Las amistades peligrosas (31 page)

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Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

Entonces, pintándole como quise mi vida interior, le persuadí fácilmente que jamás hallaríamos un momento libre, y que era una especie de milagro el que habíamos logrado la víspera, el cual todavía sería muy expuesto, porque a cada momento podía entrar alguien en la sala. No dejé de añadir que todos estos usos interiores se habían establecido, porque hasta entonces nunca me habían incomodado; y al mismo tiempo insistí sobre la imposibilidad de mudarlos, sin comprometerme a los ojos de las gentes de mi casa. Probó a entristecerse, a enojarse, y a decirme que sentía yo poco amor; y ya comprende usted cuánto me movía todo esto; pero queriendo dar el golpe decisivo, recurrí a las lágrimas. Fue exactamente aquello de; ¡Lloráis, Zaira mía! Este imperio que ya creyó tener sobre mí, y la esperanza que concibió de perderme como quisiese, suplieron en él a todo el amor de Orosmán.

Pasada esta escena trágica, procedimos a formar nuestro arreglo. No pudiendo valernos del día, pensamos en la noche; pero mi portero era un obstáculo insuperable, y yo no quería permitir que le ganase. Me propuso valernos de la puerta falsa del jardín, pero había yo previsto su idea, y creé al instante un dogo, que aunque muy tranquilo y silencioso durante el día, era un verdadero demonio por la noche. La facilidad con que conté todos estos pormenores era muy propia para animarle; así es que acabó por proponerme el medio más ridículo, y es el que adopté.

Desde luego su criado era tan seguro como él mismo, y en esto no se engañaba, porque tanto lo era el uno como el otro. Yo debería dar una gran cena, a la cual asistiría él, y hallaría modo de salir solo. Su diestro confidente llamaría el coche, abriría la portezuela, y Prevan, en vez de subir a él, se escabulliría mañosamenre. Su cochero no podía notarlo, y así, habiendo partido para todos los concurrentes, y quedándose, no obstante, en mi casa, se trataba sólo de saber si podría llegar hasta mi aposento. Confieso que por lo pronto mi dificultad fue encontrar bastante débiles mis razones contra este plan, para que él tuviese aire de destruirlas, pero me respondió con ejemplos. Al oírle, nada era más común que este medio, y era el que empleaba las más de las veces como el menos peligroso.

Rendida a unas autoridades tan irrecusables, convine con sencillez en que, ciertamente, había una escalerita secreta que conducía muy cerca de mi gabinete; que yo podía dejar puesta la llave y él encerrarse, y esperar allí sin mucho riesgo que mis criadas lo notasen; y luego, para dar más verosimilitud a mi consentimiento, al momento después, ya no quería yo; y, en fin, no acababa de convenir sino es a condición que estaría enteramente sometido, y tan comedido y juicioso. ¡Ah! ¡qué especie de juicio! En fin, quería bien probarle mi amor, mas no contentar el suyo.

La salida de que olvidaba hablar a usted, debía ser por la pequeña puerta del jardín; no se trataba sino de esperar al amanecer: entonces el cancerbero no se opondría. A dicha hora no pasa un alma por la calle, y toda la servidumbre duerme profundamente. Si usted se admira de este montón de razonamientos mal formados, es porque olvida nuestra recíproca posición. ¿Qué necesidad tiene usted de hacerlos mejores? El no deseaba otra cosa sino que todo se supusiese, y yo estaba bien segura de que nadie lo sabría. Convenimos en que la cita sería dos días después. Observe usted que la cosa está bien arreglada, y que nadie sabe aún mi trato con Prevan. Le encuentro en una cena en casa de una amiga mía; le ofrece su palco para una primera representación, y yo acepto una plaza en él; convido yo a esta dama a cenar conmigo, durante el espectáculo, y delante de Prevan; no puedo casi dispensarme de convidarle a él también. Acepta, y dos días después me hace una visita que el uso exige; viene, a la verdad, a verme al día siguiente por la mañana; pero a más que las visitas de por la mañana no significan nada, depende de mí el encontrar en ésta un paco de ligereza: en efecto, le pongo el número de las personas menos liadas conmigo, enviándole un convite formal y por escrito para una cena de etiqueta. Puedo decir, como Anita, en cierta ocasión: Esto es, sin embargo, todo lo que hay.

Llegado el día fatal, aquel día en que yo debía perder mi virtud y mi reputación, dí mis instrucciones a mi fiel Victorina, que las ejecutó como usted verá muy pronto. Entre tanto vino la hora de la tertulia. Había entrado ya mucha gente, cuando fue anunciado Prevan. Le recibí con una atención muy particular, y que probaba justamente mis pocas relaciones con él, y le puse a jugar con la maríscala, por ser la señora a quien debía su conocimiento. Esta tertulia no produjo nada notable, sino un billetito que el discreto amante halló medio de entregarme, y que he quemado, según acostumbro. Me anunciaba que contase con él; y estas palabras esenciales estaban acompañadas de todas aquellas de amor, de felicidad suprema, etc., etc., que no faltan jamás en tales ocasiones.

A media noche, habiéndose acabado las partidas, propuse una corta macedonia. Con ella me propuse dos cosas; proporcionar que Prevan pudiese marcharse, y al mismo tiempo hacer que se notase su salida, vista su reputación de jugador. Me alegraba de que, de esta manera, pudiese todo recordarse, cuando preciso, que yo no me había dado prisa por quedarme sola.

El juego duró más de lo que yo había pensado. El diablo me tentaba, y cedí al deseo de ir a consolar al prisionero impaciente. Así me encaminaba a mi pérdida, cuando reflexioné, que si me rendía del todo a este deseo, no tendría ya sobre él bastante dominio para contenerle en los límites de la decencia que mi proyecto necesitaba, y tuve fuerza para resistir. Me volví atrás, y no sin mal humor tomé mi plaza en la mesa del juego que duraba eternidades. Acabó por fin, y todos se marcharon. En cuanto a mí, hice venir mis criadas, me desnudé con prisa y las despaché.

¿Me ve usted ya, vizconde, en mi vestidito ligero, marchando tímidamente y de puntillas, con una mano trémula abrir la puerta a mi vencedor? Luego que me apercibí… El curso del rayo no es más rápido. ¿Qué puedo decir a usted? Fui vencida antes de haber podido decir una palabra para detenerle o defenderme. Quiso después tomar una situación más cómoda y más conveniente a las circunstancias. Maldecía de su vestido y atavío que le separaba de mí; quería combatirme en armas iguales; pero mi extremada timidez se opuso a esta idea, y mis tiernas caricias no le dejaron tiempo para ello. Otra cosa le ocupaba.

Había doblado ya sus derechos, y sus pretensiones renacían; pero entonces: “Escúcheme usted, le dije; tendrá usted en esto una excelente relación que hacer a las dos condesas de D… y a otras mil; pero deseo infinito saber como contará usted el fin de la aventura”. Al decir esto, tiré de mi campanilla lo más fuerte que pude. En verdad esta vez llegó mi turno, y mi acción fue más viva que sus palabras. Aún no había hecho más que tartamudear algunas voces, cuando oí que mi Victorina acudía y llamaba a todos mis criados, que según mis órdenes había retenido ella en mi cuarto. Entonces tomando yo mi tono de reina y levantando la voz continué: Salga usted, caballero, inmediatamente, y no vuelva más a ponerse delante de mis ojos. En esto entraron los criados.

El pobre Prevan perdió la cabeza, y creyendo ver un lazo en lo que sólo era una burla, sacó prontamente su espada. Mal le salió, porque mi ayuda de cámara, valiente y vigoroso, lo agarró por medio del cuerpo y le tumbó en el suelo. Confieso que tuve un susto muy grande. Contuve a mis criados y los mandé que le dejasen marcharse libremente, asegurándose sólo de que hubiese salido de mi casa. Me obedecieron, pero entre ellos fue muy grande el rumor, indignándose de que alguien se hubiese atrevido a comprometer el honor de su virtuosa señora. Todos fueron acompañando con algazara y escándalo al desventurado caballero, como yo lo deseaba.

Sólo Victorina se quedó conmigo, y nos pusimos a componer el desorden que había en mi cama. Mis criados volvieron todavía alborotados, y yo turbada y conmovida aún, les pregunté por cual feliz acaso se habían encontrado sin acostarse. Victorina me contó que había dado ella de cenar a dos amigas suyas, que se habían quedado después con ella, y en fin, todo aquello en que estábamos convenidas. Dí gracias a todos, y los hice retirarse, mandando no obstante a uno de ellos que fuese a llamar a mi médico. Me pareció que tenía motivo de temer el efecto de mi mortal sorpresa; y era un medio infalible de dar curso y celeridad a esta noticia.

Todo ha salido tan bien que, antes de medio día, y luego que se ha podido entrar en mi cuarto, ya mi vecina devota estaba a la cabecera de mi cama, para saber la verdad y el pormenor de esta horrible aventura. Me he visto obligada a quejarme amargamente con ella, durante una hora, de la corrupción de nuestro siglo. Un momento después he recibido un billete de la maríscala, que incluyo aquí. En fin, antes de las cinco, he visto entrar, con gran sorpresa mía al señor M***. Venía según me dijo, a hacerme excusas de que un oficial de su cuerpo hubiese podido agraviarme hasta tal punto. No lo había sabido sino a la hora de comer, en casa de la maríscala, y había enviado inmediatamente a Prevan la orden de constituirse preso. He pedido su gracia y me la ha negarlo. He pensado entonces en que, en calidad de cómplice, debía yo castigarme por mi parte y guardar un severo arresto, por lo cual he hecho cerrar mi puerta y decir que estaba incomodada.

A mi soledad debe usted el que le escriba esta larga carta. Escribiré una a la señora de Volanges, de la que seguramente hará lectura en público, y en la cual verá usted esta historia como es preciso contarla.

Olvidaba decirle que Belleroche está furioso, y quiere absolutamente desafiar a Prevan. ¡Pobre joven! Por fortuna tendré tiempo suficiente para calmar su cabeza. Entre tanto, voy a descansar la mía, que está fatigada de escribir. Adiós, mi vizconde,

En la quinta de…, a 24 de setiembre de 17… por la noche.

CARTA LXXXVI

LA MARISCALA DE *** A LA MARQUESA DE MERTEUIL.
(Billete incluso en la precedente).

¡Válgame Dios! ¿Qué oigo, mi querida buena amiga? ¿Es posible que el joven Prevan haga cosas tan abominables? ¿Y con usted? ¡A qué no está expuesta! ¡Con que ni en su propia casa se puede ya vivir segura! En verdad, lances de esta especie consuelan a una de ser vieja. Pero de lo que jamás me consolaré es de haber sido en parte causa de que usted haya recibido en su casa un monstruo semejante. Le prometo que si todo lo que me han dicho de él es cierto, no volverá a poner los pies en la mía; es el partido que tomarán con él todas las gentes honradas, si hacen lo que deben.

Me han dicho que se ha puesto usted mala, y su salud me inquieta. Deme noticias suyas, que espero con impaciencia, o bien hágamelas dar por uno de sus criados, si no se hallara en estado de hacerlo por sí misma. Sólo le pido una palabra para mi tranquilidad. Hubiera ido a verla esta mañana, si no fuese por mis baños, que mi doctor no permite que interrumpa: y además, tengo que ir después de medio día a Versalles, siempre por el asunto de mi sobrino.

Adiós, mi querida amiga: cuente usted con mi eterna y sincera amistad.

París, a 26 de setiembre de 17…

CARTA LXXXVII

LA MARQUESA DE MERTUEIL A LA SEÑORA DE VOLANGES

Escribo a usted desde mi cama, mi querida y buena amiga. Un suceso, el más desagradable e imposible de prever, me ha puesto mala de susto y de pesadumbre. No es decir que tenga alguna cosa de que acusarme; pero es siempre tan sensible a una mujer honrada y que conserva la modestia conveniente a su sexo el atraer sobre ella la atención del público, que daría cuanto tengo por haber podido evitar esta desgraciada aventura, y aún no sé si tomaré el partido de irme al campo hasta que se olvide. Vea usted el caso.

Encontré en casa de la maríscala de *** un cierto caballero Prevan, que conocerá usted seguramente de nombre y que no conocía yo de otro modo. Pero hallándome en aquella casa, tenía motivo, me parece, de creer que sería hombre de buena compañía. Es bastante bien formado y me ha parecido que no deja de tener talento. La casualidad y el fastidio del juego me dejaron sola para mantener la conversación entre él y el obispo de ***, mientras que todas los demás estaban ocupados coro el sacanete. Hablamos los tres hasta la hora de la cena. En la mesa, una comedia nueva, de que se habló, le dio ocasión para ofrecer su palco a la maríscala, que lo aceptó, y se convino en que yo aceptaría una plaza. Era para el lunes último. Como la maríscala debía venir a cenar conmigo después del teatro, propuse a dicho sujeto acompañarla, y vino. Dos días después me hizo una visita que se pasó en discursos y frases de uso, sin que yo notase cosa particular. Al día siguiente vino a verme por la mañana, lo que me pareció un poco de ligereza; pero juzgue que en vez de hacérselo sentir por mi modo de recibirle, era mejor darle a conocer por medio de una atención, que no éramos tan íntimos como parecía creerlo. Para ello le envié, el mismo día, un convite bien seco y bien de ceremonia para una gran cena que daba yo anteayer. No le dirigí cuatro veces la palabra en toda la noche, y él por su parte se marchó apenas acabó su partida. Convendrá usted en que hasta aquí nada parece que deba parar en una aventura. Después de las partidas se jugó una macedonia, que duró hasta cerca de las dos de la mañana, y al fin me fui a la cama. Haría a lo menos media hora que mis criados se habían retirado, cuando oí ruido en mi cuarto. Descorrí la cortina con muchísimo susto y vi entrar a un hombre por la puerta que conduce a mi gabinete. Di un grito muy agudo, y ala luz de mi lamparilla, reconocía ese mismo señor Prevan, que con una desvergüenza increíble, me dijo que no me sobresaltase; que iba a explicarme el motivo de su conducta, y que me suplicaba que no gritase. Hablando así encendía una bujía: yo estaba sobrecogida a tal punto, que no podía decir una palabra. Su aire tranquilo y natural creo que me sorprendía más. Pero apenas había dicho dos palabras cuando ví en lo que consistía el pretendidos misterio y mi sola respuesta fue, como puede usted creer, el tirar con toda mi fuerza de la campanilla.

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