Me dice que mucho le agrada Danceny: seguramente se engaña y creo haber encontrado la causa de su error. El bello disgusto de Belleroche le ha venido en época de sequía; París no ofrece a usted motivos de elección; su fantasía, siempre viva, se ha vuelto hacia el primer objeto que ha encontrado. Pero piense que a la vuelta podrá elegir entre mil; y si teme la inacción en que habrá de caer en la duda, yo me ofrezco para distraer sus ocios.
De aquí a su regreso, mis asuntos habrán terminado de un modo o de otro; y seguramente ni la pequeña Volanges, ni la presidenta misma, me preocuparán entonces bastante, para que no pueda ser yo para usted lo que usted desea. Tal vez entonces estará ya la joven Volanges en brazos de su verdadero amante. Sin convenir, como usted dice, en que no sea un placer verdaderamente grande, como tengo el proyecto de que guarde de mí un recuerdo como de un hombre superior, me he puesto con ella en un tono que no podré sostener mucho tiempo sin peligro de alterar mi salud; y desde este momento no me ocupo de ella sino por aquel cuidado que asuntos de familia requieren…
¿No me entiende usted? Aguardo una segunda época para confirmar mi esperanza y asegurarme de mi completo triunfo. Sí, mi bella, presenta ya indicios de no dejar a su marido sin posteridad, y el jefe de la casa de Gercourt no será sino un segundón del de la de Valmont. Pero déjeme usted acabar a mi antojo esta aventura que no he emprendido sino por instancias suyas. Piense que si hace inconstante a Danceny, le quita a mi aventura su más digno remate.
Considere que ofreciéndome para representarle ante usted, tengo algunos derechos a la preferencia.
Piense que no contrarío en nada sus planes, corriendo yo mismo, a aumentar la tierna pasión del amador para el primero y digno objeto de su elección. Habiendo encontrado ayer a la pupila del usted ocupada en escribirle, y habiendo negado esta dulce ocupación por otra más dulce aún, le he pedido después que me la enseñase, y como yo la encontré fría, le hice sentir que no es ése el modo de consolar a su amante, y escribió otra que yo le dicté, en que imitando lo mejor posible su estilo infantil, he tratado he alimentar el amor del joven por una esperanza más segura. La niña parecía encantada de ser autora de una carta tan hábil, y en adelante me encargó de la correspondencia. ¿Qué no haría yo por ese Danceny? ¡Hubiera sido a la vez su amigo, su confidente, su rival y su querida! Y todavía en este momento le hago el favor de librarle de amistades peligrosas. Sí, sin duda, peligrosas; porque poseer a usted y perderla, es comprar un momento de placer por una eternidad de dolor.
Adiós, mi bella amiga, tenga valor para despachar a Belleroche cuanto antes. Deje a Danceny, y prepárese usted a encontrar y a darme los primeros placeres de nuestra antigua unión.
P. D. -La felicito por su próximo pleito. Quisiera que tan feliz suceso acaeciera durante mi reinado.
Castillo de…, 19 de octubre de 17…
EL CABALLERO DANCENY A CECILIA DE VOLANGES
Madame de Merteuil ha partido esta mañana; así, mi querida Cecilia, heme aquí privado del único placer que me quedaba en su ausencia: el de hablar de usted con nuestra común amiga. Desde hace algún tiempo me ha rogado que le diera ese nombre; y he accedido a ello con tanto más apresuramiento, cuanto por este medio me parecía aproximarme más a usted. ¡Dios mío, qué amable es esta mujer! ¡qué encanto sabe comunicar a la amistad! Me parece que este dulce sentimiento se embellece y dulcifica de cuanto rehusa al amor. ¡Si subiese cuánto la ama, y cómo se complace en oírme hablar de usted! Esto es lo que más me aficiona a ella sin duda. ¡Qué placer tan inmenso el vivir consagrado a dos mujeres tan amables, el pasar de las delicias del amor a los placeres de la amistad, y a ello consagrar toda mi existencia, y ser en cierto modo el punto en que convergen dos afectos tan grandes; consagrándome a la felicidad de la una, aumentando así la dicha de la otra! Ame mucho a esta mujer adorable. Después de haber gustado el encanto de la amistad, deseo que usted también lo goce. Los placeres que no comparto con usted me parece no disfrutarlos más que a medias. Sí, mi Cecilia, quisiera rodearle el corazón con los sentimientos más dulces y que cada uno de estos sentimientos le hiciera experimentar una sensación de dicha, aunque siempre creeré que no devuelvo así sino una pequeña parte de la inmensa ventura que de usted recibo.
¿Por qué tan encantadores proyectos no han de ser más que una quimera de mi imaginación, y la realidad no ha de ofrecerme más que privaciones dolorosas e indefinidas? La esperanza que usted me había dado de verla en el campo, veo claramente que se desvanece. El único consuelo que me queda es pensar que, en efecto, no es culpa suya. ¡Y usted olvida decírmelo, lamentarse de ello, como yo me lamento! Dos veces mis quejas han quedado sin contestación. ¡Ah! Cecilia, creo en su amor, pero su alma no es ardiente como la mía. No soy ciertamente yo el llamado a quitar el obstáculo. ¡Si fuesen mis intereses los que yo manejase y no los suyos!… Yo le probaría cómo no hay burlas para el amor.
Tampoco me dice usted cuál será el fin de esta cruel separación: aquí al menos lograré verla probablemente. Esas celestiales miradas reanimarán mi alma abatida, ellas confortarán mi corazón que desfallece. Perdón, Cecilia mía, este temor no es una sospecha. Creo en su amor, en su constancia. Sería muy, infeliz si de ella dudase, ¡pero tantos obstáculos! Amada mía, estoy triste, muy triste. Me parece que la marcha de madame de Merteuil ha renovado en mí el sentimiento de todas mis desgracias.
Adiós, Cecilia mía; adiós, mi bien amado. Piense que su amante se aflige, y que en sus manos se halla el consuelo.
París, 17 octubre de 17…
CECILIA VOLANGES AL CABALLERO DANCENY
(Dictada por Valmont)
¿Cree entonces, amigo mío, que merezco que me regañen por estar triste cuando usted está afligido, y duda de que yo sufra tanto y más aún sus propias penas? Comparto hasta las que le causo voluntariamente; y sufro más que usted mismo, al ver que no es para conmigo justo.
¡Oh! esto no está bien. Conozco de sobra que lo que le disgusta es que no haya acudido a su llamamiento ninguna de las dos veces que me lo ha pedido; ¿pero cree acaso que el complacerle es tan fácil? ¿Piensa que yo ignoro que lo que me pide no es justo, y que, si me cuesta trabajo no acceder a sus deseos estando lejos, me había de ser más penoso el no complacerlo estando cerca, sobre todo si tengo en cuenta que por haber querido consolarle sólo un momento, estaré apenada ya toda mi vida?
Nada tengo que ocultarle. He aquí mis razones, y juzgue por sí mismo: yo habría acaso podido acceder a sus deseos, si no le hubiera anunciado que ese monsieur de Gercourt, causa de nuestras penas, no llegará tan pronto; y como desde hace algún tiempo mi madre está mucho más cariñosa conmigo; como, por mi parte, la complazco cuanto puedo, ¿quién sabe lo que de ella podré obtener? ¿No sería mucho mejor que pudiéramos ser felices sin que yo tuviera que reprocharme nada? Si he de creer lo que muchas veces me han dicho, los hombres no aman a sus mujeres tanto como debieran, cuando las han amado en demasía antes de serlo.
Este temor me contiene más que nada. ¿No está usted, amigo mío, seguro de mi corazón, y no tenemos todavía tiempo para todo?
Escuche lo que le prometo; si no puedo librarme de la desgracia de casarme con monsieur de Gercourt, que ya detesto antes de conocerle, nada habrá que me detenga para ser de usted, y esto lo antepondré a todo. Como yo no aspiro sino a ser su amada, y como usted comprenderá que si procedo mal no es por culpa mía, todo lo demás poco me importa, con tal de que me prometa amarme siempre tanto como ahora.
Pero déjeme hasta entonces continuar como hasta aquí, y no me vuelva a pedir una cosa que tengo razones poderosas para no conceder, y que me duele negar, sin embargo.
Yo desearía también que monsieur de Valmont no fuera con usted tan apremiante, porque esto no conduce más que a agravar mis penas. ¡Oh! verdad que tiene en él un buen amigo, sin duda alguna. Hace tanto por usted, como pudiera hacerlo usted mismo.
Adiós, querido amigo; he empezado a escribir muy tarde, y en ello he empleado buena parte de la noche. Voy a acostarme, y a recuperar el tiempo perdido. Envíole un beso, pero no me regañe más.
Castillo de…, a 18 de octubre de 17…
EL CABALLERO DANCENY A LA MARQUESA DE MERTEUIL
Si he de creer a mi almanaque, no hace, mi querida amiga, más que dos días que se halla usted ausente; pero a mi corazón le parece que hace dos siglos. Como de usted he aprendido a creer más que a nadie al corazón, ya es hora pues de que regrese, que todos sus negocios deben estar sobradamente terminados. ¿Cómo quiere usted que yo me interese en su proceso si, piérdalo o gánelo, debo igualmente pagar las deudas con el dolor que su ausencia me causa? ¡Oh, cuánta gana tengo de lamentarme, y qué triste es tener el humor de hacerlo en tan hermoso asunto, y no tener derecho de huirlo!
¿No es, sin embargo, una verdadera infidelidad, una negra traición, tener tan alejado a un amigo, después de haberlo acostumbrarlo a no poder vivir sin usted? Puede consultar a sus abogados, y no hallarán medio de justificar esta mala conducta; y, además, estas gentes no aducen más que razonamientos, y los razonamientos no bastan para responder a los sentimientos.
En cuanto a mí, me ha dicho usted tantas veces que la razón le ha obligado a hacer este viaje, que ha conseguido que me rebele contra ella. Yo no quiero oír ya más la voz de la razón, ni aun cuando me aconseja que de usted me olvide. En este caso la razón es bastante razonable, sin embargo; y en realidad, no sería muy difícil que usted lo creyese. Bastaría solamente perder la costumbre de pensar en usted siempre, y aseguro que aquí nada me haría recordarla.
Nuestras más encantadoras mujeres, las consideradas como más amables, están aún tan lejos de usted, que no podrían dar sino una imagen muy pálida.
Hasta creo que, con ojos algo expertos, cuanto más se cree al principio que se le parecen, más se nota después la diferencia, y aunque se esfuercen en poner de su parte cuanto saben y pueden, siempre les falta el ser usted, que es precisamente en lo que estriba el encanto. Desgraciadamente, cuando los días son muy largos, y no se tiene nada que hacer, se sueña, se hacen castillos en el aire, se crea una quimera, poco a poco la imaginación se exalta; se quiere embellecer la obra de la fantasía, se la asemeja a todo cuanto puede agradar, se llega, en fin, a la perfección; y cuando se llega a estas alturas, el retrato conduce al modelo, y se ve con asombro que no se ha hecho otra cosa que pensar en usted.
En este mismo momento soy todavía juguete de un error muy parecido. Acaso crea usted que me he puesto a escribirle para ocuparme de ella. Nada de eso; ha sido por distraerme de este asunto. Tengo cien cosas que decirle, de las que usted no es el objeto, y que como sabe, me interesan vivamente; y de éstas es, sin embargo, de las que me he apartado. ¿Desde cuándo el encanto de la amistad distrae de los del amor? ¡Ah! Si yo reflexionase esto detenidamente, tal vez tuviera que hacerme algún reproche. Pero, silencio; olvidemos esta ligera falta, por temor de volver a caer en ella, y que mi propia amiga lo ignore.