La señora de Rosemonde abrió la caja. “De Dijon”, dijo dando la suya a la señora de Tourvel. “No es letra de mi marido”, replicó ella con inquietud, y, abriéndola con viveza, la primera mirada la enteró, y su semblante se alteró de modo que la señora de Rosemonde lo notó y le dijo: “¿Qué tiene usted?” Yo también me acerqué, diciendo: “¿Qué, esta carta es tan terrible?” La tímida devota no se atrevía a levantar los ojos ni a decir una palabra. Y para disimular su embarazo fingió recorrer la carta que no se hallaba en estado de leer; gozaba al ver su turbación y no pesándome el apretar un poco, añadí: “El aire más tranquilo que ya tiene usted me hace creer que esa carta le ha causado más sorpresa que dolor.” La cólera la inspiró, mejor que lo hubiera hecho la prudencia. “Contiene, me dijo, cosas que me ofenden y que me admiro se haya atrevido nadie a escribirme”. “¿Quién ha sido? pues”, interrumpió la señora de Rosemonde. “No tiene firma”, respondió la bella, airada; “pero la carta y su autor me inspiran igual desprecio. Agradeceré que no se me hable más de ello”. Al decir estas palabras hizo pedazos la carta ofensiva, los metió en su faltriquera, se levantó y se fue.
A pesar de su cólera recibió, en resultado, mi carta, y estoy seguro de que la curiosidad le habrá hecho leerla toda.
El contar todo lo que pasó este día, sería muy largo. Incluyo el borrador de mis dos cartas y con él quedará usted enterada. Si usted quiere estar al corriente de esta correspondencia, es necesario que se acostumbre a leer mis minutas; por nada del mundo me entretendré en volverlas a copiar.
Adiós, mi bella amiga.
En…, a 25 de agosto de 17…
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE TOURVEL
Muy señora mía: Es preciso obedecer a usted y probarle que, a pesar de la sinrazón que se complace en suponerme, me queda bastante delicadeza para no tomarme la libertad de reconvenirla y bastante valor para resistirme a los sacrificios más dolorosos. Usted me impone el silencio y el olvido; pues bien, obligaré a mi amor a que calle y olvide, si es posible, el modo cruel con que lo ha tratado. No hay duda de que el solo deseo de agradar a usted no da derecho para ello, y aun confieso que la necesidad que yo tenía de su indulgencia no era un título para lograrlo. Pero usted mira mi amor como un ultraje; olvida que si puede ser un yerro, sería usted justamente la causa de él y de su excusa. Olvida también que acostumbrado yo a descubrirle mi corazón, aun cuando esa confianza podía serme dañosa, me era imposible ocultarle los sentimientos de que estoy penetrado; y usted mira como efecto de audacia, lo que sólo ha sido efecto de mi buena fe. En premio del amor más tierno, más respetuoso y más sincero, me arroja de su presencia. Me habla, en fin, de su enojo… ¿Qué otro no se quejaría de verse tratado de este modo? Me someto y sufro todo sin murmurar; descarga usted el golpe y yo la adoro. El ascendiente inconcebible que tiene sobre mí, la hace señora absoluta de mis sentimientos, y si mi amor sólo resiste, si usted no logra destruirle, es que es obra suya y no mía.
No exijo un amor que nunca me he lisonjearlo de obtener. No espero siquiera la compasión que podría haberme hecho esperar el interés que me ha manifestado algunas veces; pero confieso que creo poder reclamar su justicia.
Veo por su carta que alguien ha intentado ponerme mal con usted.
Si hubiese escuchado los consejos de sus amigos, no me hubiera dejado acercar a su persona; éstos son sus propios términos. ¿Quiénes son, pues, esos amigos? Sin duda esos hombres tan severos, y de una virtud tan rígida, permitirán que se les nombre; sin duda no querrán ocultarse en una obscuridad que les confundiría con unos viles calumniadores, y espero que llegaré a saber sus nombres y de qué me acusan. Piense, señora, que tengo derecho de saber ambas cosas, pues me juzga usted por lo que ellos dicen. No se juzga a un culpado sin decirle su crimen y nombrarle sus acusadores. No pido otra gracia, y me empeño de antemano a justificarme y a obligarlos a desdecirse.
Si he despreciado, tal vez demasiado, el vano clamor de un público de que hago poco caso, no hago lo mismo con vuestra estimación; y cuando dedico mi vida a merecerla, no me la dejaré robar impunemente. Es tanto más preciosa para mí, cuanto por ella lograré que me haga aquella petición que indicó y que usted dijo me daría derecho a su reconocimiento. ¡Ah! lejos de exigirle yo, creo que se la deberé, si me procura la ocasión de hacerle un servicio. Comience, pues, a hacerme más justicia, no dejándome ignorar lo que desea que ejecute. Si pudiese yo adivinarlo, le evitaría el trabajo de decirlo. Al placer de verle agregué mi dicha de complacerla y quedaré satisfecho de su indulgencia. ¿Qué la detiene, pues? No será, a lo menos así lo espero, el temor de una negativa; confieso que no se lo perdonaría nunca. No lo es el no devolverle su carta: deseo más que usted que no me sea ya necesaria; pero acostumbrado a ver en usted un alma tan buena, sólo en esta carta puedo reconocerla conforme quiere parecer a mis ojos. Cuando me asalta el deseo de volver a usted sensible, veo en ella que, antes de consentir, huiría a cien leguas de mí; cuando todo cuanto veo en usted aumenta y justifica mi pasión, esa misma carta me repite que mi amor la ultraja; y cuando al verla, me parece este amor el mayor bien, es preciso que lea lo que me escribe, para conocer que sólo es un terrible tormento. Ahora concibe usted que mi mayor dicha sería poder devolverle esta carta fatal; pedírmela aun, fuera autorizarme a no creer más su contenido, y no dude de la prontitud con que yo se la devolvería.
En…, a 21 de agosto de 17…
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE TOURVEL
(Con el sello de Dijon.)
Muy señora mía: Su severidad aumenta de día en día, y si me atrevo a decírselo, parece que teme usted menos ser injusta, que ser indulgente. Después de haberme condenado sin oirme, ha debido concebir, en efecto, que le sería más fácil no leer mis razones que responder a ellas. Usted rehusa mis cartas con obstinación; y me las devuelve con desprecio. Me obliga, en fin, a recurrir al artificio, en el mismo momento en que mi único fin es convencerla de mi buena fe. La necesidad en que me ha puesto de defenderme bastará para excusar los medios que empleo. Por otra parte, convencido por la sinceridad de mis sentimientos, de que para justificarlos a sus ojos, basta el hacérselos conocer, he creído poder tomar la libertad de valerme de este ligero rodeo. También me atrevo a creer que me perdonará, y que se admirará de que el amor sea más ingenioso en hallar medios para explicarse, que la indiferencia para repelerle.
Permita, pues, señora, que mi corazón se descubra enteramente es suyo, y así es justo que lo conozca.
Al llegar a casa de la señora de Rosemonde, estaba yo muy lejos de prever la suerte que me esperaba. Ignoraba que usted se hallase en ella; y añadiré con la sinceridad que me caracteriza, que aun cuando lo hubiese sabido, no se hubiera alarmado mi tranquilidad no porque yo no rindiese a su hermosura la justicia que no se le puede negar, sino porque acostumbrado a no sentir más que deseos, y a no abandonarme sino a los que me infundían esperanzas, no conocía los tormentos del amor. Usted fue testigo de los ruegos que me hizo la señora de Rosemonde para detenerme algún tiempo. Aunque había ya pasado un día con usted, sin embargo, no me rendí, o a lo menos, no creí rendirme sino al placer tan natural y tan justo de tener miramientos con una parienta tan respetable. El género de vida que se hacía aquí, era, sin duda, muy diverso de aquel a que yo estaba acostumbrado; nada me costó hacerme a él, y sin ponerme a indagar la causa de la mutación que observaba en mí, la atribuí únicamente a la facilidad propia de mi carácter, y de la cual creo haberle hablado.
Por desgracia (y ¿por qué es preciso que sea una desgracia?) después de haberla conocido mejor, vi que ese rostro encantado que sólo me había hecho una grande impresión, era la menor de sus calidades; su alma celestial y pura encantó, sedujo a la mía. Al paso que admiré su belleza, adoré sus virtudes, y sin pensar en poseerla, me ocupé sólo de merecerla. La buscaba en los discursos de usted, la espiaba en sus ojos, de los que partía un veneno, tanto más peligroso, cuanto era esparcido sin designio y recibido sin desconfianza.
Entonces conocí el amor; pero, ¡qué lejos estaba yo de quejarme de él! Resuelto a ocultarlo en un eterno silencio, me entregaba sin miedo y sin reserva a un sentimiento tan delicioso. Cada día tomaba más imperio, y bien pronto el placer de verla se cambió en necesidad. Apenas usted se ausentaba, el corazón se me oprimía de tristeza, y apenas se anunciaba su regreso, palpitaba de regocijo. Ya no existía yo sino por usted y para usted, y, sin embargo, dígame usted misma: en mis juegos placenteros o en el calor de una conversación interesante y seria, ¿se me ha escapado jamás una sola palabra capaz de descubrir mi corazón? Pero al fin llegó un día en que debía esperar mi desgracia, y por una incomprensible fatalidad, una buena acción debía dar la señal. Sí Señora, en medio de aquellos infelices, a quienes yo acababa de socorrer, fue en donde entregándose usted a aquella sensibilidad preciosa que hermosea la belleza y da nuevo realce a la virtud, acabó de rendir a un corazón ya demasiado herido de amor. Recordará cuán distraído me hallaba a nuestro regreso a la quinta. ¡Triste de mí! buscaba el medio de resistir a una inclinación que conocía me iba dominando.
Después de haber consumido mis fuerzas en este combate desigual, una casualidad que no pude prever, me hizo encontrar a solas con usted. Allí sucumbí, lo confieso; y, sintiendo mi corazón demasiado comprimido, no pude retener ni las palabras ni la lágrimas. Pero, ¿es un crimen? y si lo es, ¿no es suficiente castigo el martirio horrible al que vivo entregado?
Consumido de amor, sin esperanza, imploro su piedad, y sólo experimento su enojo sin otra dicha que la de verla. En el estado cruel a que me ha reducido, paso los días ocupado en disimular mis penas, y las noches en entregarme a ellas; mientras usted, tranquila y serena, no conoce estos tormentos sino para causarlos y vanagloriarse de ellos. Sin embargo, usted es la que se queja y yo el que me excuso.
Un amor puro y sincero, un respeto que no se ha desmentido nunca, una perfecta sumisión, tales son los sentimientos que me ha inspirado. No hubiera yo temido rendirles culto de admiración en la Divinidad misma. ¡Ah! usted, que es la más bella de su obras, imítela en su indulgencia; piense en mis horribles penas; piense, sobre todo, que, colocado por usted entre la desesperación y la suprema dicha, la primera palabra que pronuncie, decidirá mi suerte para siempre.
De…, 23 de agosto de 17…
LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE VOLANGES
Muy señora mía: Me rindo a los consejos que una amiga como usted, se sirve darme. Acostumbrada a conformarme con su dictamen, lo estoy también a creer que está fundado en razón. Confieso, además, que el vizconde de Valmont debe ser con efecto infinitamente peligroso, si puede a la vez fingir de ser lo que parece aquí, y continúa siendo como usted lo pinta. Sea como fuere puesto que usted lo exige, le alejaré de mi lado; a lo menos, hare todo lo posible para ello; porque muchas veces las cosas más sencillas, vienen a ser, por la forma, las más embarazosas.
Me parece impracticable el empeñar en ello a su tía; esta súplica sería una decepción respecto a ella y a su sobrino. No puedo toma: tampoco, sin repugnancia, el partido de alejarme yo misma; pues además de los motivos que le tengo expuestos, con relación a mi marido, si mi partida contrariara al señor de Valmont, ¿no le sería muy fácil seguirme a París? Y su regreso, de que yo sería la causa o a lo menos, a él le parecería así, ¿no se tendría por más extraño que un simple encuentro con él en el campo, y en casa de una señora que se sabe es parienta suya y amiga?