Las amistades peligrosas (36 page)

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Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

Estos objetos severos chocan mucho con la amable jovialidad de usted, y no parecen propios de su edad; ¡pero su razón se halla tan adelantada!: Por otra parte, la amistad auxiliará su prudencia, y no temo que la una o la otra se nieguen a la solicitud de una madre que las implora. Me ofrezco a su disposición, mi cara amiga, y no dude nunca de la sinceridad de mi afecto.

En la quinta de…, a 2 de octubre de 17…

CARTA XCIX

EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL

Todavía han ocurrido, mi bella amiga, algunos lancecitos, pero no son más que escenas, y no acciones. Ármese usted, por lo mismo, de paciencia, y tome una buena dosis de ella; pero mientras que mi presidenta marcha pasito a pasito, su pupila de usted retrocede, y esto es mucho peor. Sea, pues, así: yo tengo mi carácter, que me divierte con estas miserias. En verdad, que voy acostumbrándome a vivir aquí, y puedo decir que en la triste quinta de mi anciana tía no he experimentado un momento de fastidio; pero vamos al hecho. Tengo yo aquí placeres, privaciones, esperanzas, incertidumbres. ¿Qué mas hay en el mayor teatro? ¡Espectadores! Pues tenga usted paciencia, que no faltarán. Si no me ven ocupado, bien pronto les mostraré una abra acabada. No tendrán más que admirar y aplaudir. Sí, aplaudirán; porque puedo al fin pronosticar con certidumbre el momento de la caída de mi austera devota. Esta noche he asistido ala agonía de la virtud. La dulce debilidad va a reinar en su lugar. No fijo la época para más tarde que para nues-tra primera entrevista: pero ya la estoy oyendo gritar: ¡orgullo! ¡Anunciar la victoria, y jactarse de antemano! Bien, bien; cálmese usted. Para hacerla ver mi modestia, voy a comenzar por la historia de mi derrota.

¡A la verdad, que su pupila es una personita bien ridícula! Es una niña a quien sería necesario tratar como tal, a quien se le haría mucha gracia poniéndola sola en penitencia. ¿Creerá que después de lo que pasó anteayer entre los dos, después del modo amistoso con que nos separamos ayer de mañana, cuando he querido volver por la noche, según estábamos convenidos, me he hallado con la puerta cerrada por dentro? ¿Qué dice usted a esto? Algunas veces le suceden a uno estas niñerías por la víspera; ¡pero a la mañana siguiente! esto es muy gracioso.

Sin embargo, no me dio gana de reír por lo pronto; jamás había conocido tanto el imperio de mi carácter. Es cierto que yo iba a esta cita sin gusto, y únicamente por ser consecuente; porque en lo demás, tenía más necesidad de irme a mi casa, que me parecía preferible a la de cualquier otro, y la había dejado con sentimiento. Con todo, apenas encuentro un obstáculo, cuando deseo con ansia vencerle. Estaba sobre todo avergonzado de que una niña me hubiese jugado esta pieza. Retiréme, pues, muy malhumorado, y con la firme resolución de no ocuparme de esta tontuela, ni de sus asuntos. Escribíle inmediatamente una esquela, que pensaba entregarle hoy, en la que la valuaba por su justo precio. Pero, como suelen decir, la noche trae los consejos; y esta mañana he visto, que como aquí no hay distracciones que elegir, era necesario guardar ésta; y por lo mismo, he suprimido la severa esquela. Después que he reflexionado en esto, no se me ocurre haber tenido la idea de acabar una aventura antes de poner entre manos los medios de perder la heroína. ¡A dónde nos arrastra un primer impulso! Feliz usted, mi bella amiga, si ha sabido acostumbrarse a no ceder jamás a él. En fin, he suspendido la venganza, por hacer este sacrificio a las miras que usted tiene sobre Gercourt. Ahora que estoy tranquilo, no veo en la conducta de su pupila sino una cosa ridícula y digna de desprecio. En efecto, yo quisiera saber qué es lo que espera ganar con esto. Por lo que a mí toca, no pierdo nada en ello. Si acaso es para defenderse, es preciso convenir que llega ya un poco tarde. Será necesario que un día me descifre este enigma; tengo un vivo deseo de saberlo. ¿Estaría quizá algo fastidiada? Hablando con franqueza, esto podía suceder; pues sin duda ella ignoraba todavía que las flechas de amor, como la lanza de Aquiles, llevan consigo el remedio para curar las heridas que hacen. Pero no; porque a la vista del gestecito que tuvo todo el día, apostaría que hay allá en su interior algo de arrepentimiento… allá… cierta cosa… como virtud… ¡Virtud! ¿Conviene, por ventura, a ella tenerla? ¡Ah! que la deje para la mujer que ha nacido verdaderamente para ella, la única que sabe hermosearla, y que la hace amar! Disimule, mi bella amiga, y sepa que esta noche misma me ha pasado con la señora Tourvel una escena que voy a referirle, y de la que conservo todavía alguna emoción. Tengo necesidad de violentarme para echar a un lado la impresión que me ha causado, y aun para conseguirlo, me he puesto a escribir a usted. Es preciso perdonar alguna cosa a este primer movimiento. Hace ya algunos días que la señora Tourvel y yo estábamos de acuerdo, y la disputa se ceñía ya sólo a las palabras. Es cierto que ella no correspondía a mi amor sino con la amistad; pero este lenguaje no alteraba el fondo de las cosas; y aun cuando nos hubiéramos quedado así, me habría acaso apresurado menos, pero con más seguridad. Ya no se trataba de alejarme, como lo quería en los principios; y por lo que mira a las conversaciones diarias, si pongo cuidado en ofrecerle la ocasión, ella pone de su parte el de apoderarse de ella. Como nuestras citas son comúnmente para el paseo, me desesperaba el ver el tiempo horroroso que ha hecho todo el día de hoy. A la verdad, que no me salían bien mis proyectos; pero no preveía cuán provechoso era el mal tiempo para ellos. Como no se podía pasear, se pusieron a jugar al levantarse la mesa; y como yo juego poco, y casi no soy necesario, me aproveché de este tiempo para subir a mi cuarto, sin otro objeto que el de esperar en él a que se acabase la partida. Volvía a la tertulia, cuando encontré a la encantadora mujer, que entraba en su cuarto; y que, sea por prudencia o debilidad, me dijo con su halagüeña voz: “¿A dónde va usted? no hay nadie en el salón”. No fue necesario más, como puede figurarse, para que yo tratase de entrar en su cuarto; hallé en ella menos resistencia de la que aguardaba. Es cierto que yo había tenido la precaución de entablar la conversación en la puerta, y empezarla por cosas indiferentes; pero apenas estábamos sentados, cuando la dejé caer sobre el verdadero asunto, y le hablé de mi amor a mi amiga. Su primera respuesta, aunque sencilla, me pareció bastante expresiva.

“¡Oh! escuche usted, me dijo; no hablemos de eso aquí”; y temblaba. ¡Pobre mujer! se veía morir. Sin embargo, no tenía razón en temer, porque de algún tiempo a esta parte, como yo estaba seguro del éxito un día u otro, viendo que ella usaba de tantas fuerzas en inútiles combates, había resuelto economizar las mías y esperar sin esfuerzos a que se rindiese de fatiga. Usted conoce bien que se necesita aquí un triunfo completo, y que no quiero deber nada a la ocasión. Después de haber formado este plan, para poder estrecharla sin empeñarme mucho, volví a la conversación del amor, tan obstinadamente rehusada; y para que me creyese con bastante ardor, traté de emplear un tono más tierno. Ya no sentía esta repulsa, pero me afligía. En tal estado, ¿no debía mi sensible amiga darme algunos consuelos? Cuando me los estaba dando puso su mano sobre la mía, y como su hermoso cuerpo estaba apoyado sobre mi brazo, nos hallamos extremadamente juntos.

Usted habrá observado que en semejantes situaciones, a medida que la defensa cede, las peticiones y las repulsas se hacen acercándose más y más; se desvía la cabeza, se bajan los ojos, mientras que las discusiones, pronunciadas con una voz débil, vienen a ser más raras e interrumpidas. Estos preciosos síntomas anuncian de un modo nada inequívoco el consentimiento del alma, pero rara vez pasa a los sentidos; yo creo que es arriesgado el intentar entonces una empresa demasiado notable; porque no sacrificándose nunca este estado de abandono, ni experimentar un dulce placer, no se puede forzar a salir de él sin causar un mal humor, que sería infaliblemente provechoso a la defensa.

Pero en el caso presente necesitaba yo de tanta más prudencia, cuanto tenía, sobre todo, que temer el horror que este olvido de sí misma debía de causar a mi tierna pensativa. Así, yo no exigía aún que hiciese esta confesión que le pedía; una mirada podía bastar, y yo era feliz.

Mi bella amiga, sus hermosos ojos se levantaron, en efecto, para mirarme, y su celestial boca pronunció: “¡Y bien, si yo!…” pero de repente cerró sus ojos, le faltó la voz, y esta adorable mujer cayó entre mis brazos. Apenas había tenido tiempo de recibirla, cuando desprendióse de mí con una fuerza convulsiva, la vista turbada, y las manos levantadas al cielo… “¡Dios!… ¡Dios mío, salvadme!” exclamó; y al instante, más pronta que un relámpago, se postró a diez pasos de mí. Yo la vi a pique de sofocarse, y me adelanté para socorrerla; pero ella, tomando mis manos, que bañaba con sus lágrimas, y aun abrasando mis rodillas: “¡Sí, usted será, dijo, usted será quien me salve! ¡Si usted no quiere matarme, déjeme; sálveme; por Dios, déjeme usted!” Y estas medias palabras apenas se le escapaban en medio de sus continuos sollozos. Sin embargo, me tenía cogido con tanta fuerza, que apenas podía desprenderme.

Reuniendo entonces las mías, la levanté y la puse entre mis brazos, y al instante cesaron las lágrimas. Ya no hablaba; todos sus miembros se entorpecieron, y violentas convulsiones siguieron a esta tempestad. Confieso que yo estaba conmovido; y creo que hubiera condescendido con su solicitud, aun cuando las circunstancias no me hubieran obligado a ello. Lo que hay de cierto es que después de haberle dado algunos socorros, la dejé, según me suplicaba, y me felicito de ello. Ya casi he recibido el premio.

Esperaba que, así como el día de mi primera declaración, no se presentaría en la tertulia. Pero hacia las ocho bajó al salón, y sólo manifestó que estaba muy indispuesta. Su semblante estaba abatido, su voz débil, su aire modesto; pero sus miradas eran dulces, y a menudo las fijaba sobre sí.

Como no quiso jugar, me vi obligado a ocupar su asiento, y ella se sentó a mi lado. Durante la cena se quedó sola en el salón. Cuando volvimos, observé que había llorado: para convencerme, le dije que me parecía que estaba todavía doliente; a lo que contestó con mucha atención: “¡Este mal no se va tan pronto como viene!”

En fin, cuando nos retiramos le di la mano, y en la puerta de su cuarto me la apretó con fuerza. Es verdad que este movimiento me pareció tener algo de involuntario, pero tanto mejor; ésta es otra prueba de mi imperio. Apostaría que está muy contenta de hallarse allí; todos los gastos están hechos, y no resta más que gozar. ¡Quizá mientras que escribo a usted se está ocupando de esta dulce idea! Y aun cuando se ocupase, por el contrario, de un nuevo proyecto de defensa, ¿no sabemos ya en qué vienen a parar todos sus proyectos? Yo se lo pregunto a usted. ¿Puede diferirse esto más allá de nuestra primera entrevista? Por ejemplo, espero que habrá algunos melindres para concederlo; pero dado el primer paso, ¿saben acaso estas mojigatas contenerse? su amor es una verdadera explosión, y la resistencia les da más fuerza. La feroz gazmoña correría tras de mí, si yo dejara de correr tras ella.

En fin, iré a su casa para recordarle su palabra. ¿Usted no se habrá olvidado de lo que tiene prometido después del suceso: la infidelidad de su amante? ¿Está dispuesta? Por lo que a mí toca, lo deseo como si jamás nos hubiésemos conocido. En lo demás, el conocer a usted es acaso un nuevo motivo para apetecerlo más.

Soy justo, y no soy galante.
[ 20 ]

Así ésta será la primera infidelidad que haré a mi grave conquista, y le prometo que me aprovecharé del primer pretexto para ausentarme veinticuatro horas de su lado; éste será el castigo que tendrá que sufrir por haberme tenido tanto tiempo separado de usted. ¿Sabe que hace más de dos meses que me ocupa esta aventura? Sí, dos meses y tres días; es verdad que cuento con mañana, porque verdaderamente no se consumará hasta entonces. B*** resistió tres meses completos. Yo me alegro mucho de ver que la franca coquetería se ha defendido más que la austera virtud.

Adiós, mi querida amiga, es necesario que acabe esta carta, porque es muy tarde. Ha sido más larga de lo que yo pensaba, pero como la envío mañana por la mañana a París, he querido aprovecharme de esta ocasión para participar a usted un día antes la alegría de su amigo.

En la quinta de…, a 2 de octubre de 17… por la noche.

CARTA C

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