vuestra merced.
Permítame, señora, que le suplique que, aI tiempo de transmitírmela, me dé noticias acerca del estado de su salud, por la cual abrigo ciertos temores, después de tantas penas. Espero que vuestra merced perdonará esta libertad a mi lealtad y a mi celo.
Soy de vuestra merced, señora, con respeto, etc.
París, 10 de diciembre de 17…
ANÓNIMO AL CABALLERO DANCENY
Señor: tengo la honra de prevenirle de que esta mañana, en la Audiencia, han hablado los agentes de la justicia de la cuestión que usted ha tenido en estos días con el señor vizconde de Valmont; y de que es de temer que el ministerio público intervenga en este asunto. He creído que esta advertencia podría serle útil, ya para invocar el auxilio de sus protectores, y evitar así enojosas consecuencias, ya para poder, en el caso de que no fueran eficaces las influencias, tomar las necesarias precauciones personales.
Si usted me permite que le dé un consejo, creo que haría muy bien en presentarse en público, durante algún tiempo, menos de lo que lo hace, de años días a esta parte. Aunque ordinariamente se es muy indulgente para esta clase de lances, se debe, sin embargo, ese respeto a la ley. Esta precaución se hace tanto más necesaria, cuanto que he averiguado que una cierta madame de Rosemonde, que dicen que es tía de monsieur de Valmont, quería encausar a usted; y en este caso, el ministerio público no podría negarse a su demanda. Sería, tal vez, conveniente que usted pudiese hacer hablar a esa señora.
Razones particulares me impiden firmar esta carta. Pero creo que, no por ignorar de quien procede, hará menos justicia a los sentimientos que la dictan.
Tengo la honra de ser, etc.
París, 10 de diciembre de 17…
LA SEÑORA DE VOLANGES A LA SEÑORA DE ROSEMONDE
Mi querida y digna amiga: corren aquí rumores extraños y muy enojosos, acerca de madame de Merteuil. Yo estoy, por supuesto, muy lejos de creerlos, y hasta apostaría que no son más que una infame calumnia; pero sé además muy bien cuán pronto toman consistencia las más inverosímiles historias, y cuán difícilmente se borra la impresión que dejan, para que no me alarmen éstas a que me refiero, por fácil que yo crea el destruirlas. Desearía, sobre todo, que esos rumores se desmintiesen antes de propagarse más. Pero recién supe ayer, ya muy tarde, los horrores que empiezan a decirse; y cuando mandé recado esta maligna a casa de madame de Merteuil, acababa de salir para el campo, donde ha de pasar dos días. No han sabido decirme a casa de quién se ha ido. Su segunda doncella, que he hecho venir a hablar conmigo, me ha dicho que su señora no había hecho más que darle orden de esperarla el jueves próximo; y ninguno de los criados que ha dejado, sabe más. Yo misma no tengo idea de dónde ha podido ir: no me acuerdo de nadie que ella conozca que se quede tan tarde en el campo.