CECILIA VOLANGES AL CABALLERO DANCENY
Sin ser ligera ni falsa, me basta, señor, haber llegado a penetrar mi conducta para saber que necesito mudarla. He prometido este sacrificio a Dios mientras puedo hacer el de los sentimientos que tengo por usted y que su estado religioso hace más criminales. Conozco que me será muy sensible y no oculte que desde antes de ayer he llorado cuantas veces he pensado en usted; pero confío en que Dios me dará la fuerza necesaria pues olvidarle, según se lo pido día y noche. Espero aún de su amista y honradez que no buscará apartarme de la buena resolución que me ha inspirado y en la que me obligo a mantenerme. En consecuencia, le pido tenga a bien no escribirme más. Por otra parte le prevengo que no le responderé y que de ese modo me forzará a contarle a mamá todo lo que pasa: lo cual me privaría a la vez del placer de verle a usted. Yo, le conservaré todo el afecto que me sea posible, sin que haga mal en ello; crea usted que con toda mi alma le deseo la mayor felicidad. Comprendo bien que dejará de amarme tanto como ahora, y que acaso muy pronto amará a otra más que a mí; pero ésta será una penitencia más por la falta que he cometido, entregándole un corazón que no debía ser sino de Dios y de mi marido, cuando lo tenga. Espero que la misericordia divina tendrá compasión de mi debilidad, y que no me dará más castigo que el que pueda soportar.
Quede con Dios, y crea firmemente que si me fuese permitido amar a alguno, hubiera amado sólo a usted. He aquí todo lo que le puedo decir, y acaso es más de lo que debiera.
En…, a 31 de agosto de 17…
LA PRESIDENTA DE TOURVEL AL VIZCONDE DE VALMONT
Muy señor mío: ¿De este modo cumple usted las condiciones con que he permitido que me escriba algunas veces? ¿Puedo no tener de qué quejarme, al que temería abandonarme, aun cuando fuese compatible con mis deberes?
Fuera de ello, si tuviese necesidad de nuevas razones para conservar este saludable temor, me parece que las hallaría en su última carta. En efecto, en el momento mismo que usted cree hacer la apología del amor, ¿qué otra cosa hace, al contrario, sino demostrarme sus terribles agitaciones y trastornos? ¿Quién puede apetecer una dicha comprada a expensas de la razón, y cuyos placeres fugitivos dejan siempre pesar, cuando no sea remordimiento? Usted mismo, que por lo habituado que vive con esta especie de delirio peligroso, debe experimentar menos sus efectos, no se ve, sin embargo, precisado a convenir en que a menudo puede más que su razón, y no es usted el primero que se queja de la alteración involuntaria que le causa? Pues, ¿qué destrozo horroroso no haría en un corazón puro y sensible, que aumentaría su violencia en razón de la magnitud de las obligaciones que tendría que sacrificarle?
Cree, o finge creer, que el amor conduce a la felicidad verdadera; y yo estoy tan persuadida de que causaría mi desdicha, que no quisiera oír ni siquiera su nombre.
Todo bien considerado, debe serle muy fácil el concederme lo que le pido. De vuelta a París hallará bastantes ocasiones para olvidar un sentimiento, que tal vez sólo ha debido su origen a la costumbre que tiene usted de ocuparse de semejantes cosas; y su fuerza a la ociosidad de la vida del campo. ¿No se halla acaso ahora en ese mismo lugar en que me había visto con tanta indiferencia? ¿Puede usted dar en él un paso sin encontrar una prueba de su veleidad y su inconstancia? ¿Y no se halla ahí rodeado de mujeres que, siendo todas más amables que yo, tienen más derecho a sus obsequios? Yo no tengo la vanidad de que se acusa a mi sexo; aún menos tengo aquella falsa modestia que prueba sólo un orgullo más refinado; y le confieso, con la mayor sinceridad y buena fe, que distingo en mí muy pocos medios de agradar. Aun cuando los poseyese todos, no los juzgaría suficientes para fijarme en usted. Pedirle, pues, que no se ocupe más de mí, es pedirle lo mismo que usted ha hecho ya, y que seguramente volverá bien pronto a ejecutar, aun cuando yo pidiese ahora lo contrario.
Esta verdad, que no pierdo nunca de vista, sería por sí sola, una razón suficiente para que yo no quisiese escucharle más. Tengo otras mil; pero, sin entrar en una discusión, me limito a pedirle, como lo tengo hecho antes, que no vuelva a escribirme, ni hablarme de un sentimiento al que no debo dar oídos, y mucho menos responder.
En…, a 10 de setiembre de 17…
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
En realidad, mi estimado Vizconde, es usted insoportable. Me trata usted con tan poca formalidad como si fuera su cortejo. ¿Sabe usted que al fin me enfadaré; y que ahora mismo estoy de un humor terrible? ¡Cómo! ¿Debe usted ver a Danceny mañana por la mañana? Sabe usted cuánto importa que hablemos antes y, sin inquietarse por esto, ¿me hace usted esperarlo todo el día, por correr no sé adónde? Usted es causa de que haya llegado a casa de la señora de Volanges ridículamente tarde, y que todas las viejas me hayan hallado demasiado preciosa. Me ha sido forzoso hacerles mil caricias durante toda la noche, para poder aplacarlas; porque no conviene enfadar a las setentonas; pues de ellas depende la reputación de las jóvenes.
Ha dado la una de la mañana, y en vez de acostarme, aunque no puedo tenerme en pie, es preciso que le escriba esta larga carta, que va a redoblar mi gana de dormir con el fastidio que me dará. Tiene usted fortuna en que yo no tenga tiempo para reñirle más. No crea por eso que le perdono, sino que estoy de prisa. Escúcheme, pues, y al hecho.
Por poco diestro que usted sea, debe ganarse mañana la confianza de Danceny. El momento es favorable, puesto que ahora es desdichado. La muchacha ha ido a confesarse y ha revelado todo como una simple. Desde entonces la asusta tanto el temor del diablo, que quiere romper absolutamente todo trato con su amante. Me ha contado todos sus escrúpulos con una vehemencia que me hace ver cuán exaltada está su imaginación. Me ha enseñado lo que ha escrito para romper, y es una verdadera carta de capuchino. Ha charlado una hora sin decir una palabra que tenga sentido común; pero no ha dejado de embarazarme mucho; porque usted comprende que no podía yo correr el riesgo de franquearme con una tan pobre cabeza.
No obstante, en medio de toda su charla, he visto que no por eso ama menos a su Danceny, y aun he notado uno de aquellos recursos que nunca deja de emplear el amor, y del que veo que esta muchacha es víctima de un modo bastante curioso. Atormentada por el deseo de ocuparse de su querido y por el temor de condenarse, ha imaginado el pedir a Dios que se lo haga olvidar; y como renueva esta oración a cada instante del día, halla el medio de pensar en él sin cesar.
Con otro que tuviera más mundo que Danceny, este pequeño incidente sería, acaso, más favorable que contrario; pero el joven es tan mirado que, si no le ayudamos, necesitará tanto tiempo para vencer los más pequeños obstáculos, que no nos dejará el suficiente para efectuar nuestro proyecto.
Usted tiene razón; es lástima, y lo siento yo también, que sea héroe de esta aventura; ¿pero qué quiere usted? lo hecho no tiene remedio, y es culpa suya. He querido ver su respuesta
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y me ha dado lástima. Se fatiga en probar con razonamientos, que un sentimiento involuntario, no puede ser un crimen, como si no cesase de involuntario desde el momento en que se le deja de combatir. Esta reflexión es tan sencilla, que la muchacha misma la ha hecho. Se queja de su infortunio de un modo bastante patético; pero su dolor es tan tierno, y parece tan fuerte y tan sincero, que tengo por imposible que una mujer que halla la ocasión de desesperar a un hombre y con tan poco peligro, no esté tentada de contentar su capricho. Acaba, en fin, explicándole que no es peligroso como ella creía; y es, sin disputa, lo mejor que dice; porque si se trata de entregarse al amor monástico, seguramente los caballeros de Malta no merecen que les demos la preferencia.
Sea como fuere, en lugar de perder el tiempo en razonamientos que me hubieran comprometido, tal vez sin persuadirla, he aprobado su proyecto de rompimiento; pero le he dicho que era más decoroso, en tal caso, decir sus razones que escribirlas; que el uso exige también que se devuelvan las cartas y otras bagatelas que puedan haber recibido; y así, teniendo el aire de adoptar sus ideas, la he decididp a dar una cita a Danceny. Al instante hemos concertado el modo, me he encargado de decidir a su madre a que salga mañana de casa sin su hija; mañana después de medio día será el momento decisivo. Danceny está ya informado; pero por Dios, si halla usted la ocasión, decida usted a este lánguido amante a que haga menos el derretido; enséñele usted, ya que es menester enseñarle todo, que el verdadero medio de vencer los escrúpulos, es el no dejarles nada que perder, en este particular, a los que los tienen.
Por lo demás, a fin de que no se repita una escena tan ridícula, no he dejado de suscitar algunas dudas en la mente de esta niña sobre la discreción de los confesores, y le aseguro que paga ahora el miedo que me ha dado con el que tiene ella misma de que el suyo no va a contarlo todo a su madre. Espero que después que yo haya tenido una o dos conversaciones con ella, no irá más a contar sus tonterías al primer venido.
Adiós, mi vizconde. Apodérese usted de Danceny, y diríjale. Sería cosa vergonzosa que no lográsemos hacer lo que queremos de dos muchachos. Si hallamos más dificultades de lo que habíamos creído, pensemos para animarnos, usted, que se trata de la hija de la señora de Volanges, y yo, que ha de ser algún día esposa de Gercourt. Adiós.
En…, a 2 de setiembre de 17…
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE TOURVEL
Muy señora mía: Usted me prohibe que le hable de mi amor; pero, ¿en dónde podrá hallar fuerza bastante para obedecer a su mandato? Únicamente ocupado de un sentimiento, que debería ser tan dulce, y que usted hace tan cruel; muriendo de amor en el destierro a que me ha condenado; no viviendo sino de privaciones; víctima de un tormento tanto más doloroso, cuanto me recuerda sin cesar su indiferencia; ¿será preciso que pierda aún el único consuelo que me queda? ¿Desviará usted sus ojos para no ver las lágrimas que me hace derramar? ¿Pensará aceptar el mismo sacrificio que me exige? ¿No sería más digno de usted, de su alma tierna y generosa, tener piedad de un desgraciado, que lo es sólo por su causa, que no el querer multiplicar sus penas, con una ley tan injusta como rigurosa?
Usted finge temer al amor, y no quiere considerar que usted se ocasiona los males de que le reconviene. ¡Ah! sin duda, este sentimiento es penoso, cuando el objeto que lo inspira no lo experimenta mutuamente; pero, ¿en dónde buscaremos la dicha, si un amor recíproco no la procura? La tierna amistad, la dulce confianza, la disminución de los pesares, el aumento de los placeres, la esperanza encantadora, el delicioso recuerdo, ¿quién puede procurarlos sin el amor? Usted le calumnia, usted que, para gozar de todos los bienes que le ofrece, necesita sólo no rehusarlos; y yo olvido las penas que me causa, para emplearme en defenderlo.
Me obliga usted también a defenderme a mí mismo; pues mientras que dedico mi vida a adorar sus encantos, usted emplea la suya en suponer y condenar mis faltas. Ya me cree inconstante y engañoso; y abusando, en daño mío, de algunos errores que yo he confesado a sus pies, se complace en confundir lo que yo era entonces con lo que soy al presente. No contenta con haberme condenado al martirio de vivir lejos de usted, emplea un horrible sarcasmo, hablándome de placeres en punto a los cuales sabe bien cuán insensible me ha vuelto usted. No cree ni mis promesas ni mis juramento; pues bien, me queda todavía una garantía