EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE TOURVEL
Muy señora mía: Su carta me ha consternado, y no sé todavía cómo he de contestar a ella. Si es preciso elegir entre su desgracia y la mía, no hay duda que a mí me toca sacrificarme, y sobre esto no vacilo; pero antes de todo, me parece que unos intereses tan grandes merecen que se discutan y aclaren. ¿Y cómo lo conseguiremos, si no nos hemos de hablar ni ver ya? ¿Qué, ha de bastar un vano terror para separarnos, acaso sin remedio, al mismo tiempo que estamos unidos con los más dulces sentimientos? En vano la tierna amistad, el ardiente amor reclamarán sus derechos; sus gritos no serán escuchados. ¿Y por qué? ¿Cuál es, pues, ese urgente peligro que la amenaza? ¡Ah! créame; semejantes temores, y tan ligeramente concebidos, son ya, a mi parecer, motivos bastante poderosos para que usted esté segura.
Permítame que le diga que encuentro en esto ayunos vestigios de las impresiones poco favorables que le han hecho concebir contra mí. No se tiembla al lado del hombre a quien se estima, ni se aleja, sobre todo, a aquel que se ha creído digno de alguna amistad. El hombre peligroso es el único a quien se debe temer, y de quien se debe huir; ¿y ha habido jamás alguno más respetuoso y sumiso que yo? Ya ve usted cómo me contengo en mi lenguaje; va no me sirvo de aquellos nombres tan dulces y tan agradables a mi corazón, y que éste repite continuamente en secreto. Ya no soy aquel amante fiel y desgraciado que recibe los conse-
jos y consuelos de una amiga tierna y sensible; soy un reo delante de un juez, un esclavo delante de su amo. Es verdad que estos nuevos títulos imponen nuevos deberes, pero yo me obligo a cumplirlos todos. Escúcheme, usted; y si me condena, subscribo la sentencia, y parto al momento; y aun prometo más. ¿Prefiere usted aquel despotismo que juzga sin oir? ¿Se siente con valor de ser injusta? Pues mande, y será todavía obedecida: pero quisiera oir de su boca esta sentencia, esta orden. ¿Y por qué?, me dirá usted. ¡Ah! si me hace esta pregunta, se ve bien que conoce poco el amor y mi corazón. ¿Es, pues, nada el verla todavía una vez? ¡Ay! cuando llegue usted a ponerme en tal estado de desesperación, quizá una mirada consoladora me impedirá sucumbir a ella. Finalmente, si es preciso que yo renuncie al amor y a la amistad, por los que sólo vivo, verá usted a lo menos la obra de sus manos, y me quedará el consuelo de que se compadecerá de mí. Este ligero favor, aun cuando no lo merezca, me someto a pagarlo bien caro, para esperar lograrle. ¡Qué! ¡Usted va a alejarme de sí! ¡Consiente en que seamos indiferentes! ¿Qué digo! Usted lo desea; ¡y mientras me asegura que mi ausencia no causará novedad en sus sentimientos, me estrecha a que me marche, para trabajar más fácilmente en destruirlos!
Me dice usted que me lo agradecerá: de este modo lo único que me ofrece es lo que conseguiría un desconocido por el más ligero servicio, y aun su enemigo, si cesase de hacerle dallo. ¡Y quiere que mi corazón se contente con esto! Pregúnteselo usted al suyo. Si su amante, si su amigo, viniesen un día a hablarle de su reconocimiento, ¿no les diría usted con indignación: retírense ustedes, son unos ingratos?
Suspendo decir más, y sólo reclamo su indulgencia. Disimule la expresión de una pena que usted ha causado, y que no es capaz de perjudicara mi perfecta sumisión. Mas le suplico, a nombre de los dulces sentimientos que usted misma reclama, no rehuse escucharme, y que, compadeciéndose de la deplorable situación en que me ha sumergido, no difiera el momento de que esto se verifique.
Adiós, mi querida presidenta.
De…, a 27 de setiembre de 17…, por la noche.
EL CABALLERO DANCENY AL VIZCONDE DE VALMONT
¡Oh, amigo mío! Su carta me ha dejado helado; Cecilia… ¡Oh, Dios mío! ¿Será posible que Cecilia no me quiera ya? Sí; veo esta terrible verdad por entre el velo con que usted trata ele cubrirla, como un buen amigo. Ha querido usted prepararme para este golpe mortal; le doy las gracias por su atención; pero, ¿cree que se puede engañar al amor? Él previene todo cuanto le interesa; no se instruye de su suerte, sino más bien la adivina. Yo no dudo de la mía; bajo este supuesto, hábleme sin rodeos; puede hacerlo, y yo se lo suplico. Comuníqueme usted todo: lo que ha hecho nacer sus sospechas, lo que se las ha confirmado; la más mínima circunstancia es muy preciosa. Procure pues, con especialidad, acordarse de lo que le ha dicho. Una palabra en lugar de otra, puede mudar una frase; y aunque la misma palabra tiene algunas veces dos sentidos, usted puede haberse engañado. ¡Ah! Trato de lisonjearme todavía. ¿Qué es lo que le ha dicho a ella? ¿Me hace algunas reconvenciones? ¿No trata a lo menos de disculpar sus sinrazones? Yo debería haber previsto este cambio por las dificultades que de algún tiempo a esta parte encuentro en todo: el amor no conoce obstáculos. ¿Qué partido debo tomar? ¿Qué me aconseja usted? ¿Trataré de verla? ¿Es esto, pues, imposible? La ausencia es tan cruel, tan funesta… Y ella ha rehusado un medio de verme, y usted no me dice cuál era. A la verdad, si tenía mucho peligro, ella sabe bien que no quiero que se arriesgue demasiado. Pero conozco su prudencia de usted, y, por mi desgracia, no puedo fiarme de ella. ¿Qué haré ahora? ¿Cómo le escribiré? Si le dejo entrever mis sospechas, acaso la apesadumbraré; y si fueren injustas, ¿podré perdonarme de haberla afligido? El ocultarlas es engañarla, y yo no sé disimular nada con ella. ¡Oh! si pudiera saber cuánto sufro, estoy seguro de que mi dolor la enternecería, pues conozco su sensibilidad; está dotada de un excelente corazón, y tengo mil pruebas de su cariño.
Es verdad que es demasiado tímida y corta, ¡pero es tan joven, y su madre la trata con tanta severidad! Voy a escribirle; procuraré contenerme; y sólo le suplico que se remita en todo a usted; y aun cuando todavía lo rehuse, a lo menos no podrá quejarse de mi súplica, y quizá consentirá. Usted, amigo mío, disimulará mis incomodidades, tanto por ella como por mí. Yo le aseguro que aprecia sus cuidados, y que se los agradece. No es desconfianza, sino timidez; tenga, pues, indulgencia, que es el más bello carácter de la amistad. La de usted me es muy preciosa, y no sé cómo reconocer lo que ha hecho por mí.
Adiós; voy a escribir inmediatamente. Conozco que mis temores renacen. ¡Quién me hubiera dicho que algún día me había de costar trabajo el escribirle! ¡Ah! ayer todavía era éste mi más dulce placer. Adiós, amigo mío; prosiga usted haciendo sus buenos oficios por mí, y téngame mucha lástima.
París, 27 de setiembre de 17…
EL CABALLERO DANCENY A CECILIA VOLANGES
(Esta carta acompaña a la anterior).
No puedo ocultarle cuánta aflicción me ha causado el saber por Valmont la poca confianza que usted sigue teniendo en él, sabiendo que es mi amigo, y que es la única persona que puede reunirnos.
Yo había creído que estos títulos bastarían para usted, pero veo con dolor que me he engañado. ¿Podré esperar que a lo menos me diga los motivos? ¿Halla todavía algunas dificultades que se lo estorben? Si usted no se explica, yo no puedo adivinar el misterio de esta conducta. No me atrevo a sospechar de su amor, así como usted no osaría, sin duda, hacer traición al mío. ¡Ah! Cecilia… ¿Es cierto que ha desechado el medio sencillo, cómodo y seguro? ¡Es esto tenerse amor! Una corta ausencia ha cambiado bien pronto sus sentimientos. ¿Mas a qué engañarme, a qué decirme que me quiere siempre y que me ama más y más? ¿Cuando su madre de usted ha destruido su amor, ha destruido también su candor? Si le queda a lo menos alguna piedad, no sabrá sin dolor los horribles tormentos que usted me causa. ¡Ah! yo sufriría menos para morir.
Dígame, pues, ¿se ha cerrado su corazón sin remedio? ¿Me ha olvidado usted del todo? Gracias a su repulsa, no sé cuándo oirá mis quejas, ni cuándo responderá a ellas. La amistad de Valmont había asegurado nuestra correspondencia, pero usted la ha despreciado, le parece penosa y ha preferido que sea rara. No, no creeré jamás en el amor ni en la buena fe. ¡Ah! ¿qué podré creer si Cecilia me ha engañado? Respóndame, pues. ¿Es cierto que ya no me ama? No, esto es imposible, usted se hace ilusión, usted calumnia su corazón.
Un temor pasajero, un momento de desaliento, pero que el amor ha hecho desaparecer bien pronto; ¿no es cierto, Cecilia mía? ¡Ah! sin duda; no tengo razón en amarla. ¡Y cuán feliz sería si no la tuviera! ¡Cuánto desearía disculparme tiernamente con usted y reparar este momento de injusticia por una eternidad de amor! ¡Cecilia, Cecilia, compadézcase de mí, resuélvase a verme y sírvase para ello de todos los medios! Vea usted lo que produce la ausencia: temores, sospechas, y quizá frialdad. Una mirada, una sola palabra, y seremos felices. ¡Pero qué puedo hablar todavía de felicidad! acaso está perdida para mí, y perdida para siempre. Atormentado por el temor y estrechado cruelmente entre injustas sospechas, y la verdad más cruel, no puedo pararme a pensar, no vivo sino para sufrir y quererle. ¡Ay, Cecilia! usted es la única que puede hacerme amable la vida, y de la primera palabra que pronuncie depende la vuelta de mi dicha a la certeza de una eterna desesperación.
París, 27 de setiembre de 17…
CECILIA VOLANGES AL CABALLERO DANCENY
Nada comprendo de lo que usted me dice en su carta, y sólo veo en ella la pena que me causa. ¿Qué es, pues, lo que le ha dicho el señor Valmont? ¿Y qué es lo que ha podido hacer creer a usted que yo no le amaba ya? Esto sería acaso una felicidad para mí, porque seguramente sufriría menos; y es cosa bien dura el ver que, cuando le amo a usted como le amo, crea siempre que no tengo razón, y que en lugar de consolarme, será usted de quien me vengan siempre las penas que me causan más pesadumbre, usted cree que le engaño y que no le digo la verdad; tiene entonces una buena idea de mí. Pero supongamos que mintiera, como me lo echa en cara, ¿qué interés tendría yo en ello? En verdad que si no le quisiera ya, no tenía más que decirlo, y todo el mundo me aplaudiría; mas, por desgracia, la pasión puede mas que yo; ¡es preciso que haga esto por un hombre que no tiene conmigo la más mínima correspondencia! ¿Qué he hecho yo para que usted se enfade tanto? No me he atrevido a tomar una llave, porque temía que mi madre lo percibiese, y que esto, no sólo me causase a mí un sinsabor, sino igualmente a usted por la causa mía; y además también porque me parece que sería mal hecho. Pero sólo el señor Valmont me había hablado de esto, y yo no podía saber si usted lo quería o no, puesto que lo ignoraba enteramente. Ahora que veo que lo desea, ¿rehuso por ventura tomar esta llave? Yo me apoderaré de ella desde mañana y después veremos lo que usted tiene que decir.
Por más amigo suyo que sea el señor de Valmont, yo creo que amo a usted tanto como él puede quererle por lo menos; y sin embargo, él ha de tener siempre razón y yo no. Le aseguro que estoy muy enfadada. A usted le importa poco, porque sabe que me calmo inmediatamente; pero ahora que tendré la llave, podré verle cuando quiera y le aseguro que no querré si usted obra de este modo. Más quiero tener las pesadumbres que yo misma me cause, que las que usted me ocasione. Vea, pues, lo que gusta hacer.
¡Si usted quisiera nos amaríamos tanto! y a lo menos o tendríamos más penas que las que otros nos causasen. Yo le aseguro que si fuera dueña de mí misma, no tendría jamás queja de mí: pero si usted no me cree, seremos siempre muy desgraciados y esto no será por culpa mía. Espero que muy pronto nos podremos ver, y entonces no tendremos motivos para apresadumbrarnos como ahora.