Las amistades peligrosas (49 page)

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Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

Busco en vano una causa a tan extraña idea. Me parece que proviene de los elogios que me he permitido hacer de otras mujeres. No de otro modo se explica la afectación con que reproduce usted los epítetos de adorable, encantadora, que yo dedico a madame Tourvel y a la Volanges. ¿Pero no sabe que esos epítetos indican más que el afecto que se tiene a estas personas el estado de ánimo del momento en que se escribe? Y si en el momento en que ambas me afectaban tanto, no deseaba menos a usted; si a usted daba una preferencia marcada sobre arabas, puesto que al fin al reanudar nuestro antiguo lazo fuerza me era romper los presentes, no veo, hermosa amiga, motivo de reproche.

No me será difícil justificarme en cuanto al encanto desconocido de que le hablaba; porque de lo desconocido no ha de inferirse en buena lógica que haya de ser más fuerte y hondo que lo conocido y gustado. ¿Qué podrá aventajar a los deliciosos placeres que usted sabe otorgar, cada día mayores, y cada vez más nuevos? He querido decir que eran de un género que yo no había experimentado antes, pero sin pretender asignarles categoría; y repito que tales como sean sabré combatirlos y vencerlos. Pondré ahora en ello mayor celo, y este será un homenaje que ofrecer a usted.

En cuanto a la pequeña Cecilia, me parece inútil hablar de ella. Usted no olvidará que a instancias suyas tomé esta niña a cargo mío, y únicamente de usted aguardo la señal para dejarla de mi mano. He podido notar su ingenuidad y su frescura; he podido juzgarla un tanto seductora, porque todos nos complacemos en nuestra obra: pero seguramente no podrá fijar mi atención de un modo serio.

Ahora, querida amiga, me remito a su justicia, a sus primeras bondades para conmigo, a la larga y perfecta amistad a la entera confianza que ha estrechado después nuestros lazos: ¿he merecido el tono de rigor que ha tomado usted? Pero ¡cuán fácil le será indemnizarme cuando quiera! Diga solamente una palabra, y verá si todos los encantos del mundo me retienen aquí, no un día, ni un segundo siquiera. Volaré a sus pies y a sus brazos para probarle mil veces y de mil maneras que usted es, como siempre, la soberana de mi corazón.

Adiós, hermosa amiga; espero su respuesta con gran impaciencia.

París, a 3 noviembre 17…

CARTA CXXX

LA SEÑORA DE ROSEMONDE A LA PRESIDENTA DE TOURVEL

¿Por qué, hermosa mía, no quiere usted ser mi hija? ¿Por qué parece anunciarme que va a suspender toda correspondencia conmigo? ¿Es para castigarme por no haber adivinado lo que era completamente inverosímil? ¿O sospecha que he querido afligirla voluntariamente? No, conozco su corazón demasiado para creer que piensa así del mío. Así es que la pena que me ha causado su carta no es tan grande como la que le ha causado a usted misma.

¡Oh, mi joven amiga, lo digo con dolor! Usted es tan digna de ser amada que nunca el amor podrá hacerla dichosa. ¿Qué mujer verdaderamente delicada y sensible no ha encontrado su desgracia en ese sentimiento mismo que le prometía tanta felicidad? ¿Acaso saben apreciar los hombres a la mujer que poseen?

No es que muchas no sean honradas en sus procedimientos y constantes en sus afecciones; sino que entre las mismas que lo son, hay muy pocas que sepan ponerse al unísono con nuestro corazón. No crea, querida mía, que el amor de ellos es semejante al nuestro. Experimenta, sí, la misma embriaguez; a menudo sienten más entusiasmo, pero no conocen ese interés inquieto, esa solicitud delicada que produce en nosotras tiernos y constantes cuidados y cuyo único objeto es siempre la persona amada. El hombre goza de la felicidad que siente, y la mujer de la que ella se procura. Esta diferencia tan esencial y tan poco notada, influye, sin embargo, de una macera muy sensible en el conjunto de su respectiva conducta. El placer del uno es satisfacer deseos; el de la otra es, sobre todo, hacerlos nacer. Complacer no es para él más que un medio de alcanzar el éxito. Y la coquetería tan frecuentemente censurada en las mujeres, no es sino el olvido de este modo de sentir, y esto mismo demuestra la verdad de sus sentimientos. En fin, ese gusto exclusivo que caracteriza particularmente al amor, no es en el hombre más que una preferencia que sirve, a lo sumo, para aumentar un placer que otro objeto tal vez entibiaría pero no podría destruir; en tanto que en las mujeres es un sentimiento profundo, que no sólo anula todo deseo extraño, sino que, más fuerte que la naturaleza, y sustraída a su influjo, no le deja experimentar más que repugnancia y disgusto allí donde le parecía que debía nacer la voluptuosidad.

Y no crea usted que las excepciones más o menos numerosas que pueden citarse refutan victoriosamente estas verdades generales. Están ellas garantizadas por la voz pública, que únicamente por lo que se refiere a los hombres ha distinguido la infidelidad de la inconstancia: distinción de que ellos mismos se envanecen cuando debiera humillarles; y que en nuestro sexo no ha sido jamás adoptada más que por mujeres depravadas que son vergüenza nuestra, y a quienes todo medio parece bueno si por él pueden salvarse del sentimiento humillante de su bajeza.

He creído, querida mía, que podía serle útil tener estas reflexiones para oponer a las ideas quiméricas de una felicidad perfecta con que el amor no deja nunca de engañar nuestra imaginación: esperanza engañadora, que se mantiene todavía hasta cuando ya es forzoso abandonarla, y cuya pérdida irrita y multiplica las penas, ya demasiado reales, inseparables de una pasión viva. Esta misión de endulzar las penas de usted y de disminuir su número, es la única que me propongo y la única que puedo cumplir en este momento.

En las enfermedades incurables, los remedios no pueden, referirse más que al régimen. Lo que pido a usted únicamente es que recuerde que compadecer a un enfermo no es curarle. ¿Quiénes somos para censurarnos los unos a los otros? Dejemos el derecho de juzgar al único que lee en los corazones, y hasta me atrevo a creer que ante sus ojos paternales una multitud de virtudes pueden adquirirse por una debilidad.

Pero le recomiendo ante todo, querida amiga, que evite resoluciones violentas, que denotan menos la fuerza que el más completo desaliento: no olvide que haciendo a otro dueño de su existencia, sirviéndome de su misma expresión, no ha podido, sin embargo, vencer a los amigos que la poseían antes, y que no cesarán nunca de reclamar.

Adiós, mi querida hija, piense usted alguna vez en su tierna madre, y crea que será siempre, y sobre todo, el objeto de sus más cariñosos pensamientos.

Castillo de…, 4 noviembre de 17…

CARTA CXXXI

LA MAQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT

¡En buena hora, vizconde! Esta vez estoy más contenta de usted que la anterior. Ahora, conversemos como buenos amigos: espero convencerle de que el arreglo que usted propone es una verdadera locura.

¿No ha notado aún que el placer, que es el único objeto de la unión de dos sexos, no es suficiente para constituir un lazo entre dos seres? ¿Qué si es precedido del deseo que los une, es seguido del disgusto y hastío que los separa? ¿Es una ley de la naturaleza sentir el amor a voluntad? Fuerza es tenerlo en toda ocasión; y sería el caso arduo si no bastara que lo hubiese de una sola parte. La dificultad se ha resuelto, pues, a medias; en efecto, uno goza del placer de amar, otro de ser amado, menos vivo en verdad, pero al cual se une el placer .de engañar, que sirve de compensación; y todo se arregla así.

Pero, dígame, amigo vizconde, ¿quién de nosotros se encargará de engañar al otro? Recordará usted la historia de aquellos pícaros que se reconocieron jugando. Paguemos, dijeron, la partida a escote por iguales partes; y abandonaron el juego. Sigamos este prudente ejemplo y no perdamos un tiempo que podemos emplear en otras cosas.

Y para probarle que su interés me preocupa más que el mío, y que no me inspira ni el capricho, ni el enfado, no le rehuso el premio prometido: comprendo que en una sola jornada quedaremos satisfechos, y no eludo que sabremos embellecerla, hasta el punto de que termine a disgusto. Pero no olvidemos que ese sentimiento es necesario para la dicha: y que por muy dulce que sea nuestra ilusión, no pensemos por eso que haya de ser durable.

Ya ve cuán generosa es mi conducta, antes de que usted se ha justificado a mis ojos: porque al fin, yo debía haber recibido ya la primera carta de la celestial virtud, y aún no he recibido nada; será tal vez que usted ha olvidado las condiciones del trato, o que le interesa menos de lo que piensa hacérmelo creer. Sin embargo, o yo me engaño, o la tierna devota debe escribir mucho: pues, ¿qué hará cuando esté sola? Ella no tendrá seguramente medios de distraerse. Tendría, si quisiera, algunos reproches que hacer a usted; pero los paso en silencio, en cambio del mal humor que mostré en mi última carta.

Ahora, vizconde, no me queda más que hacerle una súplica, tanto por usted, como por mí; y es el diferir nuestra entrevista hasta mi vuelta a la ciudad. Por un lado tendremos la libertad necesaria; ni yo correré por lo demás riesgo alguno, porque los celos podrían ligarme más al imbécil de Belleroche, de quien comienzo a desprenderme. Al mismo tiempo verá usted que no sería meritoria una infidelidad a Belleroche. Una infidelidad recíproca daría mayor encanto a nuestro amor.

Sepa que deploro a veces que estemos reducidos a estos recursos. En el tiempo en que nos amamos, y yo creo que aquello era amor, yo era dichosa, ¿y usted, vizconde?… Pero, ¿a qué ocuparse ahora de una dicha que no puede volver? No, no puede volver, vizconde. Por lo demás, ¿yo exigiría sacrificios que usted no podría o no querría hacer por mí, y que tal vez yo no merezca? ¡Oh, no! ni aun quiero pensar en esto; y a pesar del placer de ocuparme en escribirle, prefiero dejarlo bruscamente.

Adiós, vizconde.

Castillo de… 6 noviembre 17…

CARTA CXXXII

LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE ROSEMONDE

Penetrada, señora, de las bondades de usted para conmigo, a ellas me entregaría en absoluto, si no fuera por temor de profanarlas aceptándolas. ¿Por qué, conceptuándolas tan preciosas, me acontece no sentirme digna de ella? Yo debería, al menos, testimoniarle mi agradecimiento; admiraría, sobre todo, esa indulgencia de la virtud, que no conoce nuestras debilidades más que para compadecerlas, y cuyo poderoso encanto conserva tan dulce imperio sobre los corazones, aun cerca del encanto del amor.

Pero, ¿puedo yo conservar una amistad que no hará ya mi dicha? Digo lo mismo de los consejos de usted; conozco su valor, y no puedo seguirlos. ¿Y cómo no creeré en una dicha perfecta, cuando en este momento la experimento? Sí; si los hombres son tales como usted dice, es preciso huirles, son odiosos: pero ¡qué lejos está Valmont, de parecerse a ellos! Si como ellos tiene la vehemencia en la pasión, que usted llama impetuosidad, une a esta vehemencia una delicadeza que la dulcifica y ennoblece. ¡Oh, amiga mía, me habla de compartir mis penas: goce usted de mi dicha, que le debo al amor. Usted ama a su sobrino tal vez con debilidad. ¡Ah, si le conociese como yo! Yo lo amo con idolatría, y aún menos de lo que él merece. Ha podido ser arrastrado a algunos errores, y él mismo conviene en ello; pero ¿quién conoció como él el verdadero amor? ¿Qué más puedo decirle? El lo siente tal como lo inspira.

Creerá usted que es una de esas ideas quiméricas con que el amor engaña nuestra imaginación; pero en ese caso, ¿por qué sería tan tierno después que nada le queda que obtener? Lo confesaré: le encontré antes un aire de reflexión, de reserva, que casi nunca abandonaba, y que me hacía caer, muy a pesar mío, en las falsas y crueles impresiones que se me habían dado de él. Pero una vez que lo vi abandonado a los movimientos de su corazón, parece adivinar todos los deseos del mío. ¡Quién sabe si nosotros hemos nacido uno para otro! ¡Sí, me estaba reservada la dicha de hacer la suya! ¡Ah! si es una ilusión ¡muera yo antes que se acabe! Pero no; quiero vivir para quererle, para adorarle. ¿Por qué dejará él de amarme? ¿Qué otra: mujer le hará más dichosa que yo? Lo sé por mí misma; esta emoción que siento es la única que puede hacer feliz a un mortal. Si, este es el sentimiento delicioso que ennoblece el amor, que lo purifica en cierto modo, y lo hace verdaderamente digno de un alma tierna y generosa como la de monsieur de Valmont.

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