Las amistades peligrosas (11 page)

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Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

En…, a 25 de agosto de 17…

CARTA XXXII

LA SEÑORA DE VOLANGES A LA PRESIDENTA DE TOURVEL

¡Está usted, pues, empeñada en que yo crea que Valmont es virtuoso! Confieso que no lo podré jamás, y que tendré tanta dificultad en creerlo honrado por el hecho solo que me refiere usted, cuanta tendría en creer vicioso a un hombre reputado de bien, de quien se me cuente una falta. La humanidad no es perfecta en ningún género, ni en lo malo ni en lo bueno. El malo suele tener sus virtudes, como el hombre de bien sus debilidades. Me parece tanto más preciso que creamos esta verdad cuanto de ella depende el ser indulgente con los malos como con los buenos y hacer que éstos no se engrían y que los otros no se desanimen. Usted hallará, sin duda, que yo olvido en este momento la indulgencia que predico; pero la miro como una debilidad peligrosa, cuando nos lleva a tratar de igual modo al vicioso y al honrado.

No me permitiré indagar los motivos que han dado lugar a la acción del señor de Valmont; quiero creer que habrán sido laudables como ella, ¿pero por eso ha pasado menos su vida en introducir en las familias la confusión, el deshonor y el escándalo? Escuche usted si gusta la voz del infeliz que ha socorrido, pero no le impida ésta oír los gritos de cien víctimas que ha sacrificado. Aun cuando no fuese como usted misma dice, sino un ejemplo del peligro de las amistades, ¿sería menos él mismo un amigo peligroso? ¿Usted le supone capaz de corregirse? Vamos adelante y supongamos realizado el milagro, ¿no existiría aún la opinión pública contra él y no bastaría esto a arreglar la conducta de usted? Dios sólo puede absolver en el instante del arrepentimiento; él sólo lee en los corazones; pero los hombres no pueden juzgar los pensamientos sino por las acciones, y ninguno, después de haber perdido la estimación de los otros, tiene derecho a quejarse de la desconfianza necesaria que hace aquella pérdida tan difícil de reparar. Piense, sobre todo, mi bella amiga, que algunas veces basta para perder dicha estimación, el afectar dar poca importancia; no llame usted injusticia esta severidad porque, fuera de que debe creerse que no se renuncia a un bien tan preciado cuando se tiene derecho a él, efectivamente está más cerca de obrar mal aquel a quien no contiene este freno. Tal sería, sin embargo, el aire que le daría a usted una relación íntima con el señor de Valmont, por más inocente que fuese.

Alarmada al ver la vehemencia con que lo defiende, me apresuro a satisfacer las objeciones que ya preveo. Me citará usted a la señora de Merteuil, a quien se le ha perdonado su trato con ese sujeto; me preguntará por qué la recibo en mi casa; me dirá quo lejos de ser desechado por las gentes honradas, está admitido y aun buscado por lo que se llama buena sociedad. Creo que puedo responder a todo esto.

Por de contado, la señora de Merteuil, sin duda muy estimable, no tiene tal vez otro defecto que el de confiarse demasiado en sus fuerzas; es parecida a un conductor hábil que gusta de regir a su carro entre rocas y precipicios, y a quien sólo el acierto justifica. A medida que va teniendo más experiencia, sus principios son más severos y no temo asegurar que en este punto pensaría como yo.

Por lo que a mí toca, no me justificaré más que las otra. Recibo, sin duda, al señor de Valmont y todo el mundo lo recibe. Pero esto es una inconsecuencia que debe aludirse a mil otras que rigen la sociedad. Usted sabe como yo que se emplea la vida en observarlas, en criticarlas y en prometerlas. El señor de Valmont, con un nombre ilustre, una gran riqueza y muchas cualidades amables, ha conocido muy pronto que para dominar en la sociedad basta saber manejar con igual destreza el elogio y la sátira. Nadie le aventaja en ambas cosas; seduce con la una y se hace temer con la otra. Ninguno le estima, pero todos le acarician. Así vive en medio de un mundo que, más prudente que atrevido, prefiere contemplarle a combatirle.

Pero ni la misma señora de Merteuil ni ninguna otra mujer se atrevería a encerrarse en una casa de campo y casi a solas con un hombre semejante. Estaba reservado a la más prudente, a la más juiciosa de todas el dar este ejemplo de inconsecuencia; perdóneme esta palabra que deja escapar mi amistad. Su propia honradez vende a usted mi bella amiga, en la seguridad que le inspira. Piense que la juzgarán por una parte gentes frívolas que no creerán una virtud que no hallan en sí mismas y por otra malvados que afectarán no creerla para castigar a usted el haberla ejercido.

Considere que está haciendo en este momento lo que algunos hombres no osarían. En efecto, entre los jóvenes de quienes Valmont se ha hecho en demasía el oráculo, veo que los más cuerdos temen parecer íntimamente unidos con él, ¡y usted no le teme! ¡Ah! corríjase usted, corríjase. Yo se lo suplico. Si mis razones no bastan para persuadirla, ceda a mi amistad; ella me hace reiterar mis instancias y ella debe justificarlas. Usted la encuentra severa y yo deseo que sea inútil; pero quiero más que se queje usted de su demasiado celo que de su negligencia.

En…, a 24 de agosto de 17…

CARTA XXXIII

LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT

Supuesto que teme usted lograr su fin, mi querido vizconde, supuesto que sólo quiere prestar armas contra sí mismo, y que desea menos vencer que combatir, nada tengo ya que decirle. La conducta de usted es un modelo de prudencia. Lo sería de necedad en la suposición contraria; y hablándole con franqueza, temo quese hace ilusión.

Lo que yo le reprocho no es el no haberse aprovechado del momento. Por una parte no veo con claridad a qué hubiese llegado; y por otra, sé muy bien, dígase lo que se quiera, que una ocasión malograda vuelve a encontrarse, mientras que un paso precipitado no tiene remedio.

Yo lo desafío ahora a que adivine hasta dónde puede esto conducirle. ¿Espera por ventura probar a esa mujer que debe entregarse? Me parece que eso debe ser en efecto una demostración de sensibilidad; y que para ser así, se trata de enternecer y no de razonar; pero ¿de qué serviría el enternecer con cartas, pues no se halla usted allí para aprovecharse? Aun cuando sus bellas frases produjesen el delirio del amor, ¿se lisonjea usted de que duraría bastante tiempo para evitar que la reflexión impidiese la declaración?

Piense en el que se necesita para escribir una carta, en el que pasa antes de ser entregada; este modo de conducirse puede salir bien con los niños, que cuando escriben amo a usted, no saben que dicen me rindo.

Hay además de esto otra observación que me admiro no haya hecho usted mismo, y es que nada hay tan difícil, en punto de amor, como escribir lo que se siente.

Quiero suponer que la presidenta no tiene bastante experiencia para apercibirse de ello; pero qué importa, el efecto no deja de faltar por eso.

Créame, vizconde; se le pide a usted que no vuelva a escribir, aproveche de esa prevención para reparar su falta, y espere a poder hablar.

¿Sabe usted que esa mujer es más fuerte de lo que yo creía? Su defensa es buena, y a no ser por lo largo de su carta y el pretexto que alega para entrar en materia en su frase de reconocimiento, no se hubiera descubierto de ningún modo.

Lo que también me parece que debe tranquilizarle sobre el acierto, es que usa muchas frases a la vez; preveo que las agotará en defensa de las palabras, y no le quedará fuerza para defenderse.

Devuélvole sus dos cartas, y si es usted prudente, serán las última hasta que llegue el momento feliz. Si fuese menos tarde, le hablaría de la joven Volanges, que adelanta bastante, y de quien estoy contenta. Creo que terminaré antes que usted, y debe darse por muy dichoso. Ceso por hoy.

En…, a 24 de agosto de 17…

CARTA XXXIV

EL VIZCONDE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL

Usted habla a las mil maravillas, mi bella amiga, pero, ¿por qué se fatiga tanto en probar lo que nadie ignora? Para adelantar rápidamente en cosas de amor, vale más hablar que escribir. Al decir esto se reduce, según creo, toda su carta. Y bien, esos son los más simples elementos del arte de seducir. Noto únicamente que hace usted una sola excepción de ese principio y que hay dos. A los niños que obran así por timidez y se rinden por efecto de ignorancia, se deben juntar las mujeres sabias que por amor propio caen en lazos de la vanidad. Por ejemplo, la condesa de B… que respondió sin dificultad a mi primera carta, no estaba entonces más enamorada de mí que yo de ella y sin duda que no vio sino una ocasión de hablar de un asunto que debía hacerle honor. Un abogado diría en el caso presente que ese principio no se aplica a la cuestión. Usted supone que soy libre de escoger entre escribir y hablar, y no es así. Desde el lance del día 29 mi inhumana, que está siempre a la defensiva, evita encontrarse conmigo, con una maña tal, que desconcierta la que yo empleo para lo contrario. Mis cartas le producen una pequeña guerra; pues no contenta con no responder a ellas, rehusa también el recibirlas; para cada una es menester una nueva astucia, que no siempre sale bien.

Usted se acordará de qué modo sencillo entregué la primera. Para la segunda hallé la misma facilidad. Pidióme le devolviera su carta y yo le di la mía en su lugar, sin que sospechase nada. Pero por despecho de haber sido engañada, o por capricho, o por virtud (al fin me forzará a que lo crea), rehusó absolutamente recibir la tercera.

Después de esta tentativa, que era sólo ensayo hecho de paso, puse una cubierta a mi carta, y escogiendo el momento del tocador, en que la señora de Rosemonde y su doncella se hallaban presentes, hícesela pasar con mi lacayo, con el encargo de decirle que era el papel que me había pedido. En efecto, la tomó, y mi embajador que tenía orden de observar, sólo notó un ligero sonrojo y mayor embarazo que cólera.

Yo me daba el parabién de que, o guardaría mi carta, o, si quería volvérmela, sería forzoso que esperase a estar sola conmigo, lo que me daría ocasión de hablarle.

Casi una hora después uno de sus criados entró en mi cuarto entregándome, de parte de su ama, un paquete de otra forma que el mío y en cuyo sobre reconocí la letra que deseaba tanto. Abro con precipitación… era mi carta misma, sin abrir y solamente plegada por medio. Como usted me conoce, no es preciso que le pinte cuánta fue mi cólera. Me moderé y busqué un medio; vea usted el único que encontré. Todas las mañanas va un hombre por las cartas al correo, que está tres cuartos de legua: para este objeto se emplea una caja cerrada con una trampilla de la que tiene una llave la señora de Rosemonde y otra el administrador del correo. Durante todo el día cada uno pone sus cartas cuando quiere; se llevan por la tarde al correo, y al día siguiente se van a buscar las que hayan llegado. Los criados del país y forasteros hacen igualmente este servicio.

Entretanto yo escribí mi carta, disfrazando la letra en el sobre y contrahaciendo bastante bien el sello de Dijon. Escogí esta ciudad porque hallé gracioso, ya que aspiraba a gozar los mismos derechos que el marido, escribirla desde el paraje en que él estaba y también porque mi querida habló todo el día del deseo que tenía de recibir carta de Dijon.

Tomadas estas precauciones era fácil juntar mi carta a las que venían. De este modo ganaba yo además el testigo del recibo, porque es costumbre reunirse para almorzar y esperar antes de separarse que lleguen las cartas, lo que al fin sucedió.

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