He estado esta mañana en casa de mi sobrino; le encontré escribiendo, y rodeado de varios montones de papel, que parecían los objetos de su trabajo. En ellos se ocupaba cuando yo estaba en medio de la habitación, antes que hubiese advertido mi llegada. En cuanto me vio, noté que al levantarse trataba de componer y calmar su semblante, lo que me hizo fijarme aún más en él. Estaba, a la verdad, descocado, pero le encontré más pálido y mustio y el rostro visiblemente alterado. Su mirada viva y alegre, estaba triste y abatida; en fin, sea dicho entre nosotras, no hubiera deseado que usted lo hubiese visto así; porque su aspecto tenía ese aire especial que inspira la piedad y la emoción que acarrea el amor e inspira pasiones peligrosas.
No obstante mi extrañeza, comencé la conversación como si nada hubiera notado. Le hablé desde luego de su salud, y sin decirme que era buena, tampoco se queja de quebranto alguno, de dolencia determinada. Quejéme entonces de su retirada que iba tomando aspecto de manía, y traté de alegrar un tanto mi reprimenda; pero él me respondió tan sólo y con tono resuelto: “Es un error más, lo confieso; pero será reparado como los otros”. Su expresión, aún más que su palabra, dio en tierra con mi jovialidad, y me apresuré a decirle que daba demasiada importancia a un simple reproche de la amistad.
Nos pusimos a conversar tranquilamente, y me dijo poco tiempo después, que tal vez un asunto, el más importante de su vida, le llamaría en breve a París; pero como yo temiera adivinarlo, mi querida, y como me viera próxima a una confidencia que yo no buscaba, guardéme bien de hacerle pregunta alguna, y me contenté con recomendarle menos disipación, como provechoso a su salud. Le añadí que por esta vez no haría ninguna nueva instancia, y que amaba a mis amigos por sí mismos; y entonces, cogiéndome ambas manos, y con tal vehemencia como nunca sabría pintaros, me dijo: “Sí, amada tía, ame usted mucho a un sobrino que os respeta y venera; y como usted dice, ámele por sí mismo. No se aflija usted de su dicha, y no turbe usted con pena alguna la eterna tranquilidad que pronto espera gozar. Repítame que me ama, que me perdona; sí, usted sabrá perdonarme; su bondad conozco y no dudo de su indulgencia: pero, ¿cómo esperarla de aquellos a quienes tanto he ofendido?” Y bajá la cabeza para ocultar, yo creo, señales del dolor que pregonaba su voz a pesar suyo.
Conmovida como excuso decirle, me levanté precipitadamente y, notando sin duda mi turbación, puesto que hubo de reponerse al punto: “Perdón añadió, señora, conozco mi extravío. Ruégole que olvide mis palabras, y sólo recuerde mi profundo respeto. No dejaré, agregó aún, de repetir a usted igual homenaje antes de mi marcha”. Después de esta frase, me pareció oportuno terminar mi visita, y me marché en efecto. Mientras más reflexiono, menos adivino cuanto ha querido decirme. ¿Qué asunto es ése, el más grande de su vida? Por qué me pide perdón? ¿De dónde proviene tan súbita ternura al hablarme? Mil veces pregunto lo mismo, y mil veces aguardo en vano una respuesta. Nada veo aquí que a usted ataba; sin embargo, como los ojos del amor tienen doble alcance que los de la amistad, no quiero dejarla en ignorancia de nada de cuanto ocurre.
En cuatro veces he escrito esta carta, y hubiera sido más extensa a no ser por el cansancio que siento.
Castillo de…, 25 de octubre de 17…
EL PADRE ANSELMO AL VIZCONDE DE VALMONT
He recibido, señor vizconde, la carta con que usted me ha honrado, e inmediatamente he ido en busca de la persona indicada. Le he expuesto el objeto y los motivos del asunto. Aunque muy poco apegada la encontré al sabio partido que había adoptado desde luego, habiéndole demostrado que por su negativa pondría un obstáculo a la vuelta feliz de usted, oponiéndose al par a las miras misericordiosas de la Providencia, ha consentido en recibir la visita de usted, a condición tan sólo que sea la última, y me ha encargado que le anuncie que estará en su casa el próximo jueves, 28. Si este día no conviniera, puede comunicárselo e indicarle otro. La carta de usted será recibida.
Sin embargo, señor vizconde, permítame que le invite a no diferir sin razones suficientes la visita, con el fin de entregarse antes y por entero a las loables disposiciones que me testificara. Piense que el que tarda en aprovechar el momento de la gracia, se expone a que le sea retirada; que si la bondad divina es infinita, el uso de ella se rige por leyes de justicia; y que puede llegar un momento en que el Dios de misericordia se cambie en un Dios de venganza.
Si usted continúa honrándome con su confianza, le ruego que crea cómo todos mis cuidados serán puestos en obra tan pronto como usted lo indique; por grandes que sean mis ocupaciones, mi más importante asunto será el cumplir con el santo ministerio a que yo particularmente me dedico; y el momento más bello de mi vida, será aquel en que vea prosperar mis esfuerzos por la bendición del Todopoderoso. Débiles pecadores, nada podemos para con nosotros mismos, Dios lo puede todo; y nosotros debemos igualmente a su bondad el deseo de unirle a Él, y yo, los medios de conducir a Él a usted. Con su ayuda, espero convencerle pronto de que solamente la santa religión puede dar, en este mundo, la dicha sólida y durable que en vano se busca contra las pasiones del mundo.
Reciba usted mis más humildes respetos.
París, 23 octubre 17…
LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE ROSEMONDE
En medio de la extrañeza que han producido en mí, señora, las noticias que tuve ayer de usted, no olvido la satisfacción que a usted debe producir, y me apresuro a felicitarla. Monsieur de Valmont no se ocupa ya de mí ni de su amor, y no piensa sino en reparar, por una vida edificante, los errores de su juventud. El padre Anselmo me ha informado de ello; a él se ha dirigido como consejero de su porvenir, y también para tener una entrevista conmigo, cuyo principal objeto es devolverme mis cartas, a lo que yo sospecho, y que guardaba, no obstante mis reiteradas súplicas.
No puedo menos de aplaudir tan dichoso cambio, y felicitarme de ello si, como él dice, en esto tengo alguna parte. Pero ¿por qué he de ser yo el instrumento, a costa del reposo de mi vida? ¿No puede venir la dicha de monsieur de Valmont sino aparejada a mi infortunio? ¡Oh, mi indulgente amiga, perdone usted mi queja! Yo sé que no me es posible conocer los designios de Dios; pero mientras más en vano le pido fuerzas para resistir a mi amor, él se la prodiga a quien no la pide, y a mí me desampara.
Pero ahoguemos esta culpable queja. ¿No sabemos que el hijo pródigo obtuvo de su madre más gracia que el hijo fiel y sumiso? ¿Qué cuentas pediremos a quien nada nos debe?
Y aunque los mortales tuviésemos algún derecho acerca de Dios, ¿cuáles serían los míos? ¿Podré jactarme de una virtud que no debo sino a Valmont? ¡Me ha salvado, y me quejo, no obstante, sufriendo por él! No, mis sufrimientos me serán caros si su dicha es el premio. Sin duda es preciso que él vuelva al padre común. Dios, que lo ha hecho, debe amar su obra. No habría creado un ser tan admirable para hacer de él un réprobo. Mía es la culpa, y el castigo de mi imprudencia audaz; ¿no debo yo sufrir el haberlo visto cuando no debía amarlo?
Mi falta y mi desgracia es haber cerrado los ojos durante tanto tiempo a esta verdad. Usted es testigo, mi querida y digna amiga, cómo me he sometido a este sacrificio, habiendo reconocido la necesidad de él; pero para que fuese completo, faltaba que monsieur de Valmont no lo participara. ¿Confesaré a usted que esta idea es la que ahora más me atormenta? Insoportable orgullo que dulcifica los males que sentimos, por los que hacemos sufrir. ¡Ah! yo venceré este corazón rebelde, yo le acostumbraré a las humillaciones.
Para lograr este propósito he consentido en recibir el jueves próximo la penosa visita de monsieur de Valmont. Yo oiré de sus labios cómo para él ya no soy nada, que la impresión débil y pasajera que había causado en él se ha borrado en absoluto. Vere sus miradas caer sobre las mías, sin emoción, frías, mientras que el temor de mostrar mi pasión me hará bajar los ojos. Las mismas cartas que durante tanto tiempo negó a mis súplicas reiteradas, las recibiré de su indiferencia; me las devolverá como objetos inútiles y que en nada le interesan; y mis manos temblorosas, al recibir este depósito vergonzoso, sentirán que las reciben de manos firmes y tranquilas. En fin, le veré alejarse… alejarse para siempre, y mis miradas le seguirán, sin ver las suyas volverse hacia mí.
¡Y yo estaba reservada a tanta humillación! ¡Ah, que sea al menos útil para mí penetrándome del sentimiento de mi debilidad!
Sí, estas cartas que él no se cuida de guardar, las conservaré como algo precioso. Me impondré la vergüenza de leerlas todos los días, hasta que mis lágrimas hayan borrado la última línea: y las suyas las quemaré, como infestadas del peligroso veneno que ha corrompido mi alma. ¡Oh! ¿qué es el amor? Huyamos de esta pasión funesta, que no permite elegir más que entre la vergüenza y la desgracia, y a veces ambas al par nos agobian; y que al menos la prudencia reemplace la virtud.
¡Qué lejos está el jueves! ¡que no pueda yo consumar al instante el sacrificio doloroso, y olvidar a un tiempo la causa y el objeto! Esta visita me importuna; me arrepiento de haberla concedido. ¿Para qué desea verme ya? ¿qué somos ya uno para otro? Si me ha ofendido, yo lo he perdonado. Le felicito de querer enmendar sus fallas. Haré más, lo imitaré; y seducida por los mismos errores, su ejemplo me redimirá. Pero cuando su proyecto es huir de mí, ¿a qué comenzar por buscarme? ¿Acaso lo que más urge para ambos no es que huyamos uno de otro? Sin duda; y en adelante tal será mi conducta.
Si usted lo permite, mi querida amiga, será a su lado donde iré a entregarme a tan difícil retiro. Si tengo necesidad de socorro y ayuda, tal ver de consuelo, no lo admitiré más que de usted. Solamente usted sale entenderme y hablar a mi corazón. Su preciosa amistad llenará toda mi existencia. Nada me parecerá difícil para secundar los cuidados que quiera otorgarme. Le deberé mi tranquilidad, mi dicha, mi virtud; y el fruto de sus bondades será haberse hecho digna de mí misma.
He divagado mucho en esta carta; lo presumo al menos por la turbación que se apodera de mí al escribirla. Si en ella hay algún sentimiento que pueda avergonzarme, cúbralo usted con su indulgente amistad. A ella me someto. No quiero ocultarle ningún movimiento de mi corazón.
Adiós, respetada amiga. Espero en breve comunicarle mi llegada.
París, 25 octubre 17…
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL
Ya ve usted, la soberbia y altiva mujer que se creía invulnerable, rendida a discreción. Sí, amiga mía, soy ya su dueño absoluto; desde hoy nada le resta a concederme.
Estoy demasiado cerca de mi fortuna para poder apreciarla: pero me asombra el encanto nunca sentido que he experimentado. ¿Será cierto que la virtud aumenta el valor, aun en el mismo momento de la flaqueza? Pero releguemos esta idea pueril a las cuentas de las buenas mujeres. ¿No se encuentra en todas partes una resistencia más o menos bien fingida al primer triunfo? ¿He encontrado yo en alguna parte este placer que me encanta? No es éste, sin duda, el del amor; porque, en fin, si alguna vez he tenido momentos de debilidad con esta mujer extraña, he sabido vencerlos siempre, y volver a mis planes. Aunque la escena de ayer me haya conmovido algo más de lo habitual en mí, después de haber participado de la turbación y embriaguez que yo había hecho nacer, parecía lógico que esta ilusión pasajera se hubiera disipado ya; y sin embargo, dura todavía. Tendría, lo confieso, un especial placer en entregarme a ella, si no produjera alguna inquietud. ¿Acabaré, a mi edad, por ser dominado involuntariamente, como un pobre escolar, bajo el yugo de una pasión? No: fuerza es combatirla y analizarla.