Las amistades peligrosas (35 page)

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Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

Hablando con seriedad, me alegraba mucho observar por una vez el poder de la ocasión, y la hallé aquí desnuda de todo socorro extraño. Con todo, ella tenía que luchar con el amor, y con el amor sostenido por el poder o la vergüenza y fortificado sobre todo por el mal humor y grande incomodidad que yo le había causado.

La ocasión era única, se ofrecía y se presentaba siempre; pero el amor estaba muy distante. Para asegurar mis observaciones, yo tenía la malicia de no emplear más fuerzas que las que ella podía combatir. Sólo cuando mi encantadora enemiga, abusando de mi facilidad estaba para escapárseme, la contenía, sirviéndome del mismo temor cuyos buenos efectos había ya experimentado. Pues vea usted, sin valerme de otros medios, ni practicar mas diligencias, la tierna y cariñosa muchachita olvidó sus juramentos, cedió por el pronto, y al fin consintió, aunque a esto se siguiesen inmediatamente las reconvenciones y las lágrimas, que ignoro si eran verdaderas o fingidas; pero, como sucede siempre, cesaron luego que me ocupé en darle un nuevo motivo. Finalmente de debilidad en reconvención, y de reconvención en debilidad, no nos separamos sino satisfechos el uno del otro, y de acuerdo para la cita de esta noche. No he vuelto a mi casa hasta el amanecer, y aunque estaba rendido y falto de sueño, sin embargo lo he sacrificado todo por el placer de hallarme esta mañana al almuerzo, pues me gusta mucho ver las caras a la mañana siguiente. Usted no puede formarse idea de la que tenía esta jovencita.

Turbación en sus ademanes, dificultad para andar, los ojos siempre bajos, ¡y tan hinchados y abatidos! ¡Su cara redonda, se había alargado tanto! Nada había más gracioso; y por la primera vez su madre, alarmada de esta extraordinaria mutación, le manifestaba un interés demasiado tierno. ¡Y la presidenta que se apresuraba a ir al lado de ella! ¡Oh! Por lo que toca a estos cuidados no son sino prestados; día vendrá en que podrán dárselos, y éste no está lejos. Adiós, mi querida amiga.

En la quinta de…, a 1o de octubre de 17…

CARTA XCVII

CECILIA VOLANGES A LA MARQUESA DE MERTEUIL

¡Ay, Dios mío, Marquesa, cuán afligida estoy, y cuán desgraciada soy! ¿Quién me consolará en mis penas? ;Quién me consolará en el embarazo en que me hallo? Es el señor Valmont… ¡Danceny! No, la idea de Danceny me desespera… ¿Cómo se lo contaré a usted? ¿Cómo se lo diré?… Yo no sé qué hacer… Sin embargo, mi corazón está repleto… y es necesario que me franquee con alguno, y usted es la única a quien puedo dirigirme, y en quien me atrevo a confiar. ¡Usted es tan buena para mí!, pero ahora no debe serlo, pues no lo merezco; ¿qué digo? no lo deseo. Todos me han manifestado mucho interés hoy… y todos han aumentado mi dolor.

Yo sentía esto tanto más, cuanto no merecía que ose interesasen por mí. Repréndame usted, por el contrario; regáñeme bien, pues soy culpable; pero después sea mi libertadora. Si no tiene la bondad de aconsejarme, moriré de pesadumbre.

Sepa usted, pues… Mi mano tiembla, como ve; no puedo casi escribir; mi cara está encendida como un fuego… ¡Ah! es el rubor. Pues bien, lo sufriré, y éste será el primer castigo de mi culpa. Sí, todo se lo diré. Sabrá que el señor Valmont, que hasta aquí me ha entregado las cartas del señor Danceny, halló de repente mucha dificultad en eso, y quiso tener una llave de mi cuarto. Puedo asegurarle que yo no quería; pero él llegó hasta escribir a Danceny, y éste consintió; y como a mí me cuesta tanto trabajo el negarle la más ligera cosa, especialmente después de que mi ausencia le ha hecho tan desgraciado, acabé por acceder a ello. No preveía yo la desgracia que podía sucederme. Ayer, el señor Valmont se sirvió de esta llave para entrar en mi cuarto, cuando yo estaba durmiendo, y tan lejos de esperarle, que al despertar me causó mucho miedo; pero como me habló inmediatamente, lo reconocí, y no grité; además se me ocurrió, de pronto, que quizá vendría a traerme alguna carta de Danceny. Estaba él bien distante de eso. Un momento después quiso abrazarme; y mientras yo me defendía, como era natural, se manejó tan bien, que yo no hubiera querido por todas las cosas de este mundo… Pero él quería antes un beso. Fue necesario condescender. ¿Qué había de hacer? tanto más cuanto que, tratando de tocar la campanilla, no sólo no pude, sino que cl tuvo buen cuidado de decirme que si venía alguno, sabría bien echarme la culpa de todo; y, en efecto, era muy fácil, a causa de esta llave.

Después no se retiró ya. Quiso un segundo; pero éste, que no sabía yo lo que era, me turbó enteramente. Y después, era todavía peor que antes. ¡Oh! ciertamente que es una maldad. En fin, después… Usted me eximirá de contarle lo demás; pero yo soy la mujer más infeliz de mundo. Lo que más echo en cara, y lo que es necesario, sin embargo, referir a usted, es que tengo miedo de no haberme defendido tanto como podía. Le aseguro que yo no sé cómo sucedió, porque no quiero a Valmont; antes bien, lo detesto; y hubo momentos, no obstante, en que estuve como si le amase. Usted puede juzgar bien que esto no me impedía decirle siempre que no; pero yo conocía que no obraba como decía; y esto era como a pesar mío; y además, ¡yo estaba tan turbada! ¡Si es siempre tan difícil defenderse como esto, es necesario estar bien acostumbrarlo a ello!… Es verdad que Valmont tiene un modo de insinuarse, que no supe qué hacer para contestarle. En fin, ¿creerá que casi sentí que se fuese, y que tuve la debilidad de consentir en que volviese esta noche, lo que me desconsuela también más que lo restante? ¡Oh! a pesar de esto, prometo a usted que le impediré que venga. Apenas había salido, cuando conocí que había hecho muy mal en prometérselo; por esta razón he estado llorando sin cesar. ¡Danceny, en especial, es el que me causaba más pena! Todas las veces que pensaba en él, mis lágrimas se redoblaban hasta el punto de sofocarme; y pensaba siempre… y aún ahora ve usted el efecto en mi carta empapada en lágrimas. No; no me consolaré jamás, aunque no fuese más que por él… En fin, yo no podía dormir ya, y, por consiguiente, no pegué los ojos en toda la noche. Y esta mañana, cuando me levanté y me miré al espejo, daba miedo; tan demudada estaba.

Mi madre lo percibió luego que me vio, y me preguntó lo que tenía. Yo me eché a llorar al instante. Creía que me iba a regañar, y quizá eso me hubiera causado menos dolor; pero al contrario, me habló con dulzura. Yo casi no lo merecía. Me dijo no me afligiese así; ella ignoraba el motivo de mi pena. ¡Que me pondría mala! Hay momentos en que quisiera estar muerta. Yo no pude sufrir más. Me arrojé entre sus brazos sollozando, y diciéndole:

¡Ah, madre mía! su hija de usted es muy desdichada. Ella no pudo menos de llorar un poco, y todo esto no ha hecho más que aumentar mi pesadumbre; por fortuna, no me preguntó el motivo de mi desgracia, pues no hubiera sabido qué responderle. Suplico a usted me escriba lo más pronto posible, porque no tengo valor para pensar en nada, y no hago más que afligirme.

Tenga a bien dirigirme su carta por medio del señor de Valmont; pero le suplico que en caso de que le escriba al mismo tiempo, no le diga nada de cuanto le he referido. Me ofrezco a la disposición de usted con la más sincera amistad, y soy su más humilde y obediente servidora. No me atrevo a firmar esta carta.

En la quinta de…, a 19 de octubre de 17…

CARTA XCVIII

LA SEÑORA DE VOLANGES A LA MARQUESA DE MERTEUIL

Hace muy pocos días que usted me pedía consuelo y consejos; hoy me toca a mí pedírselos; y le hago para mí la misma súplica que usted me hacía para sí. Estoy verdaderamente muy afligida, y me recelo que no he tomado los mejores medios para evitar las pesadumbres que experimento. Mi hija es la causa de mi inquietud. Después de mi partida la había visto siempre triste y apesadumbrada pero esto no me cogía de nuevo, y por lo mismo observaba con ella una severidad que creía necesaria.

Esperaba que la ausencia y las distracciones destruirían bien pronto un amor que miraba más bien como un error de la infancia, que como una verdadera pasión. Sin embargo, lejos de haber ganado después de mi permanencia en ésta, observo que esta niña se entrega cada día más y más a una melancolía peligrosa, y temo de veras que su salud se altere. Particularmente de algunos días a esta parte, ha mudado visiblemente, y ayer en particular, me chocó mucho, y todos los que estaban conmigo se alarmaron al verla.

La prueba que tengo de que está vivamente afectada, es que la veo dispuesta a sobrepujar la timidez que ha tenido siempre para conmigo. Ayer por la mañana, a la simple pregunta que le hice si estaba mala, se arrojó entre mis brazos, diciéndome que era muy desdichada y se echó a llorar.

No puedo pintarle la pena que me causó; mis ojos se cubrieron de lágrimas, y no tuve tiempo para volver la cabeza, a fin de evitar que lo notase. Por fortuna, tuve la prudencia de no hacerle más preguntas, y ella no se atrevió a decirme más; pero no es por eso menos cierto de que esta infeliz pasión es la que la atormenta. ¿Qué partido, pues, tomaremos si esto continúa? ¿Haré, por ventura, la desgracia de mi hija? ¿Convertiré contra ella las cualidades más preciosas del alma, la sensibilidad y la constancia? ¿Soy acaso madre para esto? Y aun cuando llegue a ahogar el sentimiento natural, que nos hace desear la felicidad de nuestros hijos; aun cuando mirase como una debilidad lo que yo creo, por el contrario, el primero y el más sagrado de nuestros deberes, ¿si la fuerzo su elección, no seré responsable de las funestas consecuencias que puedan seguirse? ¿Qué uso haré de la autoridad materna, si coloco a mi hija entre el crimen y la desdicha?

Amiga mía, yo no imitaré lo que tantas veces he vituperado. He podido, sin duda, tratar de hacer una elección para mi hija; yo no haría con esto más que auxiliarla con mi experiencia; no era un derecho el que yo ejercía, cumplía sólo con mi obligación. Por el contrario, faltaría a mis deberes disponiendo de ella, con desprecio de una inclinación cuyo origen no he podido impedir, y cuya extensión y duración ni ella ni yo podemos conocer. No permitiré que se case con uno para querer a otro; y prefiero más bien comprometer mi autoridad que su virtud.

Juzgo, pues, que debo tomar el partido más prudente, que es el de retirar la palabra que he dado al señor Gercourt. Usted acaba de ver los motivos, que me parecen superiores a mis promesas. Digo aún más: que en el estado en que se hallan las cosas, el cumplir con mi palabra sería verdaderamente violarla. Porque, en fin, si debo ocultar el secreto de mi hija al señor Gercourt, debo a lo menos no abusar con éste de la ignorancia en que le dejo, y de hacer con él todo lo que creo que él mismo haría si estuviese instruido.

¿Iré, por el contrario, a venderle indignamente, cuando él confía en mi palabra; y mientras que me honra escogiéndome por una segunda madre, engañarle en la elección que quiere hacer? Estas reflexiones tan verdaderas, y a las que no puedo negarme, me alarman más de lo que pudiera decir a usted. Comparo a mi hija con las desgracias que estas consideraciones me hacen temer, y me la represento feliz con el esposo que su corazón ha elegido, no conociendo sus deberes sino por la dulzura que experimenta en cumplirlos, y veo a mi yerno igualmente satisfecho, y felicitándome de su elección, no hallando cada uno de ellos la felicidad sino en la dicha del otro, y reuniéndose la de ambos para aumentar la mía.

¿La esperanza de un porvenir tan lisonjero debe sacrificarse a vanas consideraciones? ¿Y cuáles son las que me detienen? únicamente las miras del vil interés. ¿De qué le servirá a mi hija ser rica, si no deja por eso de ser esclava de la fortuna? Convengo en que el señor Gercourt es quizá partido mejor que el que mi hija podía prometerse; confieso también que me lisonjea en extremo la elección que ha hecho de ella. Pero al fin, Danceny es igualmente de una casa tan buena como la suya; que en nada le cede por lo que mira a sus cualidades personales, y tiene sobre el señor Gercourt la ventaja de amar y ser amado. Es cierto que no es rico; ¿pero mi hija no tiene bastante para los dos? ¡Ah! ¿a qué privarla de la satisfacción de enriquecer a quien ama?

Estos matrimonios de cálculo, en que todo se ajusta, y en que a todo se atiende menos a los gustos y caracteres, ¿no son el manantial más fecundo de esos escándalos que cada día son más frecuentes? Prefiero, pues, diferirlo; tendré entre tanto el tiempo de estudiar y observar a mi hija, que no conozco todavía. Me siento con bastante valor para causarle un sin sabor pasajero, con tal que recoja de él una felicidad más duradera; pero exponerla a un eterno tormento, lo repugna mi corazón. He aquí, amiga mía, las ideas que me afligen, y sobre las que reclamo sus consejos.

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