Las amistades peligrosas (15 page)

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Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

Permítame que le observe a este propósito, que esta mañana ha recibido una carta y no se ha aprovechado de ella para anunciar a la señora de Rosemonde que debía ausentarse como me lo había prometido. Espero que ahora nada le impedirá cumplir su palabra. Sobre todo, aguardo que no esperará para hacerlo la entrevista que me pide y que no quiero de ningún modo concederle; y que en lugar de la orden que usted dice absolutamente necesaria, se contentará con la súplica que le reitero. Adiós, señor.

En…, a 27 de agosto de 17…

CARTA XLIV

EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL

Compartirá mi alegría, mi bella amiga: ¡Soy amado! He sometido a un corazón rebelde; en vano disimula todavía; mi feliz astucia ha arrancado su secreto: gracias a mi actividad sé ya cuanto me interesa; desde ayer noche, desde la feliz noche de ayer, he vuelto a encontrarme en mi elemento; he vuelto a recobrar mi existencia; he descubierto un doble misterio de amor e iniquidad; disfrutaré el uno y me vengaré del otro. Volaré, en fin, de placer en placer. Con la sola idea que me formo, me arrebato de modo que apenas me contengo ni puedo poner en orden lo que debo referir a usted. Ensayo, sin embargo.

Ayer mismo, después de escribirle, recibí una carta de mi bella devota. Adjunta la hallará usted y verá que, lo más disimuladamente que ha podido, me da permiso de escribirle. Pero me insta a que me ausente, y he conocido que no podía dilatarlo más sin perjudicar mis intereses.

Atormentado, sin embargo, por el deseo de saber quién había escrito contra mí, estaba aún indeciso sobre el partido que tomaría, e intenté ganar a la doncella para que me diese las faltriqueras de su ama, que podía tomar por la noche y volver a su puesto a la mañana siguiente. Le ofrecí diez luises por este pequeño servicio, pero me hallé con una mujer digna, escrupulosa, a la cual no pude vencer con mi elocuencia ni con mi dinero. Estaba yo predicándole todavía cuando tocaron a cenar. Fue preciso dejarla y me di por dichoso con que me prometiese guardar secreto, con lo cual ya pensará usted que no contaba de modo alguno. Jamás he estado de peor humor; me veía comprometido y me eché en cara toda la noche mi imprudencia.

Retiréme a mi cuarto, no sin inquietud, llamé a mi criado favorito, que en calidad de amante dichoso, debía gozar de algún crédito; quería que obtuviese de esta mujer lo que yo deseaba, o que por lo menos, se asegurase de su discreción. Mas él, que por lo regular nunca prevé dificultades, pareció dudar del éxito de esta negociación, y me hizo a este propósito una reflexión que me admiró por su exactitud:

“Ya sabe el señor, mejor que yo, que dormir con una muchacha es sólo hacer lo que a ella misma agrada. Mas de esto a lograr que haga lo que queremos nosotros, suele a menudo haber mucha diferencia”.

Talento… el del villano a veces me ha asombrado
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.

“Y tanto menos respondo de ésta, añadió, cuanto que creo que tiene un amante, y si yo la he logrado, lo debo a que en el campo no se sabe lo qué hacer. Así es que, si no fuera porque me desvivo en el servicio de mi amo (¡qué tesoro de muchacho!), no la hubiera visto más de una vez. En cuanto al secreto, prosiguió, ¿de qué servirá hacérselo prometer, pues que nada arriesga en engañarnos? Hablarle de él, será darle a entender que es importante y meterla en ganas de hacer la corte a su ama, diciéndoselo”.

Mientras más justas hallaba yo estas reflexiones, más crecía mi embarazo. Felizmente el tunante tenía gana de charla, y como yo lo necesitaba, le dejaba soltar la sin hueso. Contándome la historia con esta muchacha, me dijo que, como la pieza que ella ocupaba, no estaba separada de la alcoba de su ama sino por un tabique era fácil se percatase de cualquier ruido sospechoso, la hacía venir él cada noche a su propio cuarto. Al instante formé mi plan, se lo comuniqué, y lo ejecutamos con éxito.

Esperé a que fuesen las dos de la madrugada y entonces pasé, como habíamos convenido, al cuarto de la cita, llevando yo una luz con pretexto de haber llamado muchas veces inútilmente. Mi confidente, que sabe hacer sus papeles a maravilla, representó una escena de sorpresa, de desesperación y de excusas que yo terminé enviándole a mandar a que me calentasen agua, de lo que dije tener necesidad, mientras que la escrupulosa camarera estaba más avergonzada cuanto que el perillán había querido hacer mas brillante mi invención y la había decidido a quedarse con un traje que la estación comportaba, pero no excusaba.

Viendo yo que cuanto más humillase a esta muchacha tanto más obtendría lo que quisiese, no le permití mudar de postura ni de adorno, y después de haber mandado a mi criado que me esperase en mi cuarto, me senté al lado de ella sobre la cama, que estaba en gran desorden, y empecé mi conversación.

Necesitaba yo sostener el dominio que me ofrecía la circunstancia, y así conservé una sangre fría que hubiera hecho honor a la cotinencia de Escipión, sin tomarme la más pequeña libertad (lo que, sin embargo, su frescura y la ocasión le prometían); la hablé de mis asuntos tan tranquilamente como lo haría con un procurador.

Mis condiciones fueron que guardaría fielmente el secreto con tal que al día siguiente me entregase ella las faltriqueras de su ama. “Por lo demás, añadí, había ofrecido ayer diez luises a usted y se los vuelvo a prometer ahora. No quiero abusar de la posición de usted”. Todo fue acordado como puede usted pensar. Me retiré y permití a los felices amantes que ganasen el tiempo perdido.

El mío empleé yo en dormir, y cuando me desperté, queriendo tener un pretexto para no responder a la carta de mi bella, antes de haber registrado sus papeles, lo que no podía hacer hasta la noche, resolví irme a cazar, en lo que pasé casi todo el día. Cuando regresé fui recibido con bastante frialdad. Creo que estaba un poco picada de verme tan lento en aprovechar del poco tiempo que me quedaba, sobre todo, después de la carta más benigna que me había escrito. Lo fundo en que, habiéndome reconvenido la señora de Rosemonde sobre esta larga ausencia, añadió mi querida, con algún humor: “¡Ah! no reprochemos al señor de Valmont por haberse entregado al único placer que puede hallar aquí”. Me quejé de esta injusticia y me aproveché del caso para asegurar a estas damas que me gustaba tanto su compañía que les sacrificaba una interesantísima carta que debía escribir. Y añadí, que no pudiendo dormir hacía algunas noches, había querido ensayar si con la fatiga lo conseguiría. Y al decir esto, mis ojos explicaban bastante el asunto de la carta y la causa de mi falta de sueño.

Adopté toda la noche una gran melancolía, que me parece produjo su efecto y bajo la cual encubría yo la impaciencia con que esperaba la hora en que debía saber el secreto, que con tanta obstinación se me ocultaba. En fin, nos separamos y, poco tiempo después, la fiel doncella vino a traerme el precio convenido de mi discreción. Encontrándome ya dueño de este tesoro, procedí al inventario con la prudencia que sabe usted es propia de mi carácter; porque era importante que volviese a colocar todo conforme estaba. Di desde luego con dos cartas del marido. Mezcla confusa de pormenores de pleitos y párrafos de ternura conyugal, que tuve la paciencia de leer de cabo a rabo y en las cuales no hay una sola palabra que tuviese relación conmigo. Las volví a colocar con enfado; pero éste se mitigó al encontrarme con los pedazos de mi carta con fecha de Dijon, que estaban reunidos con todo cuidado.

Felizmente tuve el capricho de recorrerla. Juzgue usted de mi contento cuando descubrí señales bien claras de las lágrimas de mi adorable devota. Lo confieso: cedí a un movimiento digno de un amante imberbe, y besé la carta con un entusiasmo de que no me creía capaz. Continué el agradable y feliz examen y encontré todas mis cartas, que seguían por orden de fechas, y lo que me sorprendió más agradablemente todavía, fue ver la primera de todas que yo creía que me había devuelto por ingratitud, fielmente copiada de su puño y con una letra temblona, signo evidente de cuán agitado estaba su corazón al escribir. Hasta aquel punto sólo el amor me poseía; bien pronto cedió su vez al furor. ¿Quién cree usted que quiere hacerme aborrecible a esta mujer que adoro? ¿Qué furia supone usted bastante perversa para urdir tan negra infamia? Usted la conoce, es la señora de Volanges. No se puede usted imaginar qué tejido de horrores esta mujer diabólica ha escrito contra mí; ella sola es la que ha turbado la tranquilidad de este angel celestial; sus pérfidos consejos, sus avisos perniciosos, hacen que me vea precisado a separarme de su presencia. A esa furia del infierno soy, en fin, sacrificado. ¡Ah! sin duda es preciso seducir a su hija; pero no es bastante, es preciso perderla; y ya que la edad de esta mujer la pone a cubierto de mis tiros, es menester herirla en el objeto de su amor y de su ternura.

Ella quiere que vuelva a París, me obliga a ello, enhorabuena, mas ya se arrepentirá de mi regreso. Siento que Danceny sea el héroe de esta aventura. Tiene un fondo de honor que nos estorbará; sin embargo, está enamorado y yo lo veo a menudo; tal vez podremos sacar algún partido. Mas… pierdo la cabeza con la cólera y olvidé que debo contaros lo que ha pasado hoy. Sigamos el relato.

Cuando vi esta mañana a mi insensible recatada, me ha parecido más hermosa. Es claro, el momento más seductor de una mujer, el único que puede producir aquel encanto, de que se habla siempre y que tan rara vez se experimenta, es aquel en que, estando ya seguros de su amor, no lo estamos aún de sus favores. Tal vez la idea de que iba a verme privado del placer de mirarla, servía para hacerle más dichosa.

En fin, a la llegada del correo me han entregado la carta de usted del 27, y mientras la leía dudaba aún si cumpliría mi palabra; pero me encontré con los ojos de mi hermosa y me hubiera sido imposible negarle cosa alguna.

Anuncié mi partida; un momento después la señora de Rosemonde nos dejó solos. Me hallaba a cuatro pasos de la arisca persona, cuando levantándose como asustada: “Déjeme usted, dijo, déjeme usted, por amor de Dios; déjeme usted”.

Esta fervorosa súplica en que se veía su emoción debía precisamente darme nuevo aliento. Ya estiba a su lado y había cogido sus manos que ella cruzaba con uan expresión realmente encantadora, ya empezaba yo mis tiernas plegarias cuando un diablo enemigo hizo que volviese la señora de Rosemonde. La tímida devota, que tiene en efecto justos motivos de temer, se aprovechó de esto para retirarse. No obstante le presenté mi mano, que aceptó, y sacando yo buen agüero de esta complacencia quise apretársela volviendo a empezar mis ruegos. Al pronto quiso retirarla; pero instando yo con más viveza la entregó con bastante buena gracia, aunque sin corresponder ni a mi acción ni a mis palabras. Llegando al la puerta de su cuarto quise besar la misma mano antes de alejarme; empezó por rehusármelo francamente, pero esta sola expresión mía. Acuérdese usted que parto, pronunciada con ternura, entorpeció su espíritu y sus fuerzas. Apenas el beso fue recibido recobró su mano para retirarse, y mi prenda amada entró en su cuarto en donde su doncella la esperaba. Aquí finaliza mi historia.

De fijo irá mañana usted a casa de la maríscala de *** donde seguramente no iré yo, y como preveo que en nuestra primera visita tendremos muchos asuntos de que hablar, principalmente de la joven Volanges, que no pierdo de vista, he tomado el partido de enviar por delante esta carta; y aunque es muy larga no la cerré hasta el momento de mandarla al correo, porque en el punto a que hemos llegado, puede todo depender de una ocasión y dejo a usted para ponerme en acecho.

P. D. A las ocho de la noche.

Nada de nuevo, ni siquiera un momento de libertad. Gran cuidado, más bien para evitarlo; sin embargo tanta tristeza cuanta permite el decoro por lo menos. Otra circunstancia que puede no ser indiferente es que estoy encargado por la señora de Rosemonde de convidar en su nombre a la señora de Volanges a que venga a pasar con ella en el campo una temporada.

Adiós, mi bella amiga, hasta mañana, o pasado mañana a más tardar.

De…, a 28 de agosto de 17…

CARTA XLV

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