Al rayar el día me levanté y partí. No había andado unos cincuenta pasos fuera de la casa, cuando veo que un espía me sigue. Empiezo mi caza, y marcho atravesando los campos hacia el lugar donde me había propuesto ir, sin otro placer que el de hacer correr bien al tunante, que, atreviéndose a dejar la ruta, hacía a menudo a toda carrera triple camino que yo. A fuerza de querer ejercitar sus piernas yo mismo me sentí cansado, y para reposarme sentéme al pie de un árbol. ¿Creería usted que tuvo la insolencia de encubrirse tras de unas matas y venir a sentarse a veinte pasos de mí? Estuve tentado de encajarle un tiro, que aunque sólo de perdigones hubiera bastado para darle una lección sobre los peligros de la curiosidad. Pero, afortunadamente para él, me acordé de que era útil y necesario a mi proyecto.
En fin, llego al lugar y veo que hay rumor; me adelanto, pregunto y me refieren el hecho. Hago llamar al recibidor, y cediendo a mi generosa compasión, pago noblemente cincuenta y seis libras, por cuya suma entregaban cinco personas a un lecho de paja y a la desesperación. Después de una acción tan sencilla, no puede usted imaginarse qué coro de bendiciones se oía alrededor de mí de parte de los asistentes, qué lágrimas de gratitud corrían de los ojos del anciano de esta familia, y hermoseaban su rostro patriarcal, que un momento antes la impresión feroz de la desesperanza hacía verdaderamente horrible.
Examinaba este espectáculo atentamente, cuando otro paisano más joven, y que conducía por la mano una mujer y dos niños, adelantándose hacia mí a paso precipitado y les dijo: "Arrojémonos todos a los pies de esta imagen de Dios", y al instante me vi rodeado de aquella familia prosternada a mis rodillas. Confieso mi debilidad: mis ojos se llenaron de lágrimas y sentí interiormente un involuntario pero delicioso movimiento. Quedé admirado al ver el placer que se experimenta haciendo el bien, y casi creo que los que nosotros llamamos personas virtuosas no tienen tanto mérito como se nos dice. Sea lo que fuere, he hallado justo el pagar a esta pobre familia el gusto que acababa de causarme. Había llevado aquel día diez luises y se los di. Comenzaron otra vez los agradecimientos, mas no ya tan expresivos: lo necesario había producido el verdadero efecto.
Lo demás era una sencilla demostración de reconocimiento y de admiración producida por un don excesivo y superfluo.
Entre tanto, en medio de las bendiciones parleras de esta familia no dejaba yo de parecerme bastante al héroe de un drama en la escena del desenlace. Note usted que en aquel montón de gente se encontraba mi espía. Mi fin estaba logrado, y así me desprendí de todos y volví a la quinta.
Estoy contento de mi invención, que tan bien he calculado. Esa mujer merece sin duda la pena. Será lo que en su día haré vale para con ella, y habiéndola en cierto modo pagado de antemano tendré derecho de disponer de ella a mi capricho sin reconvenciones que hacerme.
Se me olvidaba decirle que por sacar partido de todo he rogado a aquellas buenas gentes que pidan a Dios por que se logren mis deseos. Va usted a ver si no los he conseguido ya en parte …
Pero avisan que está servida la cena, y sería luego tarde para que partiese la carta si no la cerrase ahora. Lo demás, pues, por el correo siguiente. Lo siento porque lo restante es lo mejor. Adiós, mi bella amiga. Usted me priva un momento del placer de ver a mi querida.
En…, a 20 de agosto de 17…
LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE VOLANGES
Muy señora mía: Tendrá usted sin duda gusto en saber un rasgo del señor de Valmont, que contrasta mucho, en mi concepto, con aquellos con que se le ha representado.
¡Es tan penoso el pensar desventajosamente de cualquier cosa que sea, y tan sensible no encontrar sino vicios en aquellos que tendrían todas las cualidades necesarias para hacer amar la virtud! En fin usted gusta tanto de emplear la indulgencia que es obligarla el oírcerle motivos para corregir un juicio demasiado riguroso. El señor de Valmont me parece que tiene fundamento para esperar ese favor y casi diré esa justicia: y vea por qué lo pienso.
Esta mañana ha dado uno de aquellos paseos que podían hacer sospechar que tenía algún proyecto en estas cercanías, idea que usted mismo tuvo y que me acuso de haber adoptado con demasiada ligereza. Felizmente para él, y sobre todo para nosotros, pués nos impide ser injustos, uno de mis criados debía ir hacia la misma parte
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, y de este modo mi curiosidad, reprensible pero feliz, ha quedado satisfecha. Nos ha contado que Valmont, habiendo hallado en el lugar de… una familia numerosa a quien se le estaban vendiendo los muebles porque no había pagado los impuestos, no sólo se apresuró a pagar por aquellas pobres gentes, sino que además les dio una suma bastante considerable. Mi criado ha sido testigo de esta acción generosa, y me ha contado también que los aldeanos, hablando entre ellos y con él, habían dicho que un criado, que han designado, y el mío piensa que es el de Valmont, había tomado ayer informes en el mismo lugar acerca de los vecinos que podían tener necesidad de auxilios. Siendo así, ya no es sólo una compasión pasajera determinada por la circunstancia, es un proyecto decidido de hacer el bien, es una beneficencia cuidadosa, es la virtud más hermosa de las almas bellas; pero sea puro azar o proyecto, es una acción honrada y loable, y que al oírla me ha enternecido hasta hacerme derramar lágrimas. Añadiré además, y siempre para hacerle justicia, que cuando le he hablado de esta accion, de la cual no decía una palabra, comenzó por negarla, y cuando la admitió parecía darle tan poco valor, que su modestia redoblaba su mérito.
Ahora, dígame usted, mi respetable amiga: ¿el señor de Valmont es en efecto un libertino incorregible? Si no es otra cosa y se conduce así, ¿qué les queda por hacer a los hombres de bien? ¡Cómo! ¿Los malvados partirían con los buenos el placer sagrado de la beneficencia? ¿Dios permitiría que una familia virtuosa recibiese de la mano de un pícaro los socorros de que ella daría gracias a su divina Providencia? ¿y podría complacerse en oír a sus labios puros echar bendiciones a un réprobo? No, quiero mejor creer que sus errores, aunque de larga duración, no son eternos y no puedo pensar que quien hace el bien sea enemigo de la
virtud El señor de Valmont es sólo acaso un ejemplo más del peligro que suelen tener las amistades. Me detengo en esta idea que me agrada. Si por una parte puede servir para justificarle con usted, por otra me hace apreciar más y más la tierna amistad que me une con usted para toda la vida.
Tengo el honor de ser, etc.
P. D. La señora de Rosemonde y yo vamos en este momento a ver también a la familia desgraciada y a unir nuestros socorros tardíos a los de Valmont.
Haremos que nos acompañe y por lo menos daremos a estas buenas gentes el gusto de que vuelvan a ver a su bienhechor. Esto es creo, lo único que nos ha dejado por hacer.
En…, a 20 de agosto de 17…
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL
Llegaba en mi última carta al punto en que regresé a la quinta, y vuelvo a tomar el hilo de mi cuento.
No tuve tiempo sino para vestirme de prisa, y salí a la sala, en donde mi hermosa estaba bordando, mientras el cura del lugar leía la Gaceta a mi anciana tía. Fui a sentarme junto al bastidor. Unas miradas más dulces que de ordinario, y casi acariciadoras, me advirtieron muy luego que el criado había ya dado cuenta de su comisión. En efecto, mi amable curiosa no pudo guardar más tiempo el secreto; y sin temor de interrumpir al venerable sacerdote, cuyo tono parecía no obstante el de un sermón, exclamó: “Yo también tengo una noticia que dar”. Y en seguida contó mi aventura con una exactitud, que hacía honor a su historiador. Ya piensa usted como desenvolvería yo mi modestia; pero, ¿quién sería capaz de detener a una mujer que, sin sospecharlo, hace el elogio del que ama? Tomé, pues, el partido de dejarla hablar. Diríase que predicaba el panegírico de un santo.
En el ínterin yo observaba, no sin esperanza, todo lo que mi amor podía prómeterse de su semblante animado, de sus movimientos ya más francos, y, sobre todo, del metal de su voz que, con su alteración sensible, descubría la emoción de su alma. Apenas acabó de hablar: “en, sobrino mío, ven que te abrace”, me dijo la señora de Rosemonde. Comprendí al instante que la linda predicadora no podría evitar el ser abrazada también; quiso escaparse, pero pronta se halló entre mis brazos; y lejos de tener fuerza para resistir, apenas le quedó la de sostenerse. Cuanto más observo a esta mujer tanto más apetecible me parece. Se dio prisa a volver a su bastidor, y afectó para todos reanudar su bordado; mas yo me percaté bien de que el temblor de su mano no le permitía seguir trabajando.
Después de comer, las damas quisieron ir a ver a los desgraciados que yo había socorrido tan piadosamente y fui acompañándolas. Excuso a usted el fastidio de esta segunda escena de reconocimiento y elogios; mi corazón, impelido por un recuerdo delicioso, se apresura a referir el momento de la vuelta a la quinta. Ocupado enteramente de hallar los medios para aprovecharse del efecto producido por el suceso de aquel día yo continuaba guardando el mismo silencio. Sólo la señora de Rosemonde hablaba, pero no lograba de nosotros sino respuestas cortas y pocas. Debimos aburrirla: tal era mi fin y lo alcancé. Así es que, al bajar del coche, se entró en su cuarto y me dejó a solas con mi hermosa en un salón poco alumbrado, agradable oscuridad que da aliento al amor tímido.
No tuve el trabajo de dirigir la conversación al punto que yo quería. El fervor de la amable predicadora me sirvió mejor que lo hubiera podido mi maña.
“Cuando se tienen tantas disposiciones para hacer el bien, me dijo ella fijando en mí sus dulces ojos, ¿cómo puede pasarse la vida haciendo el mal?”
“No merezco, le respondí, ni ese elogio ni esa censura, y no concibo que con tanto talento como usted tiene no me haya comprendido todavía.”
“Aunque mi confianza pueda serme nociva con usted, la merece demasiado para que pueda negársela. Hallará usted el principio de mi conducta en un carácter demasiado fácil. Por desgracia, cercado de gentes sin costumbres, he copiado sus vicios y acaso he puesto cierto amor propio en aventajarlos. Del mismo modo seducido aquí por el ejemplo de las costumbres, sin la esperanza de igualar a usted, he ensayado, al menos, el imitarla. ¡Ah! tal vez la acción que tanto alaba hoy en mí le parecería sin mérito ninguno si supiese su verdadero motivo (vea, mi bella amiga, cuán cerca andaba de decir verdad). No deben a mí aquellos desgraciados el auxilio que han recibido. En lo que mira usted una acción loable, he buscado sólo un medio de agradar. No era yo en fin, puesto que he de decirlo, sino un débil agente de la divinidad a quien adoro (aquí intentó interrumpirme, pero no le di tiempo). En este mismo instante mi secreto se escapa sólo por debilidad mía. Me había propuesto firmemente callarlo, y hallaba mi delicia en tributar a las virtudes de usted, no menos que a su hermosura, un culto puro que hubiera usted ignorado siempre; pero incapaz de engañar cuan-do tengo a la vista el ejemplo del candor, no habré de echarme en cara un culpable disimulo. No crea que la ultrajo fundando esperanzas criminales. Seré desgraciado, lo sé; pero mis sufrimientos me serán agradables, y me probarán la violencia de mi amor; depondré a sus pies y en su seno mis quebrantos. Ahí tomaré fuerzas para sufrir de nuevo; en ellos hallaré la bondad más compasiva y me creeré consolado porque usted me habrá compadecido. ¡Oh belleza que adoro! escúcheme, tenga piedad de mí, socórrame. Al decir esto me había arrojado a sus pies y apretaba sus manos con las mías. Pero ella las retiró, y llevándolas a los ojos dijo con tono de una mujer afligidísima: “¡Ay desdichada!” y luego se deshizo en llanto. Por fortuna yo me había abandonado de tal modo que también lloraba, y volviendo a coger sus manos las bañé de lágrimas. Esta precaución era muy necesaria, porque ella estaba tan preocupada de su pena, que no se habría percatado de la mía si no hubiera yo empleado este medio de advertirla. Gané con esto, además de considerar a mi placer aquel rostro encantador, hermoseado con el poderoso atractivo de las lágrimas. Mi cabeza se exaltaba, y era ya tan poco dueño de mí mismo, que estuve tentado de aprovechar del momento.
¿Cuánta es, pues, nuestra debilidad? ¿Cuánto el imperio de las circunstancias; pues que yo mismo, olvidando mi proyecto, he arriesgado el perder por una victoria prematura el encanto de un largo combate y los pormenores deliciosos de una penosa conquista; seducido por el deseo de un joven sin experiencia, pensé exponer al vencedor de la señora de Tourvel a no recoger como fruto de su trabajo sino la insípida ventaja de haber logrado una mujer más? ¡Ah! ríndase enhorabuena, pero después de combatir; sin fuerzas para vencer, téngalas para resistir, saboree a placer la sensación de su debilidad y véase obligada a convenir en que ha sido rendida. Dejemos al cazador furtivo matar al ciervo por sorpresa, al noble cazador debe forzarle, rendirle. Mi plan es sublime, ¿verdad? Pues tal vez ahora estaría yo sintiendo el no haberlo seguido si el azar no hubiese ayudado a mi prudencia.