No me queda otro recurso que obtener de él se aleje voluntariamente; conozco que esta proposición es difícil de hacer. Como me parece que desea probarme, que es mas hombre de bien de lo qm se supone, no desespero de lograrlo y aun no sentiré intentarle y tener una ocasión de juzgar, si como lo suele decir a menudo, las mujeres verdaderamente honradas no han tenido ni tendrán jamás motivo de quejarse de sus procederes. Si desecha mi proposición y se obstina en quedarse, siempre estaré a tiempo de partir yo misma; esto se lo prometo.
Vea, señora, todo lo que su amistad exige de mí; me apresuro a satisfacerla, y a probar que, a pesar de la viveza que he podido poner en defensa al señor de Valmont, no estoy menos dispuesta no sólo a escuchar, sino también a seguir los consejos de mis amigos.
Quedo de usted, etc.
En…, a 25 de agosto de 17…
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
El enorme cartapacio de usted, querido vizconde, me llega en este momento. Si su fecha es exacta, debía haberlo recibido veinticuatro horas antes. Sea como fuere, si emplease el tiempo en leerlo, no lo tendría para responder. Prefiero, por lo tanto acusar solamente el recibo y hablar de otra cosa. No es que y tenga algo que decirle sobre mí. El otoño no deja en París casi un hombre que tenga figura humana; así, hace un mes que soy la prudencia misma, y cualquier otro que no fuese mi caballero, se fatigaría de las pruebas de mi constancia. No pudiendo ocuparme, me distraigo con la joven Volanges, y de ella quiero hablarle.
¿Sabe que ha perdido más de lo que cree, con no haberse encargado de esta muchacha? es verdaderamente deliciosa. No tiene aún ni carácter ni principios; juzgue usted cuán fácil y suave será su trato. No creo que brillará nunca por la parte de la habilidad; pero todo anuncia en ella las sensaciones más vivas. Sin talento ni malicia, tiene, sin embargo, cierta falsedad natural, si se puede hablar así, que algunas veces me admi-
ra a mí misma, y que le servirá tanto más bien cuanto que su rostro ofrece la imagen de candor y de la ingenuidad. Es naturalmente muy cariñosa, y algunas veces me divierte. Su cabecita se exalta con una facilidad increíble, y entonces es tanto más divertida cuanto que no sabe absolutamente nada de lo que desea tanto saber. Tiene a veces impaciencias ciertamente singulares; ríe, se desespera, llora, y luego me pide que la instruya, con una buena fe que realmente me encanta. En verdad, estoy casi celosa de aquel a quien está reservarle este placer. No sé si le he dicho que, de cuatro o cinco días a esta parte tengo el honor de ser su confidenta. Usted comprende que al principio me he mostrado severa; pero apenas he visto que creía haberme convencido con sus malas razones, he tenido el aire de creerlas buenas, y está ahora íntimamente persuadida de que lo debe a mi elocuencia; esto era precisamente para no comprometerme. Le he permitido escribir y decir amo a usted; y el mismo día, sin que ella se apercibiese de ello, le procuré una conversación a solas con Danceny. Pero figúrese usted que es todavía tan torpe que no ha obtenido siquiera un beso. Este joven hace, sin embargo muy bonitos versos. ¡Ay Dios! ¡qué tontos son los hombres de talento! Éste lo es a tal punto, que me pone en embarazo, porque en fin, por lo que a él toca, yo no lo puedo dirigir.
Ahora es cuando usted podría serme muy útil. Usted está bastante unido con Danceny para lograr su confianza, y si llegase a entregársela, llevaríamos el negocio a buen paso. Despache entonces a su presidenta, porque, en fin, yo no quiero que Gercourt se salve de la ley general. Por lo demás, ya le he hablado ayer de él, de tal manera, que, aun cuando llevase diez años de casada, no podría tenerle más odio. Sin embargo, le he predicado mucho sobre la fidelidad conyugal, y nada iguala la severidad que he manifestado sobre este punto. Así, por una parte, restablezco en su opinión mi reputación de virtuosa, que podría destruir la demasiada condescendencia, y por otra aumenta el odio con que deseo que regale a su marido. Espero, en fin, que haciéndole creer que no le es permitido entregarse al amor, sino el poco tiempo que le quede de soltera, se decidirá más pronto a no malgastarlo.
Adiós, vizconde mío; voy a ponerme al tocador, en donde leeré el volumen que usted me ha enviado.
En…, a 27 de agosto de 17…
CECILIA VOLANGES A SOFÍA CARNAY
Estoy inquieta y triste, mi querida señora Sofía, y he llorado toda la noche, no porque no sea dichosa por ahora, pero preveo que no durará.
Ayer estuve en la Ópera con la marquesa de Merteuil, y hablamos mucho de mi casamiento, aunque nada bueno he llegado a saber con este motivo. Debo casarme con el conde de Gercourt, y se hará la boda el mes de octubre. Es rico, hombre de distinción y coronel del regimiento de… Hasta aquí todo va bien; por de contado es viejo: figúrate que tiene, por lo menos, treinta y seis años, y además la marquesa me dice que es triste y rígido, y que ella cree que no seré feliz con él. Aun he visto que está cierta de ello, y no me lo ha querido decir por no afligirme. No me ha hablado casi en toda la noche sino de los deberes de las casadas y, conviniendo en que el conde de Gercourt no es nada amable, dice, sin embargo, que es preciso le ame. ¿Creerás que me ha dicho también que una vez casada con él, debo cesar de amar al caballero Danceny? ¡Como si fuera posible! ¡Oh! yo te aseguro bien que siempre lo amaré. Mira; primero quisiera no casarme. Que ese señor de Gercourt se arregle como quiera; yo no he ido a buscarlo. Ahora está en Córcega, bien lejos de aquí; allí quisiera yo que se quedase diez años. Si no temiera que me volviesen al convento, diría a mi madre que no quiero tal marido; pero sería peor. Me hallo bien confusa. Advierto que jamás he amado tanto a Danceny como ahora, y cuando pienso que no me queda más que un mes de estar como estoy, las lágrimas me saltan a los ojos. No tengo más consuelo que la señora de Merteuil; ¡es tan buena! Siente mis penas como yo misma, y además es tan amable que, cuando estoy con ella no pienso en mis pesares. Por otra parte, me es sumamente útil, porque lo poco que sé, ella me lo ha enseñado; y es tan buena, que le digo todo cuanto pienso, sin rubor ninguno. Cuando halla que no hago bien, suele reñirme, pero con mucha dulzura, y luego la abrazo con toda mi alma, hasta que se desenfada. A lo menos, a esta señora puedo amarla cuanto yo quiera, sin que haya mal en ello, y esto me agrada mucho. Sin embargo, hemos convenido en que no tendré tanto el aire de amarla delante de las gentes, y sobre todo, de mi madre, para que no desconfíe en punto al caballero Danceny. Te aseguro que si pudiese vivir siempre como ahora, creo que sería muy dichosa. Sólo ese feo de Gercourt… pero no quiero hablar más de él, porque volvería a ponerme triste. En vez de eso, voy a escribir al caballero Danceny, y no le hablaré de mis penas, sino de mi amor, porque no quiero afligirle.
Adiós, mi buena amiga; ya ves que no tendrías razón de quejarte, y, que por más ocupada que esté, como me dices, me queda siempre tiempo para amarte y escribirte
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En… a 27 de agosto de 17…
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL
No basta a mi inhumana el no responder a mis cartas y el rehusar recibirlas; quiere además privarme de su vista, y exige que me aleje. Lo que le sorprenderá, es que yo me someto a tan excesivo rigor. Usted me lo censurará. Sin embargo, no he creído deber perder la ocasión de hacerme dar una orden, estando persuadido, por una parte, que el que manda se empeña; y por otra, que la autoridad ilusoria, que tenemos el aire de dejar tomar a las mujeres, es uno de los lazos que evitan con más dificultad. Además, la destreza con que ha sabido evitar hallarse a solas conmigo, me ponía en una situación peligrosa, de la que he creído debía salir a toda costa: porque hallándome continuamente con ella, sin poderle hablar de mi amor, era de temer que al fin se acostumbrase a verme sin emoción; y usted sabe cuán difícil es volver a perder este hábito.
Fuera de esto, bien supone que no me habré sometido sin una condición. Y aun he tenido cuidado de imponer una imposible de ser acordada, tanto para quedar dueño de cumplir o no mi palabra, como para entablar una discusión, sea por escrito o de palabra, en un momento en el que mi hermosa está más contenta de mí y tiene más necesidad de que yo lo esté de ella: sin contar que yo sería bien torpe si no hallase medio de obtener alguna indemnización por haber de renunciar a mi demanda por más insostenible que ello fuera.
Después de haber dicho mis razones en este largo preámbulo, empiezo la relación histórica de estos últimos días. Añadiré como piezas justificativas la carta de mi bella y mi respuesta, y tendrá que convenir en que hay pocos historiadores tan exactos como yo.
Se acuerda usted del efecto que produjo anteayer mañana mi carta de Dijon; lo restante del día fue agitado y turbulento. La hermosa recatada llegó solamente a la hora de la comida, y anunció desde luego que tenía jaqueca, pretexto con que quiso cubrir una de los más violentes accesos de cólera que una mujer puede tener. Su semblante estaba en realidad mudado, y la expresión de dulzura que ofrece de ordinario se había convertido en un aire de enfado que la cambiaba en una hermosura de otra especie. Me prometo usar bien de este descubrimiento en lo sucesivo, y hacer que la ternura de mi amada ceda el lugar a su mal humor.
Preví que la tarde se pasaría tristemente, y para evitar el fastidio pretexté que tenía que escribir, y me retiré a mi cuarto. Volví a la sala a las seis, y la señora se Rosemonde propuso que fuésemos a paseo, lo que fue aceptado; pero al momento de subir al coche, la fingida enferma, por efecto de malicia infernal, pretextó en cambio y acaso para vengarse de mi ausencia, que su mal de cabeza se había aumentarlo, y me hizo aguantar, sin piedad, la compañía a solas de mi tía. No sé si mis imprecaciones contra esta mujer diabólica fueron oídas, pero lo cierto es que a la vuelta del paseo la hallamos acostada. Al día siguiente, al momento del desayuno, ya no era la misma mujer. Había recobrado su dulzura natural, y tuve motivo de creer que me había perdonado.
Apenas acabamos, la amable señora se levantó con aire indolente y entró en el parque al cual la seguí, como usted puede pensar. “¿De dónde puede nacer ese deseo de pasear?, le dije acercándome a ella. —He escrito mucho esta mañana, me respondió, y estoy fatigada. —No soy bastante dichoso, repliqué yo, para tener que echarme en cara esa fatiga. —También he escrito a usted, volvió a decir ella, pero no me resuelvo a darle mi carta. Pido en ella una cosa y usted no me tiene acostumbrada a esperar que me la conceda. —Ah, juro que si es posible… —Nada más fácil, interrumpió, y aunque usted debiese acaso concederla como un acta de justicia, consiento en recibirla como una gracia”.
Al decir esto me presentó su carta, y al tomarla cogí también su mano, que retiró, pero sin cólera y con más embarazo que viveza “Hace más calor de lo que pensaba, dijo; es preciso volvernos” Y tomó el camino de la casa. Hice varios esfuerzos para persuadirla que siguiésemos el paseo y tuve necesidad de recordar que podíamos ser vistos para no emplear sino mi elocuencia. Entró sin proferir una sola palabra, y vi claramente que este fingido paseo no había tenido otro objeto que el de entregarme su carta. Subió a su cuarto y yo me retiré al mío para leerla. Bueno será que haga usted lo mismo y que lea juntamente mi respuesta antes de ir más lejos…