Empecé por la madre. La he hallado tan triste, que esto sólo venga a usted, en parte, de las contrariedades que le hace sufrir por causa de su bella devota. Todo ha salido perfectamente. Mi único cuidado era que no hubiese aprovechado la madre del momento para ganar la confianza de su hija, lo que habría sido muy fácil, sólo empleando con ella el lenguaje de la dulzura y la amistad, y dando a los consejos de la razón el aire y el tono de la ternura indulgente. Por fortuna ha empleado la severidad, y en fin, se ha conducido todo lo mal que yo podía desear. Cierto que ha estado por echar abajo todo nuestro plan con la resolución que había tomado de volver a su hija al convento; pero yo he parado el golpe, persuadiéndola a que sólo haga esta amenaza para el caso en que Danceny siga con el mismo proceder, y en ello he llevado la mira de forzar a los dos a cierta circunspección que ahora creo necesaria para el logro.
Fui luego a ver a la hija. ¡Cuánto la hermosea el dolor! Con poco coqueta que se haga, llorará a menudo, pero esta vez lloraba sin malicia. Sorprendida yo de este nuevo encanto que no conocía y que tenía infinito placer en conservar, no le dí por lo pronto más que aquellos insípidos consejos que aumentan las penas más que las mitigan, y de este modo, la puse en términos que iba a caer en convulsiones. Le aconsejé que se acostase, y consintió, sirviéndole yo de doncella. No había arreglado su pelo y bien pronto sus cabellos cayeron sueltos sobre sus espaldas, y su garganta descubierta: yo la besé, ella se dejó caer en mis brazos, y sus lágrimas volvieron a correr. ¡Oh Dios, qué hermosa estaba! ¡Si la Magdalena era así, debió ser mucho más peligrosa como penitente que como pecadora!
Así que la bella desolada estuvo en su cama, entonces me puse a consolarla de buena fe. Por de contado la tranquilicé sobre el temor de volver al convento. Le hice concebir esperanzas de ver a Danceny en secreto y, sentándome sobre su lecho: “¡Si estuviese aquí!” le dije: y después sobre este tema, de distracción en distracción la conduje a no acordarse más de que estaba afligida. Nos hubiésemos separado enteramente amigas si no hubiera querido confiarme una carta para Danceny, lo que yo rehusé; y vea usted mis razones que aprobará, de fijo.
Desde luego era comprometerme con Danceny; y si era ésta la única disculpa que yo podría dar a Cecilia, de usted a mí existen otras muchas. ¿No hubiera sido arriesgar el fruto de mi trabajo el proporcionar tan pronto a estos amantes el medio fácil de calmar sus penas? Además, no me pesaría obligarlos a hacer intervenir algunos criados en esta aventura, porque, en fin, si lo llevamos a cabo, como espero, será menester que sea divulgado inmediatamente de la boda; y hay pocos medios más seguros; o bien si por milagro los criados no hablasen, lo haremos nosotros, y será más cómodo imputar a ellos la indiscreción.
Fuerza, pues, que dé usted hoy esta idea a Danceny; y como no estoy segura de la doncella de Cecilia, de que ella misma duda, indíquele a mi fiel Victorina. Yo cuidaré que el paso salga bien. Esta idea me agrada tanto más, cuanto que la confianza sólo será útil para nosotros y no para ellos, porque no estoy al cabo de mi cuento.
Mientras me rehusaba yo a encargarme de la carta de la muchacha, temía a cada instante que me propusiese echarla al correo, a lo que no hubiera podido negarme. Felizmente, fuese por lo turbada que estaba, por ignorancia, o porque le importase más que la carta la respuesta, que no hubiera podido recibir de ese modo, no me habló de tal cosa; pero para evitar que le viniese la idea, o al menos que le aprovechara, tomé al instante mi partido, y volviendo al cuarto de la madre, la decidí a alejar por algún tiempo de París a su hija, a llevársela al campo. ¿Y adónde? ¡Cómo! ¿El corazón no le palpita de alegría?… A casa de su tía de usted, la señora de Rosemonde. Hoy mismo se lo debe avisar. Con que ya está autorizado a ir a ver a su devota, que no tendría ya que echarle en cara el escándalo de hallarse a solas con usted; y gracias a mi cuidado, la misma señora de Volanges reparará el mal que le ha hecho.
Pero escúcheme bien, y no se ocupe tan exclusivamente de sus asuntos propios, que pierda éste de vista; piense cuánto me interesa. Quiero que sea usted el corresponsal y el consejero de los jóvenes. Informe, pues, de este viaje a Danceny, y ofrézcale sus servicios. No halle dificultad sino en hacer llegar a manos de la bella su carta credencial, y venza al instante el obstáculo, indicándole el medio de mi doncella. No hay duda en que él aceptará, y usted, en premio de su trabajo, logrará la confianza de un corazón nuevo en amor, lo que siempre es interesante. ¡Pobrecilla! ¡cómo se sonrojará al entregar a usted su primera carta! En realidad, este papel de confidente, contra el cual hay tantas preocupaciones, me parece un entretenimiento muy agradable, cuando uno tiene ocupación por otro lado; y en este caso estará usted.
De su cuidado depende el desenlace de esta intriga. Juzgue cuál es el momento oportuno para reunir los actores. El campo ofrece mil medios, y Danceny, sin duda, estará pronto a ir a la primera señal que usted le dé. Una noche, un disfraz, una ventana… ¿qué sé yo? Pero en fin, si la chica vuelve en el mismo estado en que se ha ido, echaré a usted la culpa. Si cree que necesita de algún nuevo estímulo por mi parte, dígalo. Creo haberla dado una buena lección sobre el peligro que hay en guardar cartas, para atreverme a escribirle; siempre sigo en la idea de hacer de ella una discípula mía.
Creo que he olvidado decirle que sus sospechas, en punto al descubrimiento de su correspondencia, habían recaído sobre su doncella; pero yo las hice caer sobre su confesor. Esto es matar dos pájaros de un tiro.
Adiós, vizconde mío; hace mucho tiempo que estoy escribiéndole, y se ha retardado mi comida; pero el amor propio y la amistad han dictado mi carta, y ambos son parleros; por lo demás, usted la recibirá a las tres, y es lo que basta.
Quéjese ahora de mí, si se atreve; y vaya a ver si le tienta el monte del conde B***. Dice usted que lo conserva para el placer de sus amigos. ¿Con que ese hombre es amigo de todo el mundo? Adiós, que tengo hambre.
En…, a 9 de setiembre de 17…
EL CABALLERO DANCENY A LA SEÑORA DE VOLANGES
(Borrador incluido en la carta LXVI del vizconde a la marquesa.)
Muy señora mía: sin intentar justificar mi conducta, ni quejarme de la de Ud., no puedo menos de lamentarme por un suceso que hace la desgracia de tres personas, todas dignas de una suerte más feliz. Sintiendo más ser la causa que la víctima, he querido desde ayer muchas veces ponerme a responder a usted, sin poder hallar fuerzas suficientes para verificarlo. Tengo, sin embargo, tantas cosas que decirle, que es indispensable haga por fin un esfuerzo; y si esta carta lleva poco orden en las ideas que expresa, usted debe conocer cuán dolorosa es mi situación, para concederme alguna indulgencia.
Permítame, desde luego, que reclame contra la primera frase de su carta. Yo no he abusado, me atrevo a decirlo, de su confianza ni de la inocencia de su señora hija; he respetado una y otra en mis acciones. Estas solas dependían de mí, y aun cuando usted quisiese hacerme responsable de un sentimiento involuntario, no temo añadir que el que me ha inspirado esta señorita es tal, que puede desagradar a usted, mas no ofenderla.
Sobre este punto, que me interesa más de lo que puedo explicar, no quiero tener otro juez sino usted misma, ni otros testigos que mis cartas.
Me prohibe volver a poner los pies en su casa en lo sucesivo, y seguramente me someteré a cuanto usted guste mandar sobre este particular; ¿pero esta ausencia repentina y total no dará lugar igualmente a las observaciones que usted quiere evitar, como daría la orden que por esta razón no ha querido dar a su portero? Insisto tanto más sobre este punto, cuanto que importa mucho más a su hija que a mí. La pido, pues, que se sirva pesar todo con madurez, y no haga que la severidad perjudique a la prudencia. Persuadido de que el interés sólo de su hija dictará sus resoluciones, esperaré en cuanto a esto nuevas órdenes de su parte.
En caso que me permitiese presentar mis respetos algunas veces en su casa, me obligo -y puede usted, señora, fiarse en mi promesaa no abusar de dichas ocasiones para intentar hablar en particular a su señora hija, o darle alguna carta. El temor de comprometer su reputación me fuerza a este sacrificio, y la dicha de mirarla me desquitará.
Este artículo de mi carta es la única respuesta que puedo hacer a lo que me dice sobre la suerte que destina a su hija, y que quiero hacer que dependa de mi conducta. Sería engañar a usted el ofrecerle más. Un vil seductor puede acomodar su plan a las circunstancias, pero el amor que me anima sólo me permite dos sentimientos, el valor y la constancia.
¿Consentir ya en que la hija de usted me olvide y en olvidarla yo mismo? No, no, jamás. Le seré fiel, ha recibido mi juramento, y lo renuevo ahora. Perdón, señora, me extravío; es preciso reportarme.
Me queda otro punto que tratar con usted, el de las cartas que me pide. Siendo infinito tener que añadir una negativa a las ofensas que usted me supone ya; pero le pido que oiga mis razones, y que, para apreciarlas, se acuerde de que sólo puede consolarme de haber perdido su amistad la esperanza de conservar su estimación. Las cartas de esta señorita, preciosas siempre para mí, vienen aserlo mucho más en este momento. Son el único bien que me queda; ellas solas me recuerdan un sentimiento que hacen la felicidad de mi vida. Sin embargo, puede creerme, no titubearía un sólo instante en hacer este sacrificio, y el pesar de esta privación cedería al deseo de probarle mi deferencia respetuosa; pero me detienen consideraciones del mayor peso, y que estoy cierto que usted misma aprobará.
Usted sabe ya el secreto de su hija, no hay duda; pero, permítame decirlo, estoy autorizado a creer que ha sido por efecto de sorpresa, y no de la confianza. No pretendo censurar un paso que autoriza tal vez la solicitud de una madre. Respeto sus derechos, pero no alcanzan a dispensarme de mis deberes. El más sagrado de todos es el de no faltar nunca a la confianza que se nos entrega, y sería incurrir en esta falta el hacer ver a otro los secretos de un corazón que no ha querido manifestarlos sino a mí.
Si su señora hija consiente en confiarlas a usted, que hable. Sus cartas entonces son inútiles. Si, al contrario, quiere encerrar en su pecho su secreto, no espere usted, ciertamente, que sea yo quien la instruya.
En cuanto al misterio que desea que cubra este suceso, viva usted tranquila; sobre todo lo que interesa a la señorita de Volanges, desafío yo hasta el corazón de una madre. Para acabar de quitarle toda inquietud, todo lo he previsto; y este depósito precioso, cuyo paquete llevaba antes por letrero Papeles para quemar, lleva ahora el de Papeles que pertenecen a la señora de Volanges. Este partido que tomo debe probarle también que el negárselos yo ahora, no proviene tampoco de que tema que en ellos encuentre usted un solo sentimiento ofensivo a su persona.
Vea pues, señora, una carta bien larga; no lo fuera bastante todavía, si le dejase la mayor duda sobre la honradez de mis sentimientos, sobre mi pesar bien sincero de haberla desagradado, y sobre el profundo respeto con que tengo el honor de ser su más atento servidor, etc., etc.
En…, a 7 de setiembre de 17…
EL CABALLERO DANCENY A CECILIA VOLANGES
(Enviada abierta a la marquesa de Merteuil, en la carta LXVl del vizconde.)
¡Oh, mi Cecilia! ¿Qué será de nosotros? ¿Qué Dios nos salvará de las desgracias que nos amenazan? ¡Ah! Denos el amor, a lo menos, valor bastante para soportarlas. ¿Cómo podré pintar cuál ha sido mi sorpresa, mi desesperación, al ver mis cartas, y a la lectura del billete de la señora de Volanges? ¿Quién ha podido vendernos? ¿Quién sospecha usted? ¿Ha cometido, por ventura, alguna imprudencia? ¿Qué hace usted ahora? ¿Qué le han dicho? Quisiera saberlo todo, y todo lo ignoro. Tal vez usted misma no sabe más que yo.
Envíole el billete de su madre, y copia de mi respuesta, esperando aprobará lo que le digo. También tengo mucha necesidad de que apruebe los pasos que he dado desde este lance fatal; todos han tenido por objeto el tener noticias de usted y dárselas mías; y ¿quién sabe? Tal vez con ellos lograré volver a verla y acaso con mayor libertad.
¿Concibe usted, mi Cecilia, adónde llegará el placer de volver a vernos, de poder jurarnos mutuamente un amor eterno, y de ver en nuestros ojos y sentir en nuestras almas que este juramento no será falso ni engañoso? ¿Qué penas no haría olvidar un momento semejante? Pues esa misma esperanza es la que tengo, y la debo a estos pasos que se dignará en aprobar. ¿Qué digo? Lo debo al cuidado y a la solicitud del más tierno de los amigos, y lo que únicamente le suplico es que permita que este mi amigo lo sea suyo.