A propósito de descuidos, se parece usted a los que mandan a informarse del estado de sus amigos enfermos; pero nunca se hacen dar la respuesta. Acaba su última carta preguntándome si el caballero ha muerto. No le he respondido y usted no se ha cuidado más de saberlo. ¿No sabe que mi amante es su amigo nato? Pero tranquilícese, pues no ha muerto; si fuese así, sería por exceso de placer; ¡pobre caballerol ¡Qué tierno es! ¡qué a propósito para el amorl ¡con qué viveza siente! Estoy loca por él y, seriamente, la felicidad perfecta que halla en ser amado por mí, me hace quererle más y más.
El mismo día en que escribí a usted que iba a tratar de romper con él ¡qué feliz le hice! Estaba no obstante meditando en el modo de desesperarle cuando me anunciaron su visita. Sea verdad o ilusión jamás me había parecido tan amable. Él esperaba pasar dos horas a solas conmigo antes de que abriese mi puerta para todos. Le dije que tenía que salir; preguntóme adónde y no le respondí. Insistió, y repliqué de mal talante: “Donde usted no esté”. Felizmente para él, se quedó hecho una estatua con mi respuesta; porque si hubiera dicho una palabra se habría seguido infaliblemente una escena que hubiera producido el rompimiento que yo meditaba. Admirada de su silencio volví los ojos a él, sin otro fin, se lo aseguro, que el de ver qué gesto hacía. Hallé pintada en su semblante encantador aquella tristeza profunda y tierna a la vez, a la cual usted mismo ha convenido conmigo que era muy difícil poder resistirse. La misma causa produjo igual efecto y fui vencida por segunda vez. Desde aquel momento sólo me ocupé de evitar que pudiese probarme mi sinrazón. “Salgo, le dije con un aire más dulce, para un asunto que le concierne, pero no me pregunte ahora. Cenaré en mi casa. Vuelva usted y entonces le informaré”.
Con esto encontró las palabras, mas yo no quise permitir que hablase. “Estoy muy de prisa, añadí. Déjeme, y nos veremos esta noche”; él me besó la mano y se marchó. Inmediatamente, para reparar lo hecho, o tal vez para desquitarme yo misma, resolví hacerle conocer la casita mía, de la que no tenía idea. Llamé a mi fiel Victorina y le dije: “Tengo jaqueca: para todos estoy acostada”. Luego, quedándonos las dos solas, mientras ella se disfrazaba de lacayo, tomé yo el traje de doncella, hice venir un simón a la puerta del jardín, entramos en él y partimos. Llegadas a mi casita, o sea al templo del amor, escogí el traje de casa más elegante; es delicioso y de mi invención, nada deja ver y, sin embargo, señala todas las formas. Le prometo a usted un modelo para su presidenta; cuando la haya hecho digna de llevarlo.
Después de estos preparativos, mientras Victorina se ocupaba de otros pormenores, leí un capítulo de El Sofá, una carta de Heloisa y dos cuentos de La Fontaine para recordar los diversos tonos que yo quería tomar. Entretanto mi caballerete volvió a mi casa con la exactitud de siempre. Mi portero no lo dejó entrar diciendo que yo estaba indispuesta. Primer incidente. Luego le dio un billete mío, mas no de mi mano, según mi regla de prudencia; entonces él abre y halla escrito de puño de Victorina: “A las nueve en punto en el paseo del boulevard, enfrente de los Cafés”. Va allí, y un lacayito que cree no conocer, y que era Victorina, le indica que despida su coche y le siga. Todo este modo romántico lo levantaba de cascos y esto siempre es bueno. Llegó por fin y la sorpresa y el amor le causaron un verdadero encantamiento. Para dejarle que se repusiera un poco, nos paseamos un rato por el jardín. Después le hice volver a mi habitación, y allí vio dos cubiertos puestos y una cama hecha. Pasamos al gabinete, que estaba adornado con el mayor gusto. Allí, mitad por sensibilidad, mitad por reflexión, le cogí entre mis brazos y me eché a sus pies. “Oh, mi querido amigo, le dije, para procurarte esta sorpresa, me acuso de haberte afligido, con la apariencia de un enfado, y haberte un instante solo ocultado el interior de mi corazón; perdóname mi falta, quiero expiarla a fuerza de amor”. Ya juzgará usted el efecto que produjo este discurso apasionado. El feliz caballero me levantó y mi perdón fue sellado en el mismo canapé en que usted y yo sellamos tan alegremente y del mismo modo nuestro eterno rompimiento. Como teníamos que pasar seis horas juntos, y había yo resuelto que todo este tiempo fuera igualmente delicioso para él, moderé sus trasportes, y las gracias y amables entretenimientos dieron tregua a la ternura. No creo haber puesto jamás tanto esmero en agradar ni haber estado nunca tan contenta de mí misma. Después de la una, ya aniñada, ya razonable, ya tumultuosa, ya sensible, y algunas veces libertina, me placía el contemplarle como un sultán en su serrallo donde yo sola hacía el papel de diferentes favoritas. En efecto, sus obsequios repetidos, aunque recibidos siempre por la misma mujer, lo fueron siempre por una nueva amante.
En fin, al rayar el día fue preciso separarse y por más que dijo e hizo por probarme lo contrario, tenía tanta necesidad de ello como poco deseo. En momentos en que salíamos y nos despedíamos tomé la llave de aquella mansión deliciosa y poniéndola en sus manos le dije: “No la tenía sino por usted; es justo que usted disponga de ella; el sacrificador debe disponer del templo.” Con esta maña he sabido prevenir las reflexiones que hubieran podido excitarse en él, viéndome propietaria de una casita, cosa siempre sospechosa. Estoy segura de que no se servirá de ella con otra mujer, y si yo tuviera el capricho de ir allí sin él tengo llave doble. Quería le señalase día para volver, pero lo amo demasiado para querer acabarle tan pronto. Los excesos son buenos con aquellos a quienes luego se quiere dejar. Él no sabe eso, pero por dicha suya lo sé yo por los dos.
Son las tres de la mañana y he escrito a usted un volumen cuando tenía intención de escribirle sólo una palabra. Este placer produce la confianza de la amistad; ella hace que usted sea lo que yo más aprecio. Pero el caballero es lo que más me agrada.
En…, a 12 de agosto de 17…
LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE VOLANGES
Muy señora mía: Su severa carta me hubiese asustado si no hubiera hallado aquí más motivos de seguridad que los que usted me da para desconfiarme. El sensible Valmont, que debe imponer terror a todas las mujeres, ha dejado sus mortíferas armas a la entrada de esta quinta. Lejos de formar proyectos en ella, no tiene siquiera pretensiones, y su cualidad de hombre amable, que le conceden aun sus enemigos, desaparece para no dejar ver sino un hombre liso y llano. El aire del campo ha operado sin duda este milagro. Puedo asegurarle que a pesar de que siempre está conmigo y parece que halla gusto en mi compañía, no se le ha escapado una sola palabra que tenga visos de amor, ni aun ninguna de aquellas frases que todos los hombres se permiten, sin tener como él, lo que es preciso para que se les excusen. Jamás obliga a aquella reserva que hoy toda mujer, que sabe portarse con decencia, está precisada a observar para contener a los hombres que la rodean. Sabe no abusar de la alegría que inspira; y aunque es ta vez un poco adulador, lo hace con tal delicadeza que sería capa de acostumbrar a la modestia misma al elogio. En fin, si yo tuviese un hermano desearía que fuese como Valmont. Muchas mujeres acaso desearían que se mostrase más galante, pero yo le agradezco infinitamente haya sabido juzgarme bien para no confundirme con ellas.
Este retrato es sin duda muy diverso del que me hace usted y, sin embargo, los dos pudieran ser fieles si se determinan las épocas. Él mismo conviene en que ha hecho muchas locuras y que también le habían imputado algunas; pero he hallado pocos hombres que hayan hablado de las mujeres honradas con más respeto, y casi diré con más entusiasmo. Usted me enseña que a lo menos en este punto no engaña, y su proceder con la marquesa de Merteuil es una prueba. Nos habla de ella muchas veces y siempre con tanto elogio y con aire de estimarla tanto que antes de recibir vuestra carta he pensado que lo que él llamaba amistad entre los dos era verdaderamente amor. Me acuso de este juicio temerario en el cual tengo yo tanta culpa cuanto él mismo a menudo se ha tomado trabajo de justificarla.
Confieso que yo reputaba fineza lo que de su parte es sólo franqueza y sinceridad. Y no sé, pero me parece que el que es capaz de profesar una amistad tan constante a una mujer tan estimable no es un libertino incorregible.
Ignoro si la conducta juiciosa que observa aquí es efecto de algunos proyectos que tenga en estas cercanías como usted supone. Hay en ellas pocas mujeres amables y sale muy poco, excepto por las mañanas; pero entonces dice que va a cazar. Rara vez trae caza, mas él mismo confiesa que es poco diestro en este ejercicio. Por otra parte me inquieta poco lo que pueda hacer fuera de casa, y si desease saberlo sería por tener una razón más, o para agregarme al dictamen de usted o para traer a usted al mío.
En cuanto a lo que usted me propone de contribuir a que Valmont haga corta mansión aquí me parece muy difícil atreverme a decir a su tía que no le tenga en su casa, tanto más cuanto que lo quiere mucho. Sin embargo prometo a usted, más por condescendencia que por necesidad, que aprovecharé la ocasión de pedirle así, o bien a ella, o bien a él mismo. Por lo que hace a mí, como mi marido sabe que mi intención es el permanecer aquí hasta su vuelta, extrañaría con razón la ligereza que me hacía mudar de pensamiento. Vea usted, amiga mía, unas explicaciones bien largas pero he creído arreglado a lo justo el dar un testimonio ventajoso para el señor de Valmont y del cual me parece tiene gran necesidad ante usted.
No por eso agradezco menos la amistad que ha dictado sus con lejos. A ella debo también todas las cosas finas que me dice soba el retardo del casamiento de su hija. Quedo muy reconocida por ellas, pero por más placer que yo me prometa, pasando esos momentos con usted, los sacrificaré gustosa al deseo de ver que su hija sea más pronto feliz, si es que puede serlo nunca más que al lado de una madre tan digna de su ternura y de su respeto. Yo la acompaño en esos sentimientos que me inclinan a usted de los que le pido reciba con bondad la sincera expresión.
En…, a 13 de agosto de 17…
CECILIA VOLANGES A LA MARQUESA DE MERTEUIL
Muy señora mía: Mi madre está indispuesta y es preciso que me quede acompañándola; no tendré, pues, el honor de ir con usted al teatro. Le aseguro que más que no ver éste, siento el no estar con usted. Deseo que así lo crea. ¡La quiero tanto! ¿Tendría la bondad de decir al caballero Danceny que no tengo la colección de que me ha hablado y que me daría mucho gusto si pudiese traerla mañana? Si viene hoy, le dirán que no estamos en casa, porque mamá no quiere ver a nadie. Espero que mañana estará mejor. Queda de usted, etc.
En…, a 13 de agosto de 17…