Las amistades peligrosas (27 page)

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Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

Prevan, a quien, sin duda, no agradaba menos este desenlace que el primero, no quería, sin embargo, perder la celebridad que debía resultarle de ello. En consecuencia, adaptando con maña sus proyectos a las circunstancias, dijo: “En efecto, señores, no soy yo de quienes tienen que vengarse, sino de sus infieles damas. Ofrezco a ustedes la ocasión. Yo mismo me apercibo ya de una ofensa que pronto se me hará, porque si cada uno de ustedes no ha podido fijar a una sola, ¿puedo yo jactarme de fijar a las tres? Con que vengo a tener el mismo motivo de queja de ustedes. Sírvanse aceptar esta noche una cena en mi casita particular, y espero poder hacer que mi venganza no se difiera”.

Quisieron que se explicase; mas él, con el tono de superioridad que la circunstancia le obligaba tomar, añadió: “Señores, creo haber probado que sé conducirme en las ocasiones; con que así, dígnense ustedes confiarse en mí”.

Todos consintieron y abrazando a su nuevo amigo, se separaron hasta la noche, mientras veían el efecto de sus promesas.

Prevan, sin pérdida de tiempo, volvió a París, y fue según costumbre, a visitar a sus nuevas conquistas. Logró de las tres que prometiesen ir a cenar a solas con él aquella noche en su casita. Dos pusieron mil dificultades, pero ¿qué podían al fin negar el día siguiente al pasado? Les dio separadamente la cita a una hora de distancia, tiempo necesario para sus planes. En seguida se retiró, hizo prevenir a los otros tres conjurados, y los cuatro se fueron alegremente a esperar a sus víctimas.

Se oye llegar a la primera. Prevan se presenta solo; la recibe con el aire más expresivo, y la conduce hasta el santuario de que ella se creía ser la única divinidad; luego sale con un ligero pretexto, y se hace reemplazar al punto por el amante ultrajado.

Bien comprende usted que la confusión de una mujer, que no está hecha aún a semejantes aventuras, hacía el triunfo muy fácil en aquel momento: toda reconvención que no fue hecha, fue contada por un favor, y la fugitiva esclava, entregada de nuevo a su antiguo dueño, fue muy dichosa de poder esperar su perdón, cargándose con su primera cadena. El tratado de paz fue ratificado en un sitio más secreto; y habiendo quedado la escena vacía, fue alternativamente ocupada por los otros actores, casi de igual manera; y, sobre todo, con el mismo desenlace.

Cada mujer, sin embargo, creía que era la única que representaba. Su asombro y embarazo aumentaron cuando, al momento de la cena, se hallaron reunidas las tres parejas; pero su confusión llegó al colmo, cuando Prevan, que volvió a presentarse en medio de todos, tuvo la crueldad de hacer a las tres infieles un género de excusas, que descubriendo su secreto, les hacía ver completamente hasta qué punto habían sido burladas.

Sin embargo, se pusieron todos a la mesa, y poco después, comenzaron a encontrarse menos embarazados. Los hombres se resignaron y las mujeres se sometieron. Todos sentían la rabia en el corazón, pero el lenguaje no era menos afectuoso por eso; la alegría despertó los deseos, que en cambio prestaron nuevo atractivo a las palabras. Esta escandalosa borrachera duró hasta la mañana: y cuando las mujeres se retiraron, debieron creerse perdonadas; pero los hombres, que habían conservado rencor, procedieron al día siguiente a un rompimiento, que no tuvo compostura; y no contentos con dejar a sus infieles damas, completaron su venganza, publicando su aventura. Desde aquel tiempo una de ellas vive en un convento, y las otras dos perecen de fastidio en sus tierras.

Ésta es la historia de Prevan. Toca a usted el ver, si quiere aumentar sus trofeos y atarse a su carro triunfal. La carta de usted me inquieta verdaderamente, y espero con impaciencia una respuesta más juiciosa y clara a la última que le tengo escrita.

Adiós, mi bella amiga, desconfíe de las ideas festivas y bizarras que la seducen con demasiada facilidad. Piense que en la carrera que sigue el ingenio no basta, y que una sola imprudencia puede originar un mal irremediable. Permita así que la prudente amistad dirija algunas veces sus placeres.

Quede usted con Dios, y crea que, a pesar de todo, la amo siempre como si fuese una mujer de razón.

En…, a 18 de setiembre de 17…

CARTA LXXX

EL CABALLERO DANCENY A CECILIA VOLANGES

Cecilia, mi querida Cecilia: ¿Cuándo vendrá el tiempo en que volvamos a vernos? ¿Quién me enseñará el modo de vivir lejos de usted? ¿Quién me dará la fuerza necesaria? Jamás, no, jamás podré soportar esta fatal ausencia. ¡Cada día aumenta mi desdicha! ¡y sin poder ver el término! Valmont, que me había prometido socorrerme y consolarme, Valmont me descuida y, tal vez, me olvida. Como él está cerca de su amado objeto, ignora lo que sufre cuando está separado. Al enviarme la última carta de usted, nada me ha escrito, y sin embargo, es él quien debe avisarme cuándo y cómo podré verla. ¿No tiene, pues, nada que decirme? Usted misma no me habla de él ¿es acaso porque no lo desea ya? ¡Ah! ¡Cecilia!, ¡Cecilia, qué desdichado soy! La amo más que nunca; pero este amor, que hace el encanto de mi vida, se convierte en el mayor tormento.

No, yo no puedo vivir así; es preciso que la vea, es preciso, aunque sólo sea un instante. Cuando me levanto, me digo: No la veré; y me acuesto diciendo: No la he visto. Los días, tan largos, no tienen un solo momento de dicha. Todo es privación, pesar y desesperación: y todos mis males vienen de donde yo esperaba toda mi ventura. Añada a estas crueles penas, mi inquietud por las suyas y tendrá una idea de mi horrorosa situación. Pienso en usted sin cesar, y nunca sin agitación. Si la contemplo afligida, desdichada, sufro con sus pesares; si la creo tranquila y consolada, auméntanse los míos. Por todos lados hallo males y sufrimientos.

¡Ah! no así cuando usted habitaba el mismo lugar que yo. Entonces todo era placer. La certeza de volver a verla embellecía hasta los momentos de la ausencia; el tiempo que era forzoso pasar lejos de su vista, me acercaba a usted a medida que corría y el modo con que yo le empleaba no dejaba nunca de referírsela. Si cumplía con mis deberes me hacía más digno de usted; si cultivaba alguna habilidad, esperaba agradarle más con ella. Aun cuando las distracciones del mundo me alejaban de usted, no dejaba de acercarme con la imaginación. En el teatro procuraba adivinar lo que le hubiera agradado más. Un concierto me recordaba sus habilidades y nuestras ocupaciones tan placenteras. En la sociedad, en el paseo, distinguía la más ligera semejanza. Comparábala con todas y siempre tenía la ventaja.

Cada momento del día, le rendía un nuevo homenaje, y cada noche iba a ofrecer el tributo a sus pies.

Ahora ¿qué me queda?: pesares dolorosos, privaciones eternas, y una ligera esperanza que disminuye el silencio de Valmont y el de usted cambia en sobresalto. ¡Diez leguas sólo nos separan y un espacio tan corto, viene a ser para mí sólo un obstáculo insuperable! Y cuando para vencerle imploro el socorro de mi amigo, de la dueña de mi vida, ambos permanecen indiferentes y tranquilos. Lejos de ayudarme, ni aun se dignan responderme.

¿Qué se ha hecho pues la activa amistad de Valmont? ¿En qué han parado, sobre todo los tiernos sentimientos de usted, que la hacían tan ingeniosa para hallar medios de vernos todos los días? Me acuerdo que muchas veces, sin dejar de tener el deseo, me hallaba precisado a sacrificarle a ciertas consideraciones y deberes. ¿Qué no me decía usted entonces? ¿cuántos pretextos no combatía mis razones? Y, acuérdese, Cecilia, siempre mis razones cedían a sus deseos. No me hago mérito de ello, ni yo tenía siquiera el de hacer entonces un sacrificio, pues lo mismo que usted deseaba obtener, ansiaba yo concederlo. Pero en fin, ahora pido yo a mi turno, ¿y qué?: verla un momento sólo, y renovar y recibir el juramento de un amor eterno. ¿No hace, pues esto tanto su felicidad como la mía? No admito esta idea terrible que pondría el colmo a todos los infortunios. Me ama usted y siempre me amará; lo creo, y estoy seguro, y nunca quiero dudarlo, pero mi situación es horrorosa, y no puedo soportarla más tiempo. Adiós mi adorada Cecilia.

París, 18 de setiembre de 17…

CARTA LXXXI

LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT

¿Qué lástima me da con sus quejas! ¡Cómo me prueban éstas mi superioridad sobre usted! ¿Y quiere ser mi maestro, y dirigirme? ¡Ah! mi pobre Valmont. ¡Qué distancia hay todavía de usted a mi! No, todo el orgullo de su sexo no bastaría para llenar el intervalo que nos separa. ¡Porque no podría usted ejecutar mis proyectos los cree imposibles! Ente orgulloso y débil, ¿le sienta bien, querer calcular mis medios y juzgar mis recursos? Realmente, vizconde mío, los consejos que me da me han enfadado y no se lo puedo ocultar.

Que para disimular su increíble torpeza, en el asunto de su presidenta, me presente usted como un triunfo el haber desconcertado un instante a esta mujer tímida que lo ama, consiento; que haya obtenido de ella una mirada, una sola, me sonrío y se lo paso; que conociendo, a pesar suyo el poco valor de su conducta, espere ocultarla a mi atención, lisonjeándome con el sublime esfuerzo de reunir dos jovencitos, que están ellos mismos abrasándose por verse, y que, sea dicho de paso, deben a mí sola el ardor de sus deseos, quiero concederlo también, que, en fin, se crea autorizado por esas hazañas para decirme en un tono doctoral, que vale más emplear su tiempo en ejecutar sus proyectos que contarlos, ese rasgo de vanidad no me daña y lo perdono. Pero que usted pueda creer que tengo necesidad de su prudencia, que me descarrilaría si no siguiese sus consejos, que debo sacrificarles un placer, ¡un capricho! en verdad, vizconde, es de su parte engreirse demasiado con la confianza que me place acordarle.

¿Qué ha hecho, pues, que yo no haya subrepujado mil veces? Usted ha seducido, y aun perdido muchas mujeres; pero ¿qué dificultades ha tenido que vencer? ¿Qué obstáculos que superar?; ¿En dónde halla usted en eso mérito que sea verdaderamente suyo? Una figura hermosa, puro efecto de la casualidad; gracia, que el trato del mundo da casi siempre; talento real, es verdad, pero que en caso necesario podría ser suplido con cierta verbosidad; una osadía bastante loable, pero debida tal vez únicamente a la facilidad de sus primeros triunfos; si no me engaño, éstas son todas sus cualidades; pues en cuanto a la celebridad que ha podido adquirir, creo no exigirá usted que cuente por mucho el arte de procurar o aprovechar la ocasión de dar un escándalo.

En cuanto a la prudencia y la astucia, no hablo de mí, pero, ¿qué mujer no tendría más que usted? su presidenta le lleva de la mano como un niño.

Créame, vizconde; rara vez adquirimos las cualidades que nos son esencialmente necesarias. Combatiendo un riesgo debe usted obrar sin precaución. Para ustedes los hombres, las derrotas no son sino triunfos de menos. En esta partida tan desigual, nuestra fortuna es el no perder, y la desgracia de ustedes el no ganar. Aun cuando yo concediese a ustedes tanta habilidad como la nuestra ¿cuánta ventaja no deberíamos llevar todavía por la necesidad que tenemos de hacer un uso continuo de nuestros medios?

Supongamos, consiento en ello, que ustedes pongan tanta maña en vencernos cuanta nosotras en defendernos o en ceder; convendrán ustedes a lo menos que después del triunfo les es inútil. Ocupados únicamente de su nuevo placer, se entregan a él sin miedo y sin reserva; no es a ustedes a quienes importa su duración.

En efecto, estas cadenas recíprocamente puestas y recibidas, para hablar el lenguaje de amor, ustedes solos pueden, a su elección estrecharlas o romperlas: dichosas aún nosotras, si, cuando ustedes ceden a su natural inconstancia, prefiriendo el misterio al escándalo, se contentan con un abandono humillante, y no hacen del ídolo de la víspera la víctima del día siguiente.

Mas, si una mujer desdichada siente la primera el peso de su cadena, ¿a qué riesgos no se expone si quiere romperla, o se atreve solamente a sacudirla? No puede menos de temblar cuando ensaya alejar de ella el nombre que su corazón repugna con violencia.

Si se obstina en quedarse, es preciso que ella conceda al miedo lo que antes acordaba el amor.

Su prudencia debe desatar con maña estos mismos vínculos que ustedes hubieran roto. Estando a la disposición de su enemigo, no le queda recurso si él no es generoso; y ¿cómo esperar que lo sea cuando, si alguna vez se le alaba porque lo es, jamás se le censura por lo contrario?

Sin duda no negará estas verdades, que su evidencia ha hecho ya triviales. Si no obstante usted me ha visto, disponiendo de los sucesos y de las opiniones, hacer de estos hombres tan temibles un juego de mis caprichos y de mis fantasías; quitar a los unos la voluntad, y a los otros el poder de dañarme: si he sabido alternativamente, y según la movilidad de mis gustos, atraerme o enviarlos lejos de mí,

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