Las amistades peligrosas (48 page)

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Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

Adiós como en otros tiempos… ¡Si, adiós, ángel mío!. Te envío todos los besos del amor.

P. D. —¿Sabe que Prevan después de su mes de prisión ha sido obligado a abandonar su cuerpo? Es hoy la noticia de todo París. En verdad se le ha castigado por un delito que él no ha cometido, y el éxito de usted es completo.

París, a 29 de octubre de 17…

CARTA CXXVI

LA SEÑORA DE ROSEMONDE A LA PRESIDENTA DE TOURVEL

Antes le hubiera respondido, amada niña, si la fatiga de la última carta no me hubiera devuelto mis dolores, que me han privado durante estos días del uso de mi brazo.

Ansiaba testificarle mi agradecimiento por las noticias que me comunicaba acerca de mi sobrino, y felicitarla por ellas sinceramente. Sí, querida bella. Dios que sólo quería probarla, la ha socorrido cuando llegaba el momento en que las fuerzas parecían abandonar a usted. Preciso es reconocer en esto el sabio consejo de la Providencia, que ha salvado a la vez a usted y a mi querido sobrino. Mucho le debe, querida, a la divina Omnipotencia, y algún motivo de arrepentimiento será sin duda para usted haber dudado de ella un salo momento. Comprendo, sin embargo, que deplorará no haber tomado la iniciativa de esa resolución, y que la de Valmont hubiese venido en consecuencia de ella, lo que hubiera conservado mejor los derechos de nuestro sexo, pensando mundanamente en el caso. Pero ¿qué importan estas imperfecciones accidentales cuando los hechos han cumplido una finalidad? ¿Acaso quien escapa al naufragio se lamenta del medio a que debe la vida?

Pronto verá usted cómo las hondas penas que sentía, se alejan; y aunque subsistieran en todo su rigor ¡cuán preferibles no serán siempre a los remordimientos de un crimen o al desprecio que de sí misma habría de sentir usted! En vano antes de ahora le hubiera hablado yo con esta aparente seguridad; el amor es un sentimiento indomable, que la prudencia evita, pero no puede vencer; y que una vez nacido, muere de muerte natural o por ausencia completa de esperanza. Éste es el caso en que usted se encuentra, y que me da el valor y el derecho de hablarle con franqueza. Es cruel horrorizar al enfermo desesperado que no es susceptible de consuelo ni de alivio; pero es sabio mostrar a un convaleciente los peligros que ha corrido, para inspirarle la prudencia que necesita, y la sumisión a los consejos que aún puede utilizar.

Puesto que usted me elige como médico, como tal le hablaré, asegurándole que los dolores que ahora siente, y que tal vez exijan algunos remedios, no son nada en comparación de la horrible enfermedad de la que con bien saliera usted. Como amiga suya que soy, mujer razonable y virtuosa, me permitiré decir que esta pasión que la ha subyugado, tan desgraciada por sí misma, lo era aún más por su objeto. Si he de creer lo que se me dice de mi sobrino, a quien amo con verdadero cariño, y que reúne en efecto muchas cualidades loables y muchos atractivos, es un hombre funesto para las mujeres que persigue, igualmente para seducir que perderlas. Tal vez usted lo hubiera convertido. Nadie sería más digno de esto; pero tantas se han jactado de ello que nada han conseguido, y mucho me alegra no ver a usted reducida a este recurso.

Considere ahora, mi querida bella, que en vez de tantos peligros como hubiera corrido, tendrá más el reposo de la conciencia, la satisfacción de haber determinado la conversión de Valmont. No dudo que sea obra de su valiente resistencia; y que un momento de debilidad de su parte, hubiera perdido a mi sobrino para siempre. Me agrada pensar así, y espero que usted piense lo mismo; en ello encontrará los primeros consuelos, y yo nuevas razones para amarla más.

La espero de un día a otro, en cumplimiento de lo que me anuncia. Venga usted a encontrar la calma y la dicha en los lugares donde la ha perdido: venga a gozar de la gran satisfacción de haber cumplirlo la promesa de no hacer nada que no sea digno de ella y de usted.

Castillo de… 30 octubre 17…

CARTA CXXVII

LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT

Si no he respondido, vizconde, a la carta que me dirigió usted el 19, no ha sido por falta de tiempo; es sencillamente porque me ha puesto de mal humor, y porque no he visto en ella el sentido común. Creí que no debía hacer cosa mejor que no ocuparme de ella; pero su insistencia, y el peligro de que piense que mi silencio significa asentimiento, me fuerza a contestarle.

Yo habré tenido alguna vez la pretensión de reemplazar a todo un serrallo, pero nunca he consentido en figurar como parte de él. Creí que usted lo sabía. Ahora que al menos no ha de ignorarlo, juzgará de lo ridículo de su pretensión. ¿Que sacrifique un gusto, y un gusto nuevo, para ocuparme de usted? ¿Y para ocuparme cómo? esperando a mi vez como esclava sumisa los favores de su alteza. Cuando, por ejemplo, usted quieta distraerse un momento del encanto desconocido que la adorable, la celestial madame de Tourvel le ha hecho experimentar, o cuando ha temido comprometer acerca de la admirable Cecilia la idea que pretende hacerla concebir de usted: entonces, descendiendo hasta mí, vendría a encontrar placeres menos vivos, en verdad, pero sin consecuencia; y sus preciosas dotes, aunque un poco raras, bastarán para mi dicha.

En verdad que usted abunda en virtudes, en opinión de sí mismo; pero yo tampoco peco de modestia: y, a Dios gracias, aún no me encuentro en bancarrota. Es tal vez un defecto mío, pero debo advertirle que tengo otros más.

Tengo, además, el de creer que el escolar, el empalagoso Danceny, únicamente ocupado de mí, sacrificándome, sin hacer mérito de ello, una pasión anterior, antes de haberla satisfecho, y amándome como se ama a su edad, podrá, a pesar de sus veinte años, trabajar más eficazmente que usted, para mi dicha y mis placeres. Y, además, si me viniera en mientes buscarle un compañero, no sería usted, al menos por ahora.

¿Por qué razón, me preguntará? En primer lugar, podría muy bien no haber ninguna: porque el capricho que me haría preferir a usted, sería igual para excluirlo. Quiero, sin embargo, por cortesía, justificarle mi negativa. Me parece que usted tendría demasiados sacrificios que hacer; y yo, lejos de pagarle agradecida, aún me consideraría acreedora a muchos más. Usted ve que estando tan alejados uno de otro, no podemos aproximarnos de ningún modo; y creo que necesito mucho tiempo para cambiar de opinión. Cuando me corrija, le prometo anunciárselo. Hasta tanto, créame usted, haga otros arreglos, y guarde sus besos; ¡tiene tantas a quien dedicarlos!

¿Adiós, como en otro tiempo, dice usted? En otro tiempo hacía más caso de mí; aún no me había dedicado a los terceros papeles; y, sobre todo, esperaba usted mi asentimiento, antes de contar con él. No se incomode, si en vez de decirle adiós, como en otro tiempo, le digo adiós, como al presente.

Servidora de usted.

Castillo de…, 31 octubre 17…

CARTA CXXVIII

LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE ROSEMONDE

No he recibido hasta ayer su tardía carta. Me hubiera matado, seguramente, si yo fuese dueña ya de mi existencia; pero hoy es de otro, de monsieur de Valmont. Verá usted cómo no le oculto nada. Si cree no encontrarme digna de su amistad, sepa que temo menos perderla que engañarla. Todo lo que puedo decirle que, puesta por monsieur de Valmont en la alternativa de hacer su felicidad o determinar su muerte, me decidí por el primer partido. Ni de ello me jacto, ni tampoco me acuso: digo no más lo sucedido.

Comprenderá fácilmente la impresión que su carta me hizo, y las verdades que contiene. No crea, sin embargo, que ha producido pena alguna en mí, ni que pueda tampoco hacerme cambiar de sentimiento ni de conducta. No por esto dejo de tener momentos crueles, pero cuando mi corazón está más desgarrado, cuando creo no poder soportar mis dolores, digo: Valmont es dichoso; y todo desaparece ante esta idea, o más bien cambia todo en placeres.

Me he dedicado en absoluto al sobrino de usted: por él me he perdido; él es el centro único de mi pensamientos, de mis deseos, de mis acciones. Mientras mi vida sea necesaria a su dicha, será preciosa para mí, y me creeré afortunada. Si alguna vez él piensa de otro modo, no oirá de mi boca queja ni reproche. Ya tengo tomado mi partido sobre el momento fatal.

Ahora verá usted que poco puede afectarme el temor que parece abrigar de que haya de perderme un día Valmont; porque antes de desearlo habrá dejado de amarme; y entonces ¿a qué vamos a reproches? Él sólo será mi juez. Porque yo no viviré más que para él; en él reposará siempre mi memoria; y si él confiesa que le amo, estaré bastante justificada.

Acaba usted de leer en mi corazón. He preferido la desgracia de perder su estimación por mi franqueza, a hacerme indigna de ella por el envilecimiento de la mentira. He creído deber esta confianza a las bondades de usted para conmigo. Añadir una palabra más, podría hacerle sospechar que el orgullo de contar aún con ella me inspiraba, cuando, al contrario, me hago suficiente justicia para renunciar a lo que no creo merecer.

Quedo de usted, su más humilde y obediente servidora.

París, 1o noviembre 17…

CARTA CXXIX

EL VIZCONDE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL

Dígame, hermosa amiga: ¿De dónde proviene esa actitud y ese humor que reina en la última carta que me dirige: ¿Cuál es el crimen que yo he cometido para despertar en usted tal enfado? ¿Que yo contaba con el consentimiento de usted antes de haberlo obtenido? Creo que lo que para con otra hubiera sido presunción, para con usted no puede achacarse más que a confianza; ¿y en qué este sentimiento puede perjudicar a la amistad y al amor? Uniendo la esperanza al deseo, he cedido a un impulso muy natural, que nos coloca siempre lo más cerca posible del objeto ansiado; y usted ha tomado mi justo anhelo por orgullo y vanidad. Yo sé que el uso establece en estos casos una duda respetuosa; pero usted sabe muy, bien que esto no es más que una fórmula, un simple protocolo; y yo creía que tales minuciosas precauciones no eran necesarias entre nosotros.

Me parece que tan franca conducta, fundada por una antigua amistad, es muy preferible a la insípida adulación que afea tan a menudo el amor. Tal vez al pensar así es por lo mucho que la estimo, y porque nunca supuse que usted pensase de otro modo.

He aquí sin embargo, el único pecado que en mí reconozco; porque pienso que no habrá imaginado que yo la conceptúe superior a ninguna mujer del mundo. Usted me dice que no se cree en bancarrota en el amor; eso demuestra la fidelidad del espejo en que se mira. Usted debió sacar en consecuencia de eso que no la tenía yo en otro concepto.

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