Las aventuras de Tom Bombadil y algunos poemas del Libro Rojo (4 page)

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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #fantástico, poesía

IX
Los labios maulladores

Las sombras donde moran los Labios Maulladores

Son negras y húmedas como la tinta,

Y lenta y suavemente hacen sonar su campana,

Mientras te hundes en el limo.

Te hundes en el barro, tú que te atreves

A llamar a su puerta,

Mientras las gárgolas sonrientes observan

Y fluyen aguas venenosas.

Junto a la corrompida ribera del río

Lloran los sauces colgantes,

Y los grajos se yerguen siniestramente

Graznando en sueños.

Más allá de las Montañas de Merlock, tras un largo y fatigoso camino,

En un valle mohoso donde los árboles son grises,

Junto a un estanque de orillas oscuras sin viento ni mareas,

Sin sol y sin luna, se esconden los Labios Maulladores.

Las cavernas donde los Labios Maulladores se reúnen

Son profundas, húmedas y frías

Iluminadas con una enfermiza vela;

Y allí es donde cuentan su oro.

Sus paredes son húmedas, sus techos gotean;

Sus pies sobre el suelo

Se mueven suavemente con un flip-flap,

Mientras se deslizan hacia la puerta.

Se asoman fuera astutamente; con un crac

Sus sensibles dedos crujen,

Y cuando han terminado, tus huesos

Se llevan en un saco.

Más allá de las Montañas Merlock, tras un largo y solitario camino,

A través de las Sombras de las Arañas y del Pantano de Tode,

Y a través del bosque de árboles colgantes y la Maleza del Patíbulo,

Vas a buscar a los Labios Maulladores, y ellos te comerán.

X
El olifante

Gris como un ratón,

Grande como una casa,

La nariz de serpiente,

Hago temblar la tierra

Cuando piso la hierba;

Los árboles se quiebran a mi paso.

Con cuernos en la boca

Camino por el sur,

Moviendo mis grandes orejas.

Desde años sin cuento

Marcho de un lado a otro,

Y ni para morir

En la tierra me acuesto.

Yo soy el olifante,

El más grande de todos,

Viejo, alto y enorme.

Si alguna vez me ves,

No podrás olvidarme.

Y si nunca me encuentras

No creerás que existo.

Pero soy el viejo olifante,

Y nunca miento.

XI
Fastitocalon

¡Mirad, ahí está Fastitocalon!

Una buena isla en la que desembarcar,

Aunque algo desolada.

¡Vamos, dejad el mar! ¡Y corramos,

O bailemos, o tumbémonos al sol!

¡Ved como las gaviotas se sientan ahí!

¡Tened cuidado!

Las gaviotas no se hunden.

Allí se sientan, se pavonean y se acicalan;

Su papel es dar el aviso,

Si alguien se atreve

A instalarse en esa isla,

O a buscar solo por un instante

Alivio para una enfermedad, o para la humedad,

O tal vez hervir una olla.

¡Ah, gente imprudente, aquellos que desembarcan sobre Él!

Y preparan un pequeño fuego

¡Y tal vez ansían un té!

Quizás su concha es gruesa,

Parece dormir; pero Él es veloz,

Y ahora flota en el mar,

Engañosamente.

Y cuando Él oye sus pies que golpean,

O nota tenuemente el súbito calor,

Con una sonrisa,

Se sumerge,

Y dándose la vuelta prestamente

Los arroja fuera y se ahogan en lo más profundo,

Y pierden sus tontas vidas

Para su sorpresa.

¡Sed prudentes!

Hay muchos monstruos en el mar,

Pero ninguno tan peligroso como Él,

El viejo y córneo Fastitocalon,

Cuya progenie poderosa ya se ha ido,

El último de los antiguos peces-tortuga.

De modo que si deseáis salvar vuestra vida

Entonces os advierto:

Prestad atención al saber de los antiguos navegantes,

¡No pongáis pie en orillas desconocidas!

O mejor aún,

¡Cumplid vuestros días en la Tierra Media

En paz y regocijo!

XII
Gato

El gato gordo en el felpudo

Parece soñar

Con hermosos ratones suficientes

Para él, o con crema;

Pero él, tal vez, camina libremente

Con pensamientos ligeros, orgulloso,

Donde rugió alto o luchó

Su parentela, delgada y magra,

O donde en cuevas profundas

En el este se dio banquetes con bestias

Y con hombres tiernos.

El león gigante con una garra de hierro

En su zarpa,

Y grandes y crueles dientes

En la ensangrentada mandíbula;

El leopardo, cubierto de oscuras estrellas,

De pies veloces,

A menudo con suavidad desde lo alto

Salta sobre su comida

Donde los bosques se entrevén en la oscuridad.

Lejos están ahora,

Fieros y libres,

Y domesticado está él;

Pero el gato gordo en el felpudo

Retenido como mascota,

No los olvida.

XIII
La novia de la sombra

Había un hombre que vivía solo,

Mientras pasaban el día y la noche

Se sentaba tan quieto como una piedra esculpida,

Y no arrojaba ninguna sombra.

Los búhos blancos se posaban sobre su cabeza

Bajo la luna de invierno;

Se frotaban los picos y lo creían muerto

Bajo las estrellas de junio.

Llegó una dama vestida de gris

Brillando en el crepúsculo:

Permaneció quieta un instante,

Con flores entrelazadas en su pelo.

Él despertó, como surgido de la piedra,

Y rompiose el hechizo que lo retenía;

La abrazó deprisa, ambos de carne y hueso,

Y ella arremolinó su sombra alrededor de él.

Ella no anda más por sus caminos

Con sol, luna o estrellas;

Mora abajo, donde no existe día

Ni noche alguna.

Pero una vez al año, cuando bostezan las cavernas

Y despiertan las cosas ocultas,

Bailan juntos hasta el amanecer

Y no proyectan más que una sombra.

XIV
El tesoro

Cuando la Luna era nueva y el Sol joven

De plata y oro cantaban los Dioses:

Derramaban plata en la verde hierba,

Y llenaban las blancas aguas con oro.

Antes de que se excavara el Abismo o se abriera el Infierno,

Antes de que fueran criados los Enanos o nacieran los Dragones,

Existían los Elfos de antaño, y poderosos hechizos

Bajo verdes colinas y huecos valles

Cantaban mientras forjaban muchos objetos hermosos,

Y las brillantes coronas de los Reyes Élficos.

Pero su destino les alcanzó, y su canción declinó,

Golpeados por el hierro y encadenados por el acero.

Su avaricia no cantaba, ni sus bocas sonreían,

Apilaron su riqueza en agujeros oscuros,

Plata cincelada y oro grabado:

Las sombras cayeron sobre el Hogar de los Elfos.

Un viejo enano vivía en una cueva oscura,

Sus dedos se habían aficionado al oro y a la plata;

Con martillo y tenazas y yunque

Trabajó con sus manos hasta despellejarlas,

Hizo monedas, y collares de anillos,

Y pensó en comprar el poder de los Reyes.

Pero sus ojos estaban oscurecidos y sus oídos eran débiles

Y su piel amarilla sobre el viejo cráneo;

Con su tenaza huesuda, de pálido resplandor

Las piedras preciosas pasaban sin ser vistas.

No oyó los pies, aunque la tierra temblaba,

Cuando el joven dragón apagó su sed,

Y humeó el arroyo frente a su oscura puerta.

Las llamas silbaban en el suelo húmedo,

Y murió solo en el rojo fuego;

Sus huesos se volvieron cenizas en el barro caliente.

Había un viejo dragón bajo la roca gris;

Sus ojos rojos parpadeaban mientras yacía en soledad.

Su alegría se terminó y su juventud había pasado,

Estaba nudoso y arrugado, y sus miembros se curvaron

En los largos años que pasó encadenado a su oro;

En el horno de su corazón se había apagado el fuego.

Al limo de su vientre se habían adherido fuertemente las gemas,

Oro y plata olfateaba y lamía:

Conocía el sitio del más ínfimo anillo

Bajo la sombra de su negra ala.

En su dura cama pensaba en ladrones,

Y soñaba con alimentarse de su carne,

Hacer crujir sus huesos, y beber su sangre:

Inclinó las orejas y respiró pesadamente.

Sonó una cota de malla. No la oyó.

Una voz hizo eco en la gruta profunda:

Un joven guerrero de brillante espada

Lo desafió a defender su tesoro.

Sus colmillos eran dagas, y de cuerno su piel,

Pero el hierro le arañó, y murió su llama.

Había un viejo rey en un alto trono:

Su larga barba caía sobre rodillas de hueso;

Su boca ya no saboreaba la carne ni la bebida,

Ni sus oídos la música; sólo podía pensar

En su gran cofre con la tapa tallada

Donde se ocultaban gemas pálidas y oro

En secreta tesorería bajo el suelo oscuro;

Sus fuertes puertas estaban forradas de hierro.

Las espadas de sus caballeros estaban cubiertas de herrumbre,

Su gloria caída, su dominio derribado,

Sus salas vacías y sus cenadores fríos,

Pero el rey estaba hecho de oro élfico.

No oía los cuernos en los pasos de la montaña,

No olía la sangre en la hollada hierba,

Pero sus salas habían ardido, su reino se había perdido;

En un frío pozo se arrojaron sus huesos.

Hay un antiguo tesoro en una oscura roca,

Olvidado tras puertas que nadie puede abrir;

Ningún hombre puede traspasar ese horrendo umbral.

En el terraplén crece la verde hierba;

Allí pastan las ovejas y vuelan las alondras,

Y el viento sopla desde la orilla del mar.

La noche guardará el viejo tesoro,

Mientras la tierra aguarda y los Elfos duermen.

XV
La campana del mar

Caminaba junto al mar, y vino a mí,

Como un rayo de luz estelar en la húmeda arena,

Una concha blanca como una campana;

Temblando fue a parar a mi mano mojada.

En mis agitados dedos pude oír como despertaba

Un sonido en su interior, como una boya balanceándose

Junto a la barra de un puerto, una llamada que sonaba

Sobre mares infinitos, ahora lejana y débil.

Entonces vi un bote flotando en silencio

En la marea nocturna, vacío y gris.

«¡Es muy tarde! ¿Por qué esperar?»

Salté a bordo y grité: «¡Llévame lejos!»

Me llevó lejos, húmedo de rocío,

Envuelto por la niebla, herido por el sueño,

A una playa extraña, en una tierra extraña.

En el crepúsculo más allá del abismo

Oí una campana balancearse en la marejada,

Sonando, sonando, mientras rugían los rompientes

En los ocultos dientes de un peligroso arrecife;

Y llegué por fin a una extensa orilla.

Blanca centeallaba, y el mar hervía

Con estrellas espejeantes en una red de plata;

Riscos de piedra pálidos como huesos

En la espuma lunar lanzaban destellos de humedad.

Arena brillante se deslizaba por mi mano,

Polvo de perlas y joyas pulverizadas,

Caracolas de ópalo, rosas de coral,

Flautas verdes de amatista.

Pero bajo el alero de los riscos se abrían lóbregas cuevas,

Con cortinas de maleza, oscuras y grises;

Un aire frío agitó mis cabellos,

Y la luz se desvaneció, mientras yo me alejaba.

Un verde riachuelo bajaba la colina;

Bebí sus aguas para alivio de mi corazón.

Subí su escalera, hasta un hermoso país

De eterna vigilia, lejos del mar,

Salté por los prados de sombras palpitantes;

Allí yacían flores como estrellas caídas,

Y en un estanque azul, frío y vidrioso,

Nenúfares como lunas flotantes.

Los alisos dormían, y los sauces lloraban

Junto a un lento río de hierbas onduladas;

Espadas de lirio guardaban los vados,

Y verdes lanzas y flechas de caña.

El eco de una canción sonó toda la tarde

Abajo en el valle; Muchas cosas

Corrían aquí y allá: Liebres blancas como la nieve,

Ratones que surgían de agujeros; Polillas aladas

Con ojos brillantes; En una tensa quietud

Los tejones miraban fijamente desde oscuras puertas.

Oí canciones allí, música en el aire,

Pies apresurados en el verde suelo.

Pero a donde quiera que fuese ocurría lo mismo:

Los pies huían, y todo quedaba tranquilo;

Nunca un saludo, sólo las fugaces

Cañas, las voces, y cuernos en la colina.

De hojas de río y gavillas de juncos

Me hice una capa de verde enjoyado,

Una larga vara, y un dorado estandarte;

Mis ojos brillaban como brillan las estrellas.

De flores coronado me subí a un montículo,

Y de modo penetrante, como el canto del gallo

Grité orgullosamente: «¿Por qué os ocultáis?

¿Por qué nadie habla, a donde quiera que voy?

Aquí estoy ahora, Señor de esta tierra,

Con mi espada de lirio y mi maza de caña.

¡Contestad a mi llamada! ¡Venid todos!

¡Habladme con palabras! ¡Mostradme vuestras caras!»

Llegó una nube negra como una mortaja nocturna,

Fui a tientas como un oscuro topo,

Caí al suelo, mis manos se arrastraban

Con los ojos ciegos y la espalda doblada.

Subí a un árbol: se alzaba silencioso

Con las hojas muertas; desnudas estaban sus ramas.

Allí debí sentarme, dejando vagar mi ingenio,

Mientras los búhos roncaban en su hueco hogar.

Me quedé allí un día y un año:

Los escarabajos golpeaban las ramas putrefactas,

Las arañas tejían, en el musgo levantaban

Bejines que asomaban en mis rodillas.

Finalmente llegó la luz en mi larga noche,

Y vi como mi cabello colgaba gris.

«¡Aunque esté encorvado, debo encontrar el mar!

Me he perdido, y no conozco el camino,

¡Pero partiré!» Entonces tropecé;

La sombra cayó sobre mi como un murciélago cazador;

En mis oídos sopló un viento errante,

E intenté cubrirme con ropas andrajosas.

Mis manos estaban rotas, mis rodillas cansadas,

Y los años pesaban sobre mi espalda,

Cuando la lluvia en mi cara trajo un sabor salado,

Y pude oler el aroma de los pecios del mar.

Los pájaros llegaron navegando, aullando, lamentándose,

Oí voces en frías cuevas,

Focas ladrando, el gruñido de las rocas,

Y el mugir de las rocas en los acantilados.

El invierno pasó veloz; me sumergí en la niebla,

Llevé mis años hasta el fin del mundo;

La nieve estaba en el aire, el hielo en mis cabellos,

La oscuridad se extendía en la última orilla.

El barco aún esperaba a flote,

Llevado por la corriente, sacudiendo la proa.

Cansado yací en él, mientras me llevaba,

Saltando las olas, cruzando los mares,

Pasando junto a viejos cascos, repletos de gaviotas

Y grandes buques repletos de luz,

Que llegaban a puerto, oscuros como cuervos,

Silenciosos como la nieve, en la noche profunda.

Las casas estaban cerradas, el viento sigiloso las rodeaba,

Las calles estaban vacías. Me senté junto a una puerta,

Y donde una suave lluvia cayó en un desagüe

Arrojé todo cuanto llevaba:

En mi apretada mano algunos granos de arena,

Y una concha marina silenciosa y muerta.

Nunca escuchará mi oído el sonido de esa campana,

Ni hollarán mis pies aquella orilla

Nunca más, ya que en una callejuela triste,

En un callejón ciego, o en una larga calle

Camino furioso. Me hablo a mi mismo;

Porque siguen sin hablar, aquellos a quienes encuentro.

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