Las amistades peligrosas (58 page)

Read Las amistades peligrosas Online

Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

Parece, sin embargo, que la cabeza se ha fortalecido algo la última noche. La doncella me ha dicho esta mañana que a eso de las doce la llamó su señora, se quedó sola con ella y le dictó una larga carta. Julia ha añadido que mientras ella escribía el sobre, madame de Tourvel había vuelto a delirar, de modo que la muchacha no supo qué dirección debía poner a la carta. Me extrañó que del sentido de ésta no hubiese podido deducir a quién iba dirigida; y ella dijo que temía equivocarse, y que su señora le había encargado mandar inmediatamente la carta. Yo resolví abrirla.

He encontrado el escrito que le envío, el cual, en efecto, no se dirige a nadie, por dirigirse a mucha gente. Sin embargo, creo que a quien se quiso dirigir al principio nuestra desgraciada amiga es a monsieur de Valmont; pero que, sin darse cuenta de ello, ha sido después arrastrada por el desorden de las ideas. Sea de ello lo que fuere, he creído que esta carta no debía entregarse a nadie. La envío a usted porque así verá mejor que yo pudiera expresarlo cuáles son los pensamientos que bullen en el cerebro de la enferma. Mientras continúe tan vivamente afectada, no creo que debamos abrigar esperanza alguna. El cuerpo difícilmente se restablece cuando está tan agitado el espíritu.

Adiós, mi querida y digna amiga. La felicito porque está alejada del triste espectáculo que yo tengo de continuo ante mis ojos.

París, 6 de diciembre de 17…

CARTA CLXI

LA PRESIDENTA DE TOURVEL A…
(Dictada por ella y escrita por su doncella)

Ser cruel y malhechor, ¿Cuándo te cansarás de perseguirme? ¿No te basta haberme atormentado, degradado, envilecido? ¿Quieres torturarme hasta en la paz del sepulcro? ¡Qué! En esta mansión de tinieblas en que forzosamente me ha enterrado la ignominia, ¿han de acongojarme las penas sin descanso, ha de ser desconocida la esperanza? No imploro una gracia que no merezco; para sufrir sin quejarme basta con que no excedan mis sufrimientos a mis fuerzas. Pero no hagas mis tormentos insoportables. Déjame los dolores, pero quítame el recuerdo cruel de los bienes perdidos. Ya que tú me los arrebataste, no vuelvas a trazar ante mis ojos su imagen desoladora. Yo era inocente y estaba tranquila, y hasta que te vi no perdí el reposo; oyéndote llegué a ser criminal. Autor de mis faltas, ¿qué derecho tienes tú a castigarlas?

¿Dónde están los amigos que me acariciaban? ¿dónde están? Mi infortunio les espanta; ninguno se atreve a acercarse a mí. Estoy oprimida y me niegan su auxilio. Me muero y no me llora nadie. Todo consuelo se me rehusa. La compasión se detiene al borde del abismo en que el criminal se hunde. Los remordimientos le desgarran el corazón y no hay quien oiga sus lamentos.

Y tú, a quien he ultrajado; tú, cuya estimación aumenta mi suplicio; tú, que eres quien tiene el derecho de vengarse, ¿qué haces lejos de mí? Ven a castigar una mujer infiel. Haz que al menos los tormentos que sufra sean merecidos. Ya he querido alguna vez someterme a tu venganza, pero me ha faltado el valor para confesarte tu vergüenza. No era por disimulo, era por respeto. Que esta carta, por lo menos, te demuestre mi arrepentimiento. El cielo ha hecho suya tu causa y te venga de una injuria que ignorabas. El cielo trabó mi lengua y contuvo mis palabras. Temería que tú me perdonases una falta que él quería castigar. Me ha sustraído a tu indulgencia que habría herido su justicia.

Despiadado en su venganza, me ha entregado al mismo que me ha perdido. Sufro a un mismo tiempo por él y para él. En vano quiero huirle; me sigue, está ahí, me obsesiona sin cesar. ¡Cuán diferente es de lo que era! Sus ojos no expresan sino odio y desprecio; su boca no profiere más que reconvenciones e insultos. Sus brazos no me rodean más que para ahogarme. ¿Quién me salvará de su bárbaro furor?

¡Pero qué! Es él… No me engaño, es él… vuelvo a verle. ¡Oh! mi cariñoso amigo, ¡recíbeme en tus brazos, ocúltame en tu senol ¡Oh, sí, eres tú, eres tú! ¿Qué funesta ilusión me había hecho desconocerte? ¡Cuánto he sufrido en tu ausencia! No nos separemos más; no nos separemos nunca. Déjame respirar. ¿No sientes cómo palpita mi corazón? ¡No es de temor, es la dulce emoción del amor! ¿Por qué esquivas mis tiernas caricias? Vuelve hacia mí tus dulces miradas. ¿Qué lazos son esos que tú tiendes a romper? ¿Por qué preparas ese aparato de muerte? ¿Quién altera así tus facciones? ¿Qué haces? Déjame, yo me estremezco. ¡Dios mío! ¿Ese monstruo todavía? Amigas mías, no me abandonéis. Vosotras, que me invitáis a huir, ayudadme a combatirle; y vosotras, que más indulgentes me prometéis aminorar mis penas, venid cerca de mí. ¿Dónde estáis? Si no me es permitido volver a veros, contestad al menos a esta carta, para que yo sepa si me amáis todavía.

Déjame ya, cruel, ¿qué nuevo furor te anima? ¿Temes que no penetre hasta mi alma un dulce sentimiento? Redoblas mis tormentos, me obligas a aborrecerte. ¡Oh, qué doloroso es el odio! ¡Cómo corroe el corazón que lo destila! ¿Por qué me perseguís? ¿Qué tenéis ya que decirme? ¿No me habéis puesto así en la imposibilidad de escucharos como en la de responderos? No esperéis nada de mí. Adiós, señor.

París, 5 de diciembre de 17…

CARTA CLXII

EL CABALLERO DANCENY AL VIZCONDE DE VALMONT

Ya estoy enterado, señor, de la conducta de usted para conmigo. Sé también que, no contento con haberme burlado indignamente, no teme envanecerse y alabarse de ello. He visto su traición escrita por su propia mano. Confieso que mi corazón se ha sobrecogido y que he sentido cierta vergüenza de haber ayudado tanto al abominable abuso que ha hecho de mi ciega confianza. Sin embargo, no le envidio por tan odiosa ventaja; solamente tengo curiosidad de saber si seguiría aventajándome en todo. Esta curiosidad quedará satisfecha si, como espero, acude usted mañana entre ocho y nueve de la mañana a la puerta del bosque de Vincennes, pueblo de Saint-Mandé. Tendré buen cuidado de que haya allí todo lo necesario para obtener las aclaraciones que me quedan que pedirle.

París, 6 de diciembre de 17… (por la noche).

CARTA CLXIII

EL SEÑOR BERTRAND A LA SEÑORA DE ROSEMONDE

Señora: con gran sentimiento cumplo con el triste deber de comunicarle una noticia que ha de causarle honda pena. Permítame que le recomiende antes aquella piadosa resignación que todos hemos en vuestra merced admirado tan a menudo, y que es la que solamente puede hacernos sobrellevar las desgracias de que está sembrada nuestra miserable vida.

El sobrino de vuestra merced… Dios mío, ¡es necesario que yo aflija tanto a tan respetable señora! El sobrino de vuestra merced ha tenido la desgracia de sucumbir en un duelo que ha tenido esta mañana con el caballero Danceny. Ignoro, en absoluto, el motivo de la cuestión; pero parece, por la carta que he encontrarlo en el bolsillo del señor vizconde, y que tengo la honra de remitir a vuestra merced, que no era él el agresor. ¡Y es preciso que sea aquel que el cielo ha permitido que sucumba!

Estaba en casa del señor vizconde esperándole, a la misma hora en que lo llevaron a ella. Figúrese vuestra merced mi espanto, al ver a su sobrino en brazos de dos criados y todo bañado en sangre. Tenía dos estocadas en el cuerpo y estaba ya muy débil. Monsieur Danceny estaba allí también y hasta lloraba. ¡Ah! ¡sin duda debe llorar, pero no es ya tiempo de derramar lágrimas cuando se ha causado una desgracia irreparable! En cuanto a mí, no podía dominarme; y a pesar de lo poco que valgo, no dejaba por eso de expresar mi pensamiento. Entonces es cuando se mostró el señor vizconde verdaderamente grande. Me mandó callar, estrechó la mano de su matador, le llamó su amigo y le abrazó delante de todos, diciéndonos: "Os mando guardar a este señor todas las consideraciones debidas a un hombre galante y valiente." Ha hecho además que se le entreguen legajos muy voluminosos, que yo no conocía, pero a los cuales sé que atribuía mucha importancia. En seguida quiso quedarse con su adversario a solas un momento. Sin embargo, yo había enviado a buscar todos los socorros necesarios, así temporales como espirituales. Pero, ¡ay! el mal no tenía remedio. Menos de media hora después, el señor vizconde había perdido el conocimiento. No ha podido recibir más que la Extrema Unción; y apenas le fue administrada, exhaló el último suspiro.

¡Oh, Dios mío! Cuando, al nacer, recibí entre mis brazos a aquel precioso vástago de tan ilustre casa, ¿quién había de sospechar que expiraría en mis brazos también y que yo tendría que llorar su muerte?

¡Una muerte tan temprana y tan desgraciada! ¡Corren mis lágrimas a pesar mío! Pillo a vuestra merced perdón, señora, por haberme atrevido a mezclar mis dolores con los suyos; pero en todos los estados se tiene corazón y sensibilidad, y yo sería muy ingrato si no llorara toda mi vida a un señor que tantas bondades tenía para mí y que me honraba con tanta confianza.

Mañana, después de que salga de aquí el cadáver, haré sellarlo todo, y vuestra merced puede estar completamente tranquila y confiada en mí. Vuestra merced no ignora que este desgraciado acontecimiento acaba la sustitución y hace sus disposiciones completamente libres. Si yo puedo ser a vuestra merced útil, le ruego que tenga a bien comunicarme sus órdenes; yo pondré todo mi celo en ejecutarlas fielmente.

Soy de vuestra merced, con el más profundo respeto, muy humilde servidor,

BERTRAND

París, 7 de diciembre de 17…

CARTA CLXIV

LA SEÑORA DE ROSEMONDE AL SEÑOR BERTRAND

En este momento recibo su carta y sé por ella, querido Bertrand, el triste acontecimiento de que mi sobrino ha sido la desgraciada víctima. Sí, sin duda tengo órdenes que dar, y sólo por este motivo me ocupo de cosas ajenas a mi mortal aflicción.

La carta que me envía de monsieur Danceny es una prueba convincente de que él es quien ha provocado el duelo, y mi deseo es que vuestra merced presente al instante, en mi nombre, la oportuna reclamación. Perdonando a su enemigo, a su matador, ha podido mi sobrino satisfacer su natural generosidad; pero yo debo vengar a la vez su muerte, la humanidad y la religión. Nunca podrá recomendarse bastante la severidad de las leyes contra este resto de barbarie y no creo que en este caso nos esté mandado perdonar las injurias. Espero, pues, que usted emprenda este asunto con todo el celo y actividad de que le reconozco capaz y que se debe a la memoria de mi sobrino.

Other books

Joy of Home Wine Making by Terry A. Garey
Dora Bruder by Patrick Modiano
Scion by McDonald, Murray
Indiscretion by Charles Dubow
Liar's Moon by Elizabeth C. Bunce
Pumpkin by Robert Bloch
The Dark One by Ronda Thompson
City of Bells by Wright, Kim