Las amistades peligrosas (34 page)

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Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

Si yo lo hubiera previsto, habría tomado al instante esta llave; pero, a decir verdad, pensaba que obraba bien. Suplícole que no se incomode, que no esté triste y que me ame tanto como yo lo amo y entonces estaré contenta. Adiós, mi caro amigo.

En la quinta de…, a 18 de setiembre de 17…

CARTA XCV

CECILIA VOLANGES AL VIZCONDE DE VALMONT

Muy señor mío, he de merecer de usted tenga a bien entregarme la llave que usted me había dado para ponerla donde estaba la otra; pues veo que es preciso que yo consienta en lo que todos quieren. No sé por qué le ha dicho al señor Danceny que yo no le amaba ya; no juzgo que haya dado a usted motivo para pensarlo; y esto le ha causado mucho sentimiento y a mí también. Sé que usted es su amigo, pero esto no debe de ser una razón para apesadumbrarle, ni a mí tampoco. Me haría un favor particular, si le dijese lo contrario la primera vez que le escribe, añadiendo, que está usted seguro de ello; porque en usted es en quien tiene la mayor confianza y yo no sé qué hacer, cuando digo una cosa y no me la creen.

En cuanto a la llave, puede estar tranquilo. Me acuerdo de todo lo que me recomendaba en su carta. Sin embargo, si usted la tiene todavía y se sirve dármela al mismo tiempo, yo le prometo guardarla bien, y si esto pudiera ser mañana al tiempo de comer, le daría la otra llave pasado mañana al almuerzo, y me la entregaría del mismo modo que la primera. Quisiera que esto no se difiriera, porque entonces daremos menos tiempo a mi madre para que lo perciba, y una vez que usted coja esta llave, tendrá la bondad de servirse de ella para tomar mis cartas, y de este modo el señor de Danceny, sabrá de mí frecuentemente.

Es cierto que esto será mucho más cómodo que ahora; pero al principio me causó gran miedo. Suplícole, pues, me disimule, esperando que no dejará por eso de continuar los mismos servicios que ha hecho anteriormente, a los que le estará muy agradecida.

De usted su muy humilde y obediente servidora.

En…, a 28 de setiembre de 17…

CARTA XCVI

EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL

Apostaría a que ha estado esperando todos los días después de su aventura, que yo la cumplimentase y elogiase; no dudo que mi largo silencio la habrá incomodado no poco; ¿pero qué quiere usted? Yo he pensado siempre que cuando sólo hay que alabar a una mujer se puede dejar esto a su cuidado y ocuparse de otra cosa. Le doy sin embargo las gracias por lo que a mí toca, y la enhorabuena por lo que hace a usted.

Quiero aún convenir, para hacerla enteramente feliz, en que por esta vez ha sobrepujado mis esperanzas.

Veamos después de esto si por mi parte he llenado las suyas. No pretendo hablar de la señora Tourvel, porque le desagrada su lento modo de proceder como que usted sólo quiere ir a cosa hecha, fastidiándola todo lo que se sigue la marcha ordinaria. Yo, por el contrario, nunca he tenido más placer que el que experimento en estas pretendidas lentitudes.

Sí, me gusta ver y considerar a esta mujer prudente metida sin percibirlo, en un camino en que no puede volver atrás, y cuya rápida y peligrosa pendiente la arrastra a pesar suyo y la obliga a seguirme.

Espantada allí del peligro que la amenaza, quisiera detenerse y no puede, y aunque por su cuidado y destreza acorte sus pasos, es necesario que éstos se sucedan. Algunas veces, no atreviéndose a mirar el peligro, cierra los ojos, y dejándose ir se abandona a mi dirección. Un nuevo temor reanima a menudo sus esfuerzos, y en su mortal horror intenta todavía deshacer el camino, agota sus fuerzas para trepar penosamente por él durante un corto espacio, y bien pronto un mágico poder la vuelve a poner más cerca del peligro, que en vano ha querido evitar.

Viendo entonces que yo soy su único guía y apoyo, sin cuidar ya de reconvenirme sobre una caída inevitable, me pide sólo que la retarde. Fervientes súplicas, humildes ruegos, y cuando los mortales poseídos del miedo ofrecen a la Divinidad, todo se dirige a mí, ¿y quiere usted que sordo a sus súplicas y destruyendo yo mismo el culto que me tributa, emplee en precipitarla el poder que invoca para que la sostenga? ¡Ah! déjeme a lo menos el tiempo de observar estos tiernos combates entre el amor y la virtud.

¿Y qué, cree acaso que el mismo espectáculo que le hace ir corriendo precipitadamente al teatro, y que aplaude usted con furor, es menos interesante en la realidad? ¿Y piensa usted que aquellos sentimientos que escucha con entusiasmo, y que inspira un alma pura y tierna, que teme la felicidad que apetece, y no deja de defenderse aun cuando cese de resistir, no son apreciables sino para el que los causa? He aquí, sin embargo, he aquí los deliciosos placeres que esta celestial mujer me ofrece diariamente.

¡Usted me echa en cara que me saboreo con sus dulzuras! ¡Ah, tiempo vendrá en que tarde o temprano, envilecida por su caída, no sea para mí sino una mujer ordinaria. Pero al mismo tiempo que estoy hablándole de la señora de Tourvel, me olvido de que no quería hacerle conversación de ella. Yo no sé qué poder me une y me arrastra hacia ella sin cesar, aun cuando la ultrajo. Alejemos esta idea peligrosa, y vuelva yo sobre mí mismo para tratar de otro asunto más alegre, de su pupila de usted, ahora ya mía, y espero que en esto va a conocer mi carácter. Como hace algunos días me trata mejor mi tierna devota, y que por lo mismo me ocupo menos de ella, había observado que la señorita Volanges era ciertamente muy bonita y que si era una gran tontería enamorarse de ella como Danceny, no era quizá menor la de no buscar cerca de ella una distracción que mi soledad me hacía necesaria. Me pareció justo también que yo recibiera el premio de los trabajos que me tomaba por ella. Además me acordé que usted me la había ofrecido antes que Danceny tuviese ninguna pretensión, y me creí con derecho a reclamar un bien que él no poseía, sino que yo le había rehusado y abandonado. La bonita cara de la muchacha, su fresca boca, su aire aniñado, y aun su rudeza, fortificaban estas sabias reflexiones; por consiguiente me resolví a obrar, y el éxito ha coronado mi empresa.

Yo la contemplo a usted examinando de qué medios me habré valido para suplantar al amante querido; qué género de seducción podría convenir a la edad de esta joven y a su inexperiencia. Quiero ahorrarle ese trabajo, diciéndole que no he empleado ninguno. Mientras que usted, manejando con destreza las armas de su sexo, triunfa por su astucia, yo dando al hombre sus derechos imprescriptibles, subyugaba por autoridad. Seguro apoderarse de la presa, si podía acercarme a ella, todo mi ardid se dirigía a esto y ni aun merece el nombre de artificio el que empleé para lograrlo.

Me aproveché de la primera carta que recibí de Danceny para su querida, y después de haberla instruido sobre la señal convenida entre nosotros, en lugar de servirme de mi habilidad para entregársela, la empleé en aparentar que no encontraba arbitrio para ello; fingí tomare parte en esta impaciencia que yo mismo hacía nacer, y después de haber causado el mal, indiqué el remedio. Una de las puertas del cuarto en que duerme la señorita, da a un corredor; pero su madre, como era justo, había cogido la llave. Sólo se trataba de apoderarse de ella y nada había más fácil. Yo no pretendía disponer de ella sino dos hora, y estaba cierto de tener otra semejante. Entonces, correspondencias, entrevistas, citas nocturnas, todo venía a ser cómodo y seguro. Con todo, ¿lo creería usted? la tímida muchachita tuvo miedo y se negó. Otro se hubiera desconsolado, pero yo no vi en esto sino fa ocasión de un placer más vivo. Escribí a Danceny quejándome de esta repulsa, y lo hice tan bien, que el pobre atolondrado no cesó hasta que hubo logrado y aun exigido de su cortejo, que accediese a mi solicitud, y se entregase enteramente a mi discreción. Confiésole que me alegraba mucho de haber cambiado así de papel, y que el joven hiciese por mí lo que él creía que haría por él. Esta idea redoblaba a mis ojos el precio de la aventura; por esta razón, luego que tuve en mis manos la preciosa llave, me apresuré a hacer uso de ella. Esto era en la noche última.

Después de haberme asegurado de que todo estaba tranquilo en la quinta, armado de mi linterna sorda, y vestido según la hora y las circunstancias lo exigían, fui a hacer mi primera visita a su pupila. Yo lo había dispuesto todo, sirviéndome de ella misma para entrar sin ruido. Estaba en su primer sueño, de modo que llegué hasta su cama sin que despertase. Traté al principio de ir más adelante, y hacer un ensayo que pudiese pasar por sueño.

Pero temiendo el efecto de la sorpresa y del ruido que se hubiera seguido a ella, preferí despertar con precaución a la hermosa durmiente y logré por este medio prevenir el grito que temía.

Después de haber calmado sus primeros temores, como yo no había ido allí para parlar, me tomé algunas libertades. Sin duda no la han enseñado en el convento a cuántos peligros está expuesta la tímida inocencia, y todo lo que tiene que guardar para no ser sorprendida, porque mientras que ponía toda su atención en defenderse de un beso, que no era más que un falso ataque, dejó lo restante sin defensa. ¡Qué ocasión para malograrla! Mudé de dirección y tomé puesto inmediatamente. Entonces estuvimos a pique de perdernos ambos: la muchacha, espantada, quiso gritar de buena fe; mas por fortuna, los llantos ahogaron su voz. Cogió también el cordón de la campanilla, pero detuve con destreza su brazo a tiempo, diciéndole: “¿Qué quiere usted hacer? ¿Quiere perderse para siempre? Qué me importa a mí que vengan, y ¿a quién podrá persuadir que yo no estoy aquí sin su consentimiento? ¿Quién, sino usted puede haberme suministrado el medio de introducirme aquí? Y esta llave que me ha dado, y que yo no he podido tener sin su ayuda, ¿se encargará usted de decir qué destino tenía?” Esta corta arenga, aunque no calmó el dolor ni la cólera, produjo sin embargo la sumisión. No sé si yo hablaba con elocuencia; a lo menos es cierto que no tenía el aire ni la actitud de un hombre elocuente; porque hallándome con una mano ocupada por la fuerza, y a la otra por el amor, ¿cómo podía pretender yo ni cualquier otro orador hablar con gracia en una situación semejante? Si usted se la pinta bien, convendrá a lo menos que era favorable al ataque; pero yo no entiendo absolutamente nada: y como usted dice, la mujer más sencilla, una pupila, me lleva como un niño. Ésta, aunque afligida, conoció que era necesario tomar un partido y entrar en composición; y viéndome inexorable, y que sus súplicas no me hacían mella, fue necesario pasar a las ofertas. Usted creerá que he vendido muy caro este importante puesto; pues no, porque lo prometí todo por un beso. Es cierto que después de haberlo dado no cumplí mi oferta; pero tenía para ello poderosas razones. Como no estábamos convenidos en si le había de recibir por grado o por fuerza, regateamos tanto, que al fin nos pusimos de acuerdo para un segundo, y éste se había dicho que sería recibido. Entonces, cogiendo sus tímidos brazos y estrechándola con uno de los míos cariñosamente, recibió en fin el dulce beso, de tal modo, que el amor no hubiera podido ejecutarlo mejor.

Tanta buena fe merecía recompensa, y así accedí inmediatamente a su solicitud. Retiré la mano, pero no sé por qué casualidad me hallé yo mismo en su lugar. Usted me supondrá muy apresurado y activo, ¿no es cierto? Pues nada menos que eso, porque ya le he dicho que me agradan las lentitudes. Una vez seguro de llegar ¿a qué apresurar el viaje?

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