LA PRESIDENTA DE TOURVEL AL VIZCONDE DE VALMONT
Muy señor mío: Parece que la conducta que ha tenido usted conmigo no se ha propuesto más que aumentar de día en día los motivos de queja que me daba. Su obstinación en quererme hablar sin cesar de un sentimiento que yo no quiero ni debo escuchar; el abuso de mi buena fe o de mi timidez, que no ha dudado hacer usted para entregarme sus cartas; el medio sobre todo, me atrevo a decirlo, poco delicado de que se ha servido para qu recibiese su última, sin temer a lo menos el efecto de una sorpresa que podía comprometerme; todo me autoriza a hacerle a usted reconvenciones tan fuertes como merecidas. Sin embargo, en vez de recordar estos agravios, me limito a pedirle una cosa tan simple como justa, y si la obtengo, consiento en que todo quede olvidado.
Usted mismo me ha dicho que no debo temer una repulsa; y aunque por efecto de una inconsecuencia propia de usted esta frase va seguida de la repulsa única que podía hacerme
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, quiero creer que hoy cumplirá una palabra dada formalmente hace tan pocos días.
Deseo, pues, que tenga la complacencia de alejarse de mí, de dejar esta quinta en donde una estancia más larga de su parte no produciría sino el exponerme más al juicio de un público siempre pronto a pensar mal y a quien sobradamente ha acostumbrado usted a fijar la vista sobre las mujeres que le admiten en su compañía.
Habiendo sido advertida mucho tiempo ha por mis amigos de este peligro, he descuidado sus insinuaciones y casi sostenido el parecer contrario, mientras la conducta de usted conmigo me ha podido hacer creer que no quería confundirme con el montón de mujeres a quienes ha dado justos motivos de queja; mas hoy que me trata ya como a ellas, y que no puedo ignorarlo, tengo precisión de adoptar este partido por los miramientos que debo al público, a mis amigos y a mí misma. Bien pudiera decirle que nada adelantaría con negarme lo que le pido, pues estoy decidida a partir si usted se queda; pero no intento ocultar cuán agradecida le estaría si quisiese tener esa complacencia, y al contrario, le hago saber que obligándome a partir, me incomodaría en los planes que tengo formados. Apresúrese, pues a probarme lo que me ha dicho tantas veces de que las mujeres honradas nada tendrán que temer de su parte, o a lo menos que cuando usted las ofende sabe reparar sus agravios.
Para fundamentar mi ruego me bastaría recordarle que la conducta de toda su vida lo hace indispensable, y sin embargo en sus manos ha estado que yo no tuviera que hacerlo nunca. Pero no recordemos cosas que quiero olvidar y que me obligarían a juzgarle severamente en el momento en que le ofrezco la ocasión de merecer mi gratitud. La conducta de usted va a indicarme cuáles son los sentimientos con que deberá mirarle siempre su más atenta servidora, etc.
En…, a 25 de agosto de 17…
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE TOURVEL
Por más duras que sean, mi señora, las condiciones que usted me impone, no rehuso cumplirlas. Siento que me sería imposible contrariar ninguno de sus deseos. Convenido esto, me lisonjeo de que me permitirá pedirle en cambio otras más fáciles de ser concedidas, y que sin embargo quiero deber sólo a mi perfecta sumisión. La una, que espero que la misma justicia la empeñará a acordarme, es declarar quiénes me han acusado a usted, pues me hacen sobrado mal para que yo no tenga el derecho de conocerlos; la otra, que espero de su indulgencia, es que me permita renovarle de cuando en cuando la expresión de un amor que más que nunca va a ser digno de su consideración.
Note, señora, que me apresuro a obedecerla a costa de mi felicidad, y más diré, a pesar de lo persuadido que estoy de que no desea usted mi partida sino para librarse de la vista de una víctima de su injusticia.
Confiéselo usted; menos es en usted el miedo de un público acostumbrado a respetarla y que nunca se atrevería a juzgarla mal que el deseo de deshacerse de la presencia de un hombre a quien es más fácil a usted castigar que censurar. Me aleja de su vista de la misma manera que se apartan los ojos de un infeliz a quien no se quiere socorrer.
Mas ya que la ausencia va a redoblar mi martirio, ¿a quién sino a usted puedo dirigir mis lamentos? ¿De qué otra puedo esperar los consuelos que van a serme tan necesarios? ¿Me los negará usted, causa única de mis pesares?
Menos debe extrañar que antes de partir desee justificar los sentimientos que usted me inspira, como también que no tenga valor para alejarme sino cuando reciba orden de su propia boca.
Estos dos motivos me hacen pedirle una corta entrevista. No podríamos suplirla escribiéndonos; después de haberse escrito volúmenes, suele quedar aún obscuro lo que en un cuarto de hora de conversación se explica perfectamente. Usted puede hallar fácilmente el momento oportuno, pues por más que esté dispuesto a obedecerla, sabe que la señora de Rosemonde conoce mi proyecto de pasar en su casa una parte del otoño, y será menester al menos que espere la llegada de una carta, para alegar un negocio que me obligue a partir.
Adiós, señora mía; jamás me ha costado tanto el escribir esta palabra, que excita en mí naturalmente la idea de nuestra separación. Si pudiese usted imaginar cuán sensible es para mí, me atrevo a creer que agradecería un tanto mi docilidad.
Reciba por lo menos con más indulgencia la expresión obsequiosa del amor más tierno y respetuoso.
En…, a 26 de agosto de 17…
DEL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL
Razonemos ahora, mi bella amiga. Usted sabe como yo que la escrupulosa, la honrada señora de Tourvel no puede concederme la primera de mis súplicas, y faltar a la confianza de amigas declarando mis acusadores; con que prometiéndole yo todo con esta condición, no me obligo a nada. Pero también comprende usted que esta misma negativa de su parte me sirve para obtener lo restante, y que entonces gano, alejándome, el entrar con ella en correspondencia de su propia voluntad; pues cuento por poco la entrevista que le pido, y casi no tiene otro fin sino el de acostumbrarla de antemano a que no me rehuse otras cuando me sean verdaderamente necesarias. Lo único que me queda por hacer antes de mi partida es saber quiénes son los que se ocupan en hablar mal de mí. Presumo que será su pedante marido, y quisiera que fuese así. A más que una prohibición marital es un aguijón para el deseo, estaría cierto de que desde el punto en que mi hermosa hubiese consentido en escribirme ya no tendría yo que temer nada del esposo, pues se habría puesto ella en la necesidad de engañarle. Pero si tiene una amiga bastante íntima para que le entregue su confianza, y esta amiga está contra mí, me parece necesario enemistarlas y espero conseguirlo; pero ante todo es preciso estar bien informado.
Creí que ayer iba a estarlo, pero esta mujer no hace nada como las otras. Nos hallábamos en su cuarto cuando se nos avisó que la comida estaba en la mesa. Concluía ella su tocado, y al darse prisa y darme sus excusas, noté que dejaba puesta la llave de su papelera; sabiendo yo además que acostumbraba dejar abierta la puerta de su aposento. Durante toda la comida estaba yo pensando en esto, cuando oí que bajaba su doncella; al instante tomé mi partido, y fingiendo que sangraba por las narices, salí y fuime corriendo a su papelera. Pero hallé todos los cajones abiertos y ni un solo papel en ellos. Sin embargo, no hay ocasiones de quemarlos en verano; ¿qué hace pues de las cartas que recibe a menudo? Todo lo recorrí, todo estaba abierto y busqué por todos los lados, pero nada logré sino convencerme de que este precioso depósito no sale de sus faltriqueras. ¿Cómo sacarlo de ellas? Desde ayer estoy pensando inútilmente el medio y no puedo vencer mi deseo. ¡Ah, cuánto siento no tener el talento de un ratero! ¿No debería éste en verdad formar parte de la educación de un hombre que se ejercita en intrigas? ¿No sería curioso poder robar la carta o el retrato de un rival, o sacar del bolsillo de una hipocritona lo que sirviese para quitarle la máscara? Preciso es confesar que nuestros padres no piensan en nada, y yo por más que piense en todo veo únicamente que soy torpe y que no puedo remediarlo.
Volví a la mesa muy descontento. Mi amada calmó sin embargo un poco mi mal humor con el aspecto de interés que le dio mi fingida indisposición. Yo no dejé de asegurarle que hacía algún tiempo experimentaba violentas agitaciones que alteraban mi salud. ¿No hubiera en verdad debido trabajar para calmarlas?… Pero aunque devota es poco caritativa, y como en punto de limosna amorosa es muy cicatera, me parece que esta propiedad autoriza suficientemente al robo.
Pero, adiós, amiga mía; pues en medio de mi conversación, sólo pienso en aquellas malditas cartas.
En…, a 27 de agosto de 17…
LA PRESIDENTA DE TOURVEL AL VIZCONDE DE VALMONT
¿Por qué, señor mío, se empeña usted en buscar el medio de disminuir mi gratitud? ¿Por qué no quiere obedecerme sino a medias, y anda regateando un honrado proceder? ¿No le basta que yo reconozca su valor? No sólo pide mucho, sino cosas imposibles. Sí, en efecto, mis amigos me han hablado de usted; no pueden haberlo hecho sino porque toman interés en lo que me concierne. Aun cuando se hubiesen engañado, no era menos buena su intención, y usted me propone que recompense esta prueba de interés descubriendo su secreto. He cometido el yerro de hablarle de ello y lo advierto bien en este momento; lo que con otro hubiese sido demasiado candor, con usted es una gran imprudencia, si accediese a lo que me pide; apelo a usted mismo y a su honradez ¿me ha creído capaz de una acción semejante? No, sin duda, yo estoy segura de que cuando lo haya pensado mejor, no volverá a reiterar esta súplica.
La que me hace de que le permita escribirme, no es más fácil de conceder, y si justo ha de ser usted, no me echará la culpa de ello. No es mi ánimo ofenderle; pero teniendo la reputación que tiene y que usted mismo confiesa, ¿qué mujer osaría confesar que estaba en correspondencia con usted? ¿Y qué mujer honrada puede resolverse a ejecutar lo que conoce que se vería obligada a ocultar?
Si estuviese segura, al menos, de que sus cartas fuesen tales que no me diesen motivo de queja, y pudiese a mis propios ojos justificarme de recibirlas, tal vez entonces el deseo de probarle de que me guía la razón y no el odio, me hubiera llevado a prescindir de estas consideraciones poderosas y a consentir en mucho más de lo que debiera, permitiéndole me escribiese algunas veces. Si, en efecto, lo desea tanto como me dice, se contentará de buena gana a la sola condición con que accedo permitirlo, y si agradece un poco lo que hago por usted, no diferirá en modo alguna su partida.