Primeramente, es hermana mía de leche, y este vínculo, que no nos lo parece, lo es para gentes de su clase; además, yo sé su secreto, y aún mejor: víctima de una locura de amor, estaba perdida si yo no la hubiese salvado. Sus padres, henchidos de honor, querían nada menos que encerrarla; se dirigieron a mí, y desde luego vi cuán útil podía serme su cólera. Los favorecí, y obtuve la orden que solicitaban. Después, tomando repentinamente el partido de la clemencia, al cual atraje a sus padres, y aprovechándome de mi influjo con el anciano ministro, los hice a todos consentir en que me dejaran depositaria de esta orden, y dueña de detener o de consentir su ejecución, según jurgase yo el mérito de la conducta venidera de ta chica. Sabe, pues, que su suerte está en mis manos, y aun cuando por un imposible estos medios poderosos no la detuviesen, ¿no es evidente que nadie la creería cuando se publicase su conducta y su castigo auténtico?
A estas precauciones, que yo llamo fundamentales, se agregan mil otras que el lugar o la ocasión proporcionan, y que la reflexión o el hábito hacen encontrar cuando se necesita, cuyo pormenor fuera minucioso, pero cuya práctica es importante, y que es preciso se tome usted el trabajo de entresacar del total de mi conducta, si quiere llegar a conocerlas.
Pero querer que yo me haya afanado tanto para no coger el fruto; que habiendo adquirido tanta superioridad sobre las otras mujeres, con mis trabajos penosos, consienta en arrastrarme con ellas entre la imprudencia y la timidez; que, sobre todo, tema a un hombre, al punto de no ver otro medio de salvarme que la fuga, no, vizconde, jamás. Es preciso vencer o morir. En cuanto a Prevan, quiero tenerle, y le tendré; quiere publicarlo, y no lo publicará; en dos palabras, es toda nuestra historia. Páselo usted bien, etc.
En…, a 20 de setiembre de 17…
CECILIA VOLANGES AL CABALLERO DANCENY
¡Oh, Dios! ¡Qué pesar me ha dado la carta de usted! ¡Por cierto que valía la pena de que yo la aguardase con tanta impaciencia! Esperaba encontrar con ella consuelo, y véame más afligida que antes de haberla recibido. ¡Cuánto he llorarlo leyéndola! No es esto de lo que yo le acuso: he llorado ya muchas veces por causa suya, sin haber sufrido; pero esta vez no es lo mismo.
¿Qué significa lo que usted me dice, que su amor es ya un tormento, que no puede vivir así, ni tolerar más tiempo su situación? ¿Va quizás a cesar de amarme, porque no es ya tan agradable como anteriormente? Me parece que yo no soy más feliz que usted, bien al contrario; y sin embargo, le amo más y más. Si el señor de Valmont no le ha escrito, no es culpa mía; yo no podía suplicárselo, porque no hemos podido vernos a solas, y tenemos convenido el no hablarnos jamás delante de las gentes; y esto también para que pueda él hacer más pronto lo que usted desea. No digo que no lo desee yo igualmente, y debe estar bien persuadido de ello; pero ¿qué quiere que yo haga? Si cree que es tan fácil, halle usted el medio, pues yo no deseo otra cosa.
¿Cree que será muy agradable ser reñida por mi madre todos los días, cuando antes jamás me decía nada? Bien al contrario. Ahora es peor que cuando estaba en el convento. Me consolaba, no obstante, pensando que era por usted, y aun había momentos en que me parecía estar contenta de ello; pero cuando veo ahora que también usted padece, y sin que yo tenga la menor culpa, me hongo Irás triste que por torio cuanto ha pasado hasta ahora.
Solamente para recibir sus cartas hay tal dificultad, que si el señor de Valmont no fuese tan complaciente y tan diestro, no sé como lo haría yo; y para escribirle es mayor todavía. En toda la mañana no me atrevo, porque madre está junto a mí, y a cada instante viene a mi cuarto. Algunas veces puedo escribir después de comer, con pretexto de cantar o tocar el arpa; y aun en tal caso es preciso que lo interrumpa a cada línea, para que se oiga que estudio. Felizmente mi doncella se duerme algunas veces por la noche, y le digo que me desnudaré sin su ayuda, para que se vaya y me deje la luz. Después es preciso que me oculte detrás de la cortina, para que no se vea la claridad, y que escuche el menor ruido, para poder taparlo todo si alguien viene. Yo quisiera que estuviese usted aquí, y vería que es preciso amar fuertemente para hacer lo que hago. En fin, muy cierto es que hago cuanto puedo, y que quisiera poder hacer más todavía.
Seguramente, no rehuso el decirle que le amo, y que le amaré toda mi vida; jamás lo he dicho más de corazón, ¡y lo siente usted! ¡Me había asegurado, sin embargo, antes de que yo se lo hubiese dicho una vez, que esto sólo bastaba para hacerle feliz! No puede usted negarlo; está en sus cartas. Aunque no las tenga ya, me acuerdo de ellas como si las leyese todos los días. ¿Y porque estamos separados, ya no piensa lo mismos Pero esta ausencia no durará siembre. ¡Dios mío! ¡qué desgraciada soy! y es usted bien ciertamente la causa…
A propósito de sus cartas; espero que habrá guardado las que madre me ha cogido y le ha enviado; forzoso es que venga un tiempo en que yo no esté tan observada como ahora, y entonces usted me las devolverá todas. ¡qué placer tendré cuando pueda guardarlas siempre sin que nadie las vea!; ahora las entrego al señor de Valmont, porque de otro modo habría mucho riesgo; a pesar ele eso, nunca se las doy sin que me cause mucho sentimiento. Adiós, mi querido amigo. Le amo de todo corazón, y le amaré eternamente. Espero que ahora no estará triste; y si estuviese cierta de ello, ya no lo estaría yo misma. Escriba lo más pronto que pueda, porque hasta entonces estaré siempre melancólica.
En la quinta de…, a 27 de setiembre de 17 …
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE TOURVEL
Muy señora mía: Continuemos, se lo suplico por favor, una conversación tan desgraciadamente interrumpida. Pueda yo acabar de probarle cuán diferente soy del retrato que le habían hecho de mí; pueda, sobre todo, gozar aún de aquella amable confianza que empezaba usted a manifestarme. ¡qué atractivo sabe usted dar a la virtud! ¡Cómo sabe hermosear y hacer amar los sentimientos honrados y puros! ¡Ah! ésta es la más fuerte de sus seducciones, la única que la hace respetable y poderosa.
Sin duda, basta ver a usted, para desear agradarle: oírla hablar, para desearlo continuamente. Pero el que tiene la dicha de conocerla más de cerca, que puede leer alguna vez en su corazón, cede muy pronto a un sentimiento más noble; y penetrado de veneración, no menos que de amor, la venera, imagen de todas las virtudes. Yo, quizás, más capaz que otro de amarlas y seguirlos, arrastrado por algunos errores que me habían alejado de ellas, a usted debo el haberme acercado nuevamente y haber conocido todo su encanto. ¿Verá, pues, como un crimen este nuevo amor? ¿Condenará su propia obra? ¿Vituperará el interés que usted misma pudiese tomar por ella? ¿qué mal puede temerse de un sentimiento tan puro, y qué dulzura no se experimentaría al fomentarlo?
¡Mi amor la asusta, y lo halla violento y desenfrenado! Modérele con un amor más dulce por parte suya; no rehuse el imperio que le ofrezco, al que juro no sustraerme jamás, y en el cual me atrevo a creer que la virtud podría tal vez tener alguna cosa que ganar. ¿Qué sacrificio podría parecerme penoso, estando seguro de que el ser amado por usted sería la recompensa? ¿Cuál es el hombre tan desdichado que no sepa gozar de las privaciones que él mismo se impone? ¿que no prefiera una palabra, una mirada, acordada de buena gracia, a todos los goces que pudiese lograr por violencia o por sorpresa? ¡Y usted ha creído que yo soy este hombre! ¡y me ha temido! ¡Ah! ¡por qué su dicha no dependerá de mí! ¡Cómo me vengaría haciéndola feliz! Pero la estéril amistad no produce esta dulce influencia, fruto sólo del amor.
¡Esta palabra la intimida! Y ¿por qué? Un efecto más tierno, una unión más estrecha, un solo pensamiento, la misma dicha, como las mismas penas, ¿qué hay en todo esto que no cuadre con su alma sensible? Y sin embargo, así es el amor; a lo menos el que me inspira y yo siento. Él es, sobre todo, el que calculando sin interés, sabe apreciar las acciones por lo que merecen, y no por lo que valen; tesoro inagotable de las almas sensibles, todo se torna estimable hecho por él o para él.
¿Qué tienen de horrible estas verdades, tan fáciles de comprender, tan dulces en su ejecución? ¿Qué temor puede infundirle un hombre sensible a quien no permite el amor ser feliz, si no lo es usted?
Hoy es éste mi único deseo; por lograrlo sacrificaré todo, menos el sentimiento que me lo ha inspirado; comparta conmigo esos mismos sentimientos, y podrá entonces dirigirle como quiera. Pero no suframos que nos separe, en vez de reunirnos. Si la amistad que me ha ofrecido
usted no es una palabra vana; si, según me lo decía ayer, es el sentimiento más dulce que su alma experimenta, sea ella la mediadora en nuestro convenio; no la desecharé; pero siendo juez del amor, consienta en escucharle; el no oírle fuera una injusticia, y la amistad no es injusta.
Una segunda conversación no será más peligrosa que la primera; el acaso puede prestar ocasión, y usted misma pudiera indicar el momento. Quiero creer que no tengo razón; ¿no le agradará más el convencerme que el combatirme? ¿Duda acaso de mi debilidad? Si aquella tercera persona no hubiese venido tan importunamente a interrumpirnos, tal vez ya estaría yo enteramente conforme con el parecer de usted: ¿quién puede calcular adónde llegaría su poder?
¿Debo decirlo? A veces sucede que temo ese mismo poder invencible a que me entrego sin atreverme a calcular; ese encanto irresistible, que la hace soberana de mis pensamientos no menos que de mis acciones. ¡Ay de mí! la conversación que le pido, tal vez soy yo quien deba temerla. Tal vez, ligado con mis promesas, me veré después reducido a abrasarme en las llamas de un amor que preveo que no podrá apagarse, sin atreverme ni aun a implorar el socorres de usted. ¡Ah! señora, por favor, no abuse de su dominio. Mas ¿qué digo? Si debe usted ser más feliz entonces, si yo debo parecerle más digno de su atención, ¿qué penas no mitigará tan dulce idea? Sí, lo conozco; hablar a usted todavía es darle más fuertes armas contra mí; es someterme más completamente a su voluntad. Es mucho más fácil defenderse contra sus cartas; aunque expresen los mismos sentimientos, no está usted presente para prestarles su influencia. Sin embargo, el placer de oiría me hace arrostrar el peligro; a lo menos tendré la dicha de haber hecho cuanto cabe por usted, aun contra mí mismo, y mis sacrificios se convertirán en homenaje. Demasiado feliz yo, si puedo probarle de mil maneras, como de mil maneras lo siento, que, sin exceptuarme yo mismo, es usted, y será siempre, el objeto que más ama mi corazón.
En la quinta de…, a 23 de setiembre de 17…
EL VIZCONDE DE VALMONT A CECILIA VOLANGES
Ya vio ayer cuán contrariados estábamos. No he podido en todo el día entregarle la carta que tenía, e ignoro si hoy encontraré mayor facilidad. Temo comprometerla poniendo más celo que destreza, y no me perdonaría a mí mismo una imprudencia que seríale fatal, y causaría la desesperación de mi amigo, haciéndola eternamente infeliz. Sin embargo, como conozco cuán impaciente es el amor, comprendo cuán penoso debe ser, en su situación, el ver retardarse el único alivio que puede gozar en este momento. A fuerza de pensar en los medios de apartar los obstáculos, he hallado un modo, cuya ejecución será fácil, si usted pone cuidado por su parte.