Supongamos que usted me amase verdaderamente (y sólo consiento en admitir esta suposición, para no volver más a hablar sobre este asunto), ¿serían menos insuperables los obstáculos que nos separan? ¿y me quedará otra cosa, sino desear que usted pueda vencer pronto ese amor, y, sobre todo, ayudarle a ello cuanto me fuese posible, quitándole toda esperanza? Usted mismo confiesa que este sentimiento es penoso, cuando el objeto que lo inspira no lo experimenta mutuamente. Sabe, pues, que me es imposible entregarme a él, y aun cuando esta desgracia me sucediese, yo sería más digna de lástima, sin que usted fuese más feliz. Me lisonjeo de que me estima bastante para no dudar nunca de ello; cese, pues, se lo ruego, en querer turbar mi corazón, que tanto necesita de serenidad; no me obligue a que me pese el haberle conocido.
Querida y estimada por mi marido, que amo y respeto, mis placeres y mis obligaciones se unen en una misma persona. Soy feliz y debo serlo; si hay placeres más vivos, no los deseo, ni quiero conocerlos. ¿Puede haberlos mayores que el de estar bien consigo mismo, pasar días serenos, dormirse sin inquietud y despertar sin remordimientos? Lo que usted llama felicidad, es sólo un alboroto de los sentidos, una tormenta de pasiones cuyo espectáculo es horroroso, aun visto desde la playa. ¡Ah! ¿cómo se puede arrostrar una tempestad? ¿Cómo atreverse a navegar en un mar cubierto de los destrozos de mil y mil naufragios? ¿Y con quién? No, señor, me quedo en tierra y apetezco los vínculos que me retienen. Aunque pudiese, no los rompería, y si no los tuviese, me apresuraría a contraerlos.
¿Por qué sigue mis pasos? ¿por qué se obstina en perseguirme? Las cartas de usted, que debían ser raras, se suceden con rapidez. Debían ser razonables, y en ellas no habla sino de su loco amor. Me insidia con su idea más que lo hacía con su persona. Alejándose bajo una forma, al instante se presenta con otra. Las cosas de que se pide a usted no hable más, las repite, sólo que de otro modo. Se complace en embarazarme con razonamientos capciosos y esquiva los míos. No quiero volver a responderle. No le responderé más… ¡Cómo trata usted a las mujeres que ha seducido! ¡Con qué desprecio habla de ellas! Quiero creer que algunas lo merecen, ¿pero son todas tan despreciables? ¡Ah! sin duda, puesto que han faltado a los deberes del matrimonio para entregarse a un amor criminal. Desde aquel momento lo han perdido todo, hasta la estimación de aquel a quien todo lo han sacrificado. Este suplicio es justo; pero la sola idea llena de terror. Y en fin, ¿qué me importa? ¿por qué he de ocuparme de ellas ni de usted? ¿Con qué derecho viene usted a turbar mi tranquilidad? Déjeme, no me vea ni me escriba más, se lo ruego, y lo exijo. Esta es la última carta que recibirá de mí.
En…, a 5 de setiembre de 17…
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL
Al volver ayer de París encontré en mi casa su carta, y me ha divertido mucho su cólera. No le sería a usted más sensible la torpeza de Danceny aun cuando la hubiese emplearlo contra usted misma. Sin duda por vengarse de él acostumbra a su querida a que le haga esas pequeñas infidelidades. En verdad, es usted una picarilla. Pero es muy amable y no extraño que se la resista menos que a Danceny.
En fin, por decirlo así, conozco de memoria a este héroe de novela, y para mí no tiene ya secreto alguno. Le he dicho tanto que el amor honesto da la suprema felicidad, que el sentimiento vale más que diez intrigas, que yo mismo en este momento me hallo enamorado y tímido; en fin: ha encontrado mi modo de pensar tan conforme con el suyo que, encantado con mi candor, me lo ha dicho todo y me ha jurarlo ser mi amigo sin reserva; pero no estamos por eso más adelantados en nuestro proyecto.
Desde luego me ha parecido que tiene por sistema, que una soltera merece más miramientos que una casada, porque tiene más que perder: piensa que un nombre no tiene excusa cuando pone a una señorita en la necesidad de casarse con él, o de vivir deshonrada, cuando ella es infinitamente más rica que él, como sucede en el presente caso. La seguridad de la madre, el candor de la hija, todo lo detiene. Con un poco de maña, y auxiliado por la pasión, pronto hubiera yo combatido estos razonamientos por más justos que sean, tanto más cuanto que sirven a hacer pasar a uno por ridículo, y que el uso corriente no los autoriza. Pero lo que impide que se pueda vencer a este hombre, es que se halla gustoso con su sistema y manera de obrar. En efecto, si los primeros amores parecen en general más honestos, y como se dice, más puros; si, a lo menos, son más lentos en su marcha, no es, como se piensa, por efecto de delicadeza o de timidez, es que nuestro corazón, admirado de un sentimiento desconocido, se detiene, por decirlo así, a cada paso, para gozar de las delicias que experimenta, y es tan grande este influjo en un corazón nuevo que lo ocupa hasta el punto de hacerle olvidar cualquier otro placer. Es esto tan cierto, que un libertino enamorado, si puede estarlo un libertino, muestra desde entonces menos ansias de gozar, y que en fin, entre la conducta de Danceny con la joven Volanges, y la mía con la gazmoña señora de Tourvel, no hay más diferencia que el más o el menos.
Preciso hubiera sido para acalorar a nuestro joven, que hubiese hallado más obstáculos, sobre todo, más misterio, pues el misterio lleva a la audacia. No estoy lejos de creer que usted nos ha perjudicado a fuerza de servirle bien: la conducta de usted hubiese sido excelente con un hombre hecho a esos tratos, que no hubiera sentido deseos; pero debiera usted haber conocido que un hombre joven, honrado y enamorado, el favor que más aprecia es el estar cierto de ser amado, y que cuanto más lo está, menos emprendedor es. ¿Qué haremos ahora? No lo sé; no creo que la muchacha caiga antes de su casamiento; y sólo habremos sacado el pagar los gastos: lo siento mucho, pero no veo el remedio.
Mientras yo diserto de ese modo, usted emplea el tiempo con su caballero. Esto me hace pensar que usted me ha prometido una infidelidad en favor mío; tengo la promesa por billete escrito y no quiero que se haga añeja; convengo en que no se vence todavía el plazo; pero mostraría generosidad si no lo esperase. Por mi parte no dejaré de pagar los intereses. ¿Qué dice de esto, amiga mía? ¿No está ya cansada de ser constante? Ese cortejo es, pues, bien precioso. ¡Ah! déjeme usted a mí. Quiero obligarla a confesar que si le ha encontrado algún mérito, es porque me tiene olvidado.
Adiós, mi bella amiga. La abrazo con la misma ansia con que la deseo. Desafío a todos los besos de su caballero a que sean más ardientes que los míos.
En…, a 5 de setiembre de 17…
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE TOURVEL
¿Por dónde he merecido, mi señora, las recomendaciones que me hace y la cólera que me muestra? La más viva inclinación a usted, y no obstante la más respetuosa, la sumisión más completa a sus menores deseos, vea en dos palabras la historia de mis sentimientos y de mi conducta Agobiado con las penas de un amor desdichado, no tenía más consuelo que el de verla; me ha mandado que me prive de él, y he obedecido, sin permitirme la más mínima queja. En recompensa de este sacrificio me ha concedido usted que la escriba, y hoy me quiere quitar ya ese único placer. ¿Me lo dejaré arrebatar sin defensa? No sin duda. Y ¿cómo podría no interesarme siendo el único que me queda, y viniendo de usted?
Mis cartas, dice usted que son demasiado frecuentes; repare que de diez días a esta parte que dura mi destierro, no he pasado un sólo momento sin ocuparme de usted, y, sin embargo, sólo le he escrito dos veces. No hablo a usted en ellas sino de amor: ¿y qué otra cosa puedo decir sino lo que pienso? Lo único que he podido es atenuar la fuerza de las expresiones, y puede creer que no he dejado percibir sino lo que me ha sido imposible ocultar. Me amenaza, en fin, con que no volverá a responderme. Así, pues, el hombre que la prefiere a todo, y la respeta aún más que la ama, no contenta de tratarle con rigor, quiere usted despreciarle. ¿Y por qué esas amenazas? ¿Por qué ese enojo? ¿Qué necesidad tiene de eso? ¿No está bien cierta de ser obedecida aun cuando da órdenes injustas? ¿Me es posible rehusar a usted alguno de sus deseos? ¿No lo he probado ya? ¿Abusará de este mismo imperio que ha tomado sobre mí? Después de haberme hecho desgraciado, después de ser injusta, ¿podrá fácilmente gozar de esa tranquilidad que dice serle necesaria? ¿No se dirá nunca: me ha dejado árbitro de su suerte, y he causado su desdicha? Imploraba mis auxilios y yo lo he rechazado sin piedad. ¿Sabe usted hasta dónde puede llevarme mi desesperación? No.
Para calmar mis penas era preciso que usted supiese adónde llega mi amor y conociera mi corazón.
¿Por qué me sacrifica a temores quiméricos? ¿Quién los inspira? Un hombre que la adora, un hombre sobre quien jamás cesará usted un imperio absoluto. ¿Qué teme usted, ni qué pue-de temer de un sentimiento que siempre dirigirá a su antojo? Pero su imaginación se crea fantasmas, y achaca al amor el espanto que le causan. Tenga usted un poco de confianza, y esos fantasmas desaparecerán.
Ha dicho un sabio que para disipar nuestros temores, basta siempre el examinar a fondo su causa
[ 15 ]
. Esta verdad es aplicable sobre todo al amor. Ame usted, y sus temores se desvanecerán. En lugar de los objetos que la asustan, hallará un sentimiento delicioso, un amante tierno y sumiso, y todos los días de su vida pasados en el seno de la felicidad, no le dejarán otro pesar sino el del tiempo que ha perdido viviendo en la indiferencia. Yo mismo, desde que corregido de mis errores no vivo más que para el amor, siento haber perdido un tiempo que creí haber pasado entre placeres, y reconozco que usted sola puede hacerme venturoso. Pero le suplico que el gusto que hallo en escribirle, no vuelva a turbarse con el miedo de desagradarla. No quiero desobedecerla; pero, postrado a sus pies, le reclamo la dicha que quiere robarme, la única que me había negado: insto de nuevo; escuche mis ruegos, y vea correr mis lágrimas.
¡Ah, señora! ¿me lo negará usted?
En…, a 7 de setiembre de 17…
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL
Dígame, amiga mía, si lo sabe: ¿Qué significan todas estas lamentaciones de Danceny? ¿Qué ha sucedido? ¿Qué ha pasado? Tal vez su bella se ha enfadado, cansada al fin de su eterno respeto. Es menester ser justos, y creer que habría razón para enfadarse, aún con mucho menos. ¿Qué le diré esta noche en la cita que me ha pedido, y le he dado a todo riesgo? Seguramente no perderé mi tiempo en escuchar sus jeremiadas, y esto no debe conducir a nada. Los lamentos amorosos sólo pueden oírse en recitativo obligado y en arias de bravura. Infórmeme, pues, de lo que ocurre y de lo que yo deba hacer, o sino deserto, para evitar el fastidio que preveo. ¿Podré ver a usted esta mañana? Si está ocupada, escríbame una palabra, y deme la contraseña del papel que debo representar. ¿En dónde estaba usted ayer? No puedo encontrarla ya. Realmente esto no valía la pena de retenerme en París el mes de setiembre. Decídase, sin embargo, porque acabo de recibir un convite muy urgente de la condesa de B*** para que vaya a verla a su casa de campo; y me lo hace de un modo bien curioso, diciéndome: "mi marido posee el más hermoso monte del mundo, que conserva con el mayor cuidado para sus amigos", así es que tengo algún derecho sobre ese monte. Volveré pues a verle, si no puedo ser útil a usted por ahora.