Oímos ruido hacia el salón. La señora de Tourvel, asustada, se levantó precipitadamente, tomó un candelero y salió. Preciso era dejarla. Era sólo un criado. Entonces la seguí; pero apenas di unos pasos, sea que me reconociera, sea por un vago sentimiento de terror apresuró la marcha y se arrojó más que entró en sus habitaciones. Allá iba yo. Pero la llave estaba por dentro. Claro que no llamé. Hubiérale sido muy fácil resistir. Tuve, sí, la feliz idea de mirar por la cerradura y vi a esta mujer adorable arrodillada, bañada en lágrimas y orando con fervor. ¿A qué Dios osará invocar que algo pueda contra el amor? En vano busca ya extraño socorro; yo soy el dueño de su suerte.
Creyendo haber hecho bastante en un día, me retiré a mi cuarto y me puse a escribir a usted. Creí volverla a ver a la hora de la cena, pero mandó a decir que estaba indispuesta y se acostaba. La señora de Rosemonde quiso subir a su aposento pero la maliciosa enferma pretextó una jaqueca que no le permitía ver a nadie. Bien supone usted que la velada fue corta y que yo tuve también mi jaqueca. Ya en mi habitación, le escribí una larga carta quejándome de su rigor y me acosté con el proyecto de dársela mañana. Dormí mal, como verá usted por la fecha de esta carta. Me levanté y volví a leer mi epístola. He visto que me descuidé un tanto y que muestro más entusiasmo que amor, más enfado que tristeza. Será preciso rehacerla, pero estando más tranquilo.
Advierto el amanecer y espero que su frescura me hará conciliar el sueño. Voy a acostarme, y sea cual fuere el imperio de esta mujer sobre mí, le prometo no ocuparme tanto de ella que no me quede tiempo de pensar en usted. Adiós, mi hermosa amiga.
En…, a 20 de agosto de 17…
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE TOURVEL
Por compasión, señora, sírvase usted de calmar mi agitación extrema, dígnese indicarme lo que debo esperar o temer; colocado entre el exceso de la dicha o del infortunio, la incertidumbre es un martirio cruel. ¡Ah! ¿por qué le he hablado? ¿Por qué no he tenido fuerza para resistirme al imperioso encanto que arrancó mi pensamiento? Contento en adorarla callando, gozaba por lo menos de mi amor, y este puro sentimiento que entonces no turbaba la imagen de la pena de usted, bastaba para labrar mi felicidad; pero esta fuente de placer se ha convertido en manantial de desesperación, desde que he visto correr sus lágrimas, desde que he escuchado aquel cruel “¡Ay desdichada!” Esas dos palabras, señora, resonarán largo tiempo en mi corazón. ¿Por qué fatalidad el más dulce de los sentimientos no puede inspirarla sino terror? ¿Qué teme usted? ¡Ay! no es experimentarle como yo; pues su corazón, que he conocido mal, no está hecho para amar. El mío, que usted calumnia sin cesar, es el único sensible; el suyo es aún despiadado. Si no fuese así, no habría negado una palabra de consuelo a un infeliz que le contaba sus penas, no se habría usted ocultado a su vista, cuando es su único placer mirarla, no se habría burlado cruelmente, haciéndole anunciar que estaba indispuesta, sin permitirle ir a informarse de su estado; habría entonces sabido que esta misma noche, que para usted no eran sino doce horas de reposo, iba a ser para él un siglo de tormentos.
¿Por dónde, dígame, he merecido ese rigor que me desespera? No temo el hacer a usted misma mi juez. ¿Qué he hecho sino ceder a un sentimiento involuntario, inspirado por la belleza y justificado por la virtud, contenido por el respeto, y cuya inocente declaración fue un efecto de confianza y no de esperanzas culpables? ¿Desatenderá acaso esta confianza que parecía permitirme y a la cual me he entregado sin reserva? No, no lo puedo creer; eso sería suponer en usted una falta, y mi corazón se indigna con la idea de hallar en usted una sola; desmiento mis reconvenciones, que he podido escribir, mas no pensar. ¡Ah! déjeme creerla perfecta, puesto que es el único placer que me queda. Pruébeme que lo es, en efecto, siendo generosa conmigo. ¿Qué desgraciado ha socorrido usted que lo necesite tanto como yo? No me abandone en el delirio en el que usted misma me tiene sumergido. Présteme su razón, pues me ha privado de la mía y después de haberme corregido, ilumíneme para perfeccionar su obra.
No quiero engañarla. Jamás podrá usted vencer mi amor; pero me enseñará a regirlo, y guiando mi conducta y dictando mis discursos me evitará, por lo menos, la desgracia de haberla de desagradar. Disipe, sobre todo, este temor que me desola; dígame que me perdona y se conduele de mí; asegúreme, en fin, que me mira con indulgencia. No tendrá usted tanta como yo quisiera, pero reclamo al menos la que necesito; ¿me la negará?
Adiós, señora, reciba con bondad mis obsequios, que no disminuyen nada del respeto que le tengo.
En…, a 20 de agosto de 17…
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL
He aquí el boletín de ayer.
A las once entré en la habitaciones de la señora de Rosemonde, y bajo sus auspicios fui introducido al cuarto de la fingida enferma, que estaba todavía en cama. Tenía los ojos muy abatidos; espero que habrá dormido tan mal como yo. Aproveché de un momento en que la señora de Rosemonde se había separado un poco, para dar mi carta. No quiso tomarla, pero yo la dejé encima de la cama y fui con toda cortesía a traer el sillón de mi anciana tía, que deseaba estar cerca de su querida enferma; con lo que fue necesario que ésta ocultase la carta para evitar el escándalo. La enferma dijo mal a propósito que creía tener un poco de fiebre, y la señora de Rosemonde me suplicó le tomara el pulso, alabando mucho mis conoci-mientos de medicina. Mi hermosa tuvo el doble pesar de verse obligada a entregarme su brazo y saber que su pequeña mentira iba a ser descubierta. Tomé efectivamente su mano con una de las mías y pasé la otra por su brazo fresco y torneado. La maliciosa enferma no dijo nada, lo cual me hizo decir al retirarme: “No advierto la más ligera emoción.” Sospechaba que sus miradas debían ser severas y para castigarla, no me cuidaba de observarlas. Un momento después dijo que quería levantarse y la dejamos sola. Vino a la comida, que fue triste, y declaró que no iría al paseo; era como decir que no tendría yo ocasión de hablarla. Comprendí bien que era aquel el momento en que yo debía lanzar un suspiro o una mirada dolorida y sin duda ella lo esperaba, pues fue el único instante del día en que yo me encontré con sus ojos. Por más honesta que sea tiene sus mañitas como cualquiera. Encontré un momento para preguntarle si había tenido la bondad de informarse de mi suerte y quedé un poco admirado de oír que me respondía: “Sí, señor, he escrito a usted.” Tenía vivos deseos de conocer su carta. Pero sea también malicia, torpeza o timidez, no me la dio sino por la noche, cuando se retiraba a su cuarto. Adjunta la envío a usted; léala y juzgue; vea con qué insigne falsedad asegura que no siente amor, cuando estoy cierto de lo contrario; luego se quejará si la engaño después y no teme ella engañarme de antemano. Mi querida amiga, el hombre más diestro puede cuando más equipararse a la mujer más verídica. Será preciso, sin embargo, fingir que se cree toda esta charla y desesperarse, porque agrada a la señora hacer la cruel. ¿Cómo es posible no vengarse de tales infamias?… Paciencia… Pero, adiós, pues tengo mucho que escribir todavía.
A propósito, devuélvame la carta de la señora inhumana; es posible que más adelante quiera que se dé valor a tales miserias y es preciso hallarse en regla.
No hablo a usted de la jovencita Volanges; hablaremos de ella el primer día.
De la quinta de…, el 22 de agosto de 17…
LA PRESIDENTA DE TOURVEL AL VIZCONDE DE VALMONT
Muy señor mío: Sin duda no hubiera visto usted carta mía, si la conducta necia que tuve anoche, no me forzase hoy, a entrar en explicaciones. Sí, señor, he llorado, lo confieso; puede ser también que se me hayan escapado las dos palabras que tiene usted tanto cuidado de citarme. Todo lo ha notado usted, las lágrimas y las palabras. Es necesario, pues, explicarlo todo. Acostumbrada a no inspirar sino sentimientos honrados, a no oír sino discursos que pueda escuchar sin sonrojarme, a gozar, por consiguiente, de una seguridad que me atrevo a decir que merezco, no puedo ni disimular ni impedir las impresiones que siento. La admiración y perplejidad en que me pone el proceder de usted, yo no sé qué temor inspirado por un situación en que creí no haber tenido que hallarme jamás; tal ve la idea repugnante de verme confundida con las mujeres que usted desprecia y tratada tan ligeramente como ellas, todas estas causas reunidas han provocado el llanto que ha visto usted y han podido hacerme decir (creo que con razón) que era desdichada. Esta expresión que halla usted tan fuerte, sería, seguro, demasiado débil aún, si mis lágrimas y mis palabras hubiesen provenido de otro motivo. Si en vez de desaprobar unos sentimientos que deben ofenderme, hubiese temido el acogerlos. No, señor, no tengo este miedo; y si lo tuviese huiría cien leguas de usted; iría a llorar a un desierto la desgracia de haberlo conocido. Acaso, a pesar de la certeza que tengo de que no le amo y de que no le amaré nunca, hubiera hecho mejor en seguir los consejos de mis amigos y no haberlo dejado acercarse jamas a mí. He creído, éste es mi único yerro, que usted respetaría a una mujer honrada, que no deseaba sino ver en usted la misma calidad y hacerle justicia, que lo defendía cuando la ultrajaba ya con sus intenciones criminales. No me conoce usted, no señor, no me conoce. De otro modo no hubiera creído poder fundar sus pretendidos derechos en sus mismas faltas: porque usted me ha dicho proposiciones que yo no debía haber escuchado. No se hubiera creído autorizado a escribir una carta que yo no debía leer; y ahora me pide que yo guíe su conducta y dicte sus discursos. Pues bien el silencio y el olvido son los consejos que me cumple dar a usted y a usted el seguirlos. Entonces tendrá derecho a mi indulgencia y aún dependería de usted tenerle a mi reconocimiento… Pero yo no pediré nada a quien me ha faltado al respeto. No daré más prueba de confianza a quien ha abusado de mi seguridad. Usted me fuerza a temerle y acaso a detestarle. Yo no le quería; no deseaba ver en usted sino un sobrino de mi más respetable amiga y oponía la voz de la amistad a la voz pública que le acusaba. Usted ha destruído todo, y, lo veo, no querrá reparar nada.
Me limitó a declararle, caballero, que sus sentimientos me ofenden, que su declaración me ultraja y, sobre todo, que, lejos de llegar a acogerlos un día, usted me obligaría a no verlo jamás, si no se impusiese en este punto el silencio que me parece tengo derecho de esperar y aun de exigir. Incluyo en esta carta la que me ha escrito y espero que también tendrá la bondad de volverme la mía. Sentiría mucho que subsistiesen trazas de un lance que no debía haber ocurrido jamás.
Quedo de usted, etc.
En…, a 21 de agosto de 17…