Las amistades peligrosas (61 page)

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Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

Lo que complica más mi situación es el próximo regreso de monsieur de Gercourt. ¿Habrá que romper un enlace tan ventajoso? ¿Cómo hacer la felicidad de estos muchachos si no basta tener el mejor deseo y prodigarles los mayores cuidarlos? Le agradecería mucho que me dijese lo que haría en mi lugar; no puedo tomar resolución alguna; no encuentro nada más espantoso que tener que decidir de la suerte de los demás; y lo mismo temo en esta ocasión desplegar la severidad de un juez que la debilidad de una madre.

Me reconvengo sin cesar por aumentar sus penas con el relato de las mías; pero conozco ese corazón; el consuelo que Ud. puede dar a los demás, es el más grande que puede darse a sí misma.

Adiós, mi querida y digna amiga, espero sus dos contestaciones con mucha impaciencia.

París, 13 de diciembre de 17…

CARTA CLXXI

LA SEÑORA DE ROSEMONDE AL CABALLERO DANCENY

Después de lo que usted me ha comunicado, señor, no hay más remedio que llorar y callarse. Se siente vivir aún, cuando se conocen horrores semejantes, se avergüenza una de ser mujer cuando se sabe que hay una capaz de tales demasías.

Me prestaría de buena gana, señor, por lo que a mí atañe, a dejar en el silencio y a dar al olvido todo cuanto recordase o pudiese dar lugar a tristes acontecimientos. Hasta deseo que éstos no causen a usted más dolor nunca que los inherentes a la infausta ventaja que ha logrado sobre mi sobrino. A pesar de sus extravíos, que no puedo por menos de reconocer, sé que no podré jamás consolarme de su pérdida; pero mi eterna aflicción será la única venganza que me permitiré tomar de usted. A su corazón incumbe el apreciar el valor de ella.

Si usted me permite que, a mi edad, le haga una reflexión que no suele hacerse a la suya, le diré que si tuviésemos una idea clara de aquello en que la verdadera felicidad consiste, no iríamos nunca a buscarla fuera de los límites marcados por las leyes y la religión.

Puede estar seguro de que yo guardaré gustosa y fielmente el depósito que me ha confiado; pero le ruego que me autorice a no entregárselo a nadie, ni a usted mismo, señor, a menos que fuese necesario a su justificación. Me atrevo a creer que usted no desoirá este ruego, y que no querrá experimentar de nuevo, en sí mismo, cuánto se padece después de haber satisfecho aun la más justa venganza.

No ceso en mis pretensiones todavía, persuadida como estoy de su generosidad y delicadeza; sería muy digno de ambas que usted pusiera en mis manos también las cartas de mademoiselle de Volanges, que sin duda conserva y que ya no le interesan. Sé que esta joven ha cometido varias faltas para con usted, pero no creo que usted trate de castigarlas; y, aunque no sea más que por el propio respeto, no querrá envilecer a la persona que tanto ha amado. No tengo necesidad de añadir que las consideraciones a que no es acreedora la hija, las merece la madre, esa respetable señora, respecto de la cual tiene usted no poco que reparar; porque, en fin, sean cuales fuesen las ilusiones que tratemos de hacernos a nosotros mismos por una pretendida delicadeza de sentimientos, es lo cierto que el primero que intenta seducir un corazón todavía sencillo y honrado, se hace por este solo hecho el primer cómplice de su corrupción, y debe ser siempre responsable de los excesos y extravíos que después sobrevengan.

No le extrañe, señor, tanta severidad de mi parte; ésta es la mayor prueba que puedo darle de mi completa estimación. Usted adquirirá nuevos títulos a ella si se presta, como yo deseo, a la seguridad de un secreto cuya publicidad perjudicaría a usted mismo, y llevaría la muerte a un corazón maternal que ya ha herido. En fin, señor, yo deseo prestar este servicio a mi amiga, y si temiese que usted iba a negarme este consuelo, le rogaría que pensara que éste es el único que me ha dejado.

Tengo la honra de ser, etc.

Castillo de…, 15 de diciembre de 17…

CARTA CLXXII

LA SEÑORA DE ROSEMONDE A LA SEÑORA DE VOLANGES

Si hubiese tenido, mi querida amiga, que ir a buscar a París las aclaraciones que me pide acerca de madame de Merteuil, no me sería posible dárselas todavía; y yo no las hubiese obtenido indudablemente sino vagas e inciertas; pero he recibido unas que no esperaba, ni tenía razones para esperar, pero que llevan al ánimo una gran certidumbre . ¡Oh, amiga mía, cómo la ha engañado esa mujer!

Me repugna entrar en detalles de ese conjunto de horrores; pero todo cuanto se insinúe, esté usted cierta que está muy por debajo de la verdad. Espero, querida amiga, que me conozca lo bastante para creerme bajo mi palabra y que no ha de exigirme prueba alguna. Bástele saber que tengo una multitud de ellas, en este instante, en mis manos.

No es menor la pena que me causa el hacerle idéntica súplica de que no me obligue a exponerle los motivos en que se funda el consejo que me pide, relativo a mademoiselle de Volanges. La exhorto a que no se oponga a la vocación que manifiesta. Seguramente no existe razón alguna que autorice para obligar a tomar este estado, cuando la persona no es a él llamada; pero algunas veces es una gran fortuna que lo sea, y usted ve que su hija le dice que no la desaprobaría si conociese los motivos. El que nos inspira nuestros sentimientos sabe mejor que nuestra vana sabiduría lo que a cada cual conviene, y con frecuencia lo que parece un acto de su severidad es, por el contrario, un acto de su clemencia.

En fin, mi opinión, que yo sentiría que la aflija, y que por lo mismo debe creer que no la emito sin haberla madurado mucho, es que deje a mademoiselle en el convento, pues que ha elegido este partido; que, lejos de contrariar, facilite el proyecto que parece haber formado, y que, esperando su realización, no dude usted en romper el matrimonio que estaba proyectado.

Después de haber cumplido estos penosos deberes de amistad, y no siéndome posible enviarle consuelo alguno, el favor que me queda que pedirle, mi querida amiga, es que no me pregunte nada más sobre lo que se refiera a estos tristes acontecimientos; dejémoslos en el olvido que les conviene, y sin buscar inútiles y desconsoladoras aclaraciones sometámonos a los decretos de la Providencia y creamos en la sabiduría de sus designios hasta cuando nosotros no alcanzamos a comprenderlos.

Adiós, mi querida amiga.

Castillo de…, 15 de diciembre de 17…

CARTA CLXXIII

LA SEÑORA DE VOLANGES A LA SEÑORA DE ROSEMONDE

¡Oh, amiga mía! ¡En qué pavoroso velo envuelve usted la suerte de mi hija! ¡Y parece que usted teme que intente yo descorrerlo! ¿Qué es lo que me oculta que pueda afligir más el corazón de una madre que las horribles sospechas en que me sume? Cuanto más conozco su amistad y su indulgencia, más se redoblan mis tormentos; veinte veces desde ayer he querido salir de estas incertidumbres atroces y pedirle que me lo cuente todo sin precauciones ni rodeos, y siempre me he sobrecogido de miedo al pensar en el ruego que de no interrogarla me hace usted. Por fin, he adoptado un sistema que aún me da alguna esperanza, y espero de su amistad que no desoirá mis deseos; éstos son que me conteste si aproximadamente he comprendido lo que usted pudiera haberme dicho, y que me cuente todo cuanto pueda cubrir la indulgencia maternal y que no sea imposible reparar. Si mis desgracias exceden esta medida, me avengo a dejar a usted explicarse tan sólo con el silencio; he aquí, pues, lo que ya he averiguado y hasta dónde pueden llegar mis temores.

Mi hija ha mostrado cierta inclinación hacia el caballero Danceny, y he sabido que ha llegado a recibir cartas de él y hasta a contestarlas; pero yo creí poder impedir que esta infantil ligereza tuviese consecuencias peligrosas: hoy, que todo lo temo, concibo que sería posible que mi vigilancia hubiese sido burlada, y temo que mi hija, seducida, haya puesto el colmo a sus extravíos.

Recuerdo también varias circunstancias que confirman este recelo. Ya le he dicho que mi hija se sintió mala cuando supo la noticia de la desgracia acaecida a monsieur de Valmont; acaso tal sensibilidad tuviera por única causa la idea del riesgo corrido por Danceny en aquel combate. Cuando después ha llorado tanto al saber lo que de madame de Merteuil se decía, puede que aquello, que yo creí dolor de amistad, no fuese sino efecto de los celos o de la pena que le causaba ver infiel a su amante. Su último paso me parece que se puede atribuir a igual motivo. A veces se cree uno llamado a Dios por la misma causa que hace revolverse contra los hombres. En fin, suponiendo que estos hechos sean verdaderos y que usted esté de ellos bien enterada, habrá usted podido encontrarlos, de seguro, suficientes para autorizar el riguroso consejo que me da.

Sin embargo, si así es, conservando a mi hija creo deber todavía intentar todos los medios para salvarla de los tormentos y peligros de una vocación ilusoria y pasajera. Si monsieur Danceny no ha perdido todo sentimiento de honradez, no se negará a reparar un daño del que es autor; y puedo creer, por último, que el matrimonio con mi hija es bastante ventajoso para que pueda halagarle, así como también a su familia.

Ésta es, mi querida y digna amiga, la única esperanza que me queda. Apresúrese a confirmármela si esto le es posible. Juzgue usted cuánto desearé su respuesta y qué horrible golpe sería para mí su silencio.
[ 30 ]

Iba a cerrar mi carta, cuando una persona de mi confianza ha venido a verme y me ha contado la terrible escena de que anteayer ha sido madame de Merteuil protagonista. Como no he visto a nadie en estos últimos días, no sabía nada de esta aventura; he aquí su relato como me lo ha hecho un testigo ocular.

Madame de Merteuil llegó anteayer, jueves, del campo y fue a la Comedia Italiana, donde tenía su palco; allí estaba sola, y, lo que debió parecerle extraordinario, ningún hombre la visitó durante el espectáculo. A la salida entró, según costumbre, en el saloncillo que estaba lleno de gente; inmediatamente se levantó un rumor, del cual pareció no creerse ella el objeto. Vio un lugar desocupado en uno de los divanes y fue a sentarse; en seguida todas las mujeres que allí había se levantaron, como si estuvieran previamente concertadas, y la dejaron completamente sola. Este marcado movimiento de indignación general fue aplaudido por todos los hombres e hizo que se redoblaran los murmullos, que se dice que llegaron hasta una silba.

Para que nada faltase a su humillación, quiso su mala suerte que monsieur de Prevan, que no se había presentado en ninguna parte después de su aventura, entrase en aquel instante en el saloncillo. Apenas fue visto, todos, hombres y mujeres, le rodearon y le aplaudieron; encontróse, por decirlo así, arrastrado hasta madame de Merteuil por el público que hacía círculo alrededor de ellos. Se asegura que ella conservó el aspecto de no ver ni oir nada, y ¡que no cambió de fisonomía! Pero yo creo esto exagerado. Sea lo que fuere, esta situación verdaderamente ignominiosa para ella, duró hasta el momento en que anunciaron su coche, y a su salida se reanudaron los escandalosos silbidos. Es vergonzoso estar emparentada con semejante mujer. Monsieur de Prevan fue la misma noche muy bien acogido por los oficiales de su regimiento que allí se encontraban, y no se duda de que muy pronto será repuesto en su graduación y empleo.

La misma persona que me ha dado este detalle, me ha dicho que madame de Merteuil tenía la noche siguiente una alta fiebre, que se creyó al principio que era el efecto de la situación violenta en que se había encontrado; pero desde ayer por la noche se sabe que se le ha declarado la viruela con muy mal carácter. En verdad, creo que sería morir una felicidad para ella.

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