Read Las esferas de sueños Online
Authors: Elaine Cunningham
Siseando como una gata enfurecida, Isabeau se abalanzó sobre su presa con las manos flexionadas como garras. Lilly la agarró por las muñecas, y así la sostuvo mientras se apartaba a derecha y luego a izquierda, tratando de mantener los ojos a salvo de aquellas uñas.
Ambas mujeres daban vueltas y doblaban las piernas en una macabra y mortífera parodia de baile que se mofaba del maravilloso sueño que Lilly recordaba aún tan vividamente. Tan inmersa estaba en la lucha y tan doloroso era ese recuerdo que Lilly no se percató de que el chal se le había caído hasta que tropezó con el fleco.
Un ligero traspié y un momento de vacilación era todo lo que Isabeau necesitaba.
La noble dama se liberó de las garras de su rival y la cogió de nuevo por el pelo. Ambas cayeron al suelo y, en medio de una maraña de faldas, rodaron como locas mientras se arañaban, se tiraban del pelo y se sacudían de lo lindo.
Mientras duró la refriega Isabeau mantuvo un inquietante silencio. De una consentida aristócrata Lilly hubiese esperado que chillara como una banshee al recibir tan cruel trato, sin darse cuenta de que en esa parte de la ciudad ello tan sólo podría acarrearle mayores peligros. Al parecer, la dama estaba más familiarizada con las costumbres de la calle de lo que sugería su elegante atavío.
No obstante, Lilly conocía algunos trucos que la elegante ratera ignoraba. Después de años de práctica en quitarse de encima a los moscones de la taberna, era más escurridiza que una anguila, y apostaba consigo misma a que ni siquiera los gladiadores del lord elfo podrían inmovilizarla si ella se proponía soltarse. Aunque era más baja que Isabeau y al menos seis kilos más ligera, lentamente la suerte la empezó a favorecer.
Finalmente, logró sentarse a horcajadas encima de su rival y sujetarle los brazos a los lados. Pese a que la cautiva mostraba una expresión indignada y furiosa, mantenía su turbador silencio y se retorcía y corcoveaba bajo ella como una yegua salvaje.
Lilly respiraba con hondos e irregulares jadeos, dispuesta a aguantar hasta que amaneciera o su rival cediera. No podría haber apostado por cuál de las dos cosas sucedería antes, ni siquiera para favorecer a Peg.
La resistencia de Isabeau fue debilitándose y cesó bruscamente. Los ojos de la noble miraban con fijeza algo más allá del callejón. Pero Lilly, sospechando que la dama trababa de colarle el truco más viejo del mundo, se limitó a sujetarla con más fuerza.
Un instante más tarde se le antojó que la mirada que reflejaban los oscuros ojos de la dama era más de pura avaricia que de astucia. Lilly se aventuró a echar un vistazo hacia lo que había llamado la atención de su presa.
Un hombre solitario se aproximaba al farol sin dejar de lanzar miradas furtivas a lo largo de la calle. Era un tipo grandote y con una espesa barba, aunque sus ropas se veían sencillas.
—No es un noble —susurró Isabeau—. Yo diría que es un servidor de confianza cumpliendo un encargo para su amo. A estas horas y en un lugar como éste, no hay duda de que su misión está fuera de la ley.
Antes de pararse a reflexionar, Lilly ya había empezado a responder.
—Aún no ha hecho lo que le han encargado. Es evidente que busca a alguien.
—Buena observación. —Isabeau miró de soslayo a su captora—. Eso significa que todavía lleva encima el pago.
—Muy probablemente.
Ambas guardaron silencio un segundo.
—Nos lo podríamos partir —sugirió Isabeau.
—Pues claro. Sería muy fácil arrebatar a ese hombretón de rudo aspecto el dinero de su amo —se mofó Lilly, suavemente—. Perdona que te lo diga, pero como luchadora dejas mucho que desear.
Isabeau se encogió de hombros lo mejor que pudo teniendo en cuenta las circunstancias.
—No me importa. Siempre encuentro a alguien que luche por mí.
—¡Oh!, y en este caso, ese alguien debo ser yo, ¿me equivoco?
—Sería una estúpida si desperdiciara tanto talento. Tú tienes manos ágiles y pies silenciosos. Yo lo distraeré mientras tú lo desplumas.
Extrañas palabras en boca de una mujer cubierta de sedas y joyas. Lilly se sentó sobre los talones y dejó escapar una suave risa de incredulidad.
—¿Quién eres? —le preguntó.
—Isabeau Thione, hija bastarda de lady Lucía Thione, de Tethyr —respondió la dama en tono arrogante, aunque no exento de ironía, pues había mencionado una rama de una familia real tan infame que incluso Lilly había oído hablar de ella. La noble esbozó una maliciosa sonrisa antes de añadir—: Hasta hace poco, también conocida como Sofía, moza de taberna y ratera. Acabo de llegar a Aguas Profundas y me propongo prosperar sea como sea.
¡Una camarera y ladrona de noble cuna! Esas palabras, que encerraban una identidad dual, tocaron una fibra sensible de Lilly.
¿Acaso no se asemejaban mucho ellas dos? No obstante, Isabeau, con sus joyas, sus sedas y la admiración que despertaba en elegantes caballeros, había alcanzado lo que Lilly solamente había experimentado en sueños. Tal vez podría aprender cómo Isabeau había logrado el milagro.
Otra posibilidad, incluso más atrayente, le daba vueltas por la cabeza: ¿era posible que las esferas de sueños, que la embelesaban y la atormentaban al mismo tiempo, no fuesen sólo un sueño imposible sino el augurio de un futuro alcanzable? Las esferas poseían una magia muy poderosa; Lilly la había sentido de modos que no podía comprender ni explicar. Tal vez no era una coincidencia que los caminos de dos ladronas bastardas se hubieran cruzado aquella noche.
Lentamente, Lilly aflojó la presión y se fue apartando. Ambas mujeres se pusieron de pie y empezaron a alisarse las arrugadas faldas y a componerse la revuelta cabellera.
—Si vamos a hacerlo, tenemos que actuar ya —dijo Lilly.
Su compañera sonrió de manera que los ojos se le estrecharon como los de un gato en plena cacería.
—¿Socias? Por cierto, ¿cómo quieres que te llame?
Lilly le dio el único nombre que legalmente le pertenecía: una palabra, no más; sin familia, sin rango, sin historia y sin fortuna. Siempre le había dolido llevar el tipo de nombre que se da sin pensar a una yegua blanca o a un gatito.
—¿Lilly? —repitió la noble, alzando una ceja con gesto altanero. Era evidente que ella opinaba lo mismo sobre el nombre.
Lilly no estaba de humor para aguantar impertinencias de labios de esa mujer. El desdén que expresaba la hermosa cara de Isabeau indujo a Lilly a revelar, por primera vez en la vida, su secreto mejor guardado.
—En realidad —dijo alzando el mentón en un gesto que trataba de imitar la arrogancia de una dama noble—, es Lilly Thann.
El verano se convertía rápidamente en mero recuerdo. Las estrellas que relucían en el cielo de Aguas Profundas eran los primeros heraldos de las constelaciones de invierno: Auril Reina de la Escarcha, Dragón Blanco y Lágrimas de Doncella Elfa.
Aunque formaban fantasiosas y hermosas formas, eran pocos los habitantes de la gran ciudad que se fijaban en ellas, pues sus ojos solamente veían los esplendores situados a ras de suelo.
El joven noble que avanzaba a buen paso por las calles en sombras no sólo no tenía ojos para las estrellas, sino tampoco para la ciudad, la gente ni cualquier otra cosa que no fuese la cita hacia la que se apresuraba. La imagen de una semielfa brillaba en su mente con un fulgor casi suficiente para iluminar la oscuridad de los largos meses de separación; casi suficiente, incluso, para eclipsar el profundo resentimiento que le embargaba por causa de tantas otras separaciones.
Danilo Thann apartó de sí esos pensamientos, pues habría sido una lástima reconcomerse en una noche como ésa. Tal como había prometido, Arilyn había regresado a la ciudad a tiempo de asistir al Baile de la Gema, la sesión inaugural de los festivales de la cosecha. Haciendo un esfuerzo, Danilo trató de no pensar en las últimas dos ediciones del baile a las que había tenido que asistir sin ella, indicadores de otros dos veranos pasados y recordatorios de promesas aún por cumplir.
En sus infrecuentes visitas a la ciudad, Arilyn se alojaba en el distrito sur —el barrio de los artesanos—, en el segundo piso de un viejo edificio de piedra que en mejores tiempos había sido la residencia de un miembro de cofradía que había perdido su fortuna. Danilo se colocó debajo del brazo el paquete de gran tamaño que llevaba a fin de poder tirar de la enorme puerta.
Ya en el vestíbulo, dirigió una inclinación de cabeza hacia un hueco tapado con una cortina que quedaba situado a su izquierda. La única respuesta fue un gruñido procedente del guardia apostado detrás: un enano ya no muy joven, cuyas manos, cuadradas y moteadas, no se alejaban nunca de una ballesta.
El joven subió los escalones de tres en tres. La puerta de la habitación de Arilyn estaba cerrada con cerrojo y protegida con barreras mágicas que él mismo había colocado. Danilo se ocupó de los cerrojos y la magia protectora en silencio, aunque más rápidamente y con menos sutileza de lo que era habitual en él. Abrió la puerta y, para su sorpresa, pilló a Arilyn dormida.
Por un momento, le bastó con observarla. Muchas veces, Dan había hallado solaz en contemplar el reposo de Arilyn, y en el tiempo en que viajaron juntos al servicio de los arpistas pasó muchas horas de ese modo. Arilyn era sólo medio elfa y, a diferencia de los elfos, que se sumían en un estado de ensueño alerta, necesitaba dormir como los humanos. Se trataba de un detalle quizás insignificante, pero para Danilo esa necesidad de sueño era algo que los unía, un vínculo que la semielfa no podía negar ni modificar.
El joven bardo estudió a la semielfa, fijándose en los pequeños cambios que había experimentado en el curso del verano. La melena negra era más larga, y los rizos se le desparramaban sobre la almohada. Aunque no lo habría creído posible, estaba más delgada que cuando se despidieron en la carretera situada al norte de Puerta de Baldur.
Dormida, mostraba la misma palidez y fragilidad que una figura de porcelana. Dan esbozó una irónica sonrisa cuando sus ojos se posaron en la espada envainada que descansaba junto a ella.
La visión de la hoja de luna —la espada mágica que primero los había unido y después los había separado— lo llenó de un resentimiento rayano en el odio.
El hecho de que no brillara significaba que, afortunadamente, su magia descansaba; la ausencia de un resplandor verde significaba que los elfos del bosque no reclamaban su ayuda.
Danilo apartó de sí esos pensamientos y se deslizó al interior de la habitación. Con un grácil movimiento, depositó el paquete envuelto encima de la mesa y desenvainó dos dagas gemelas que llevaba al cinto.
El suave susurro del acero despertó a la dormida guerrera. Casi al mismo tiempo que sus ojos se abrían de golpe, vigilantes, se lanzó hacia la fuente del sonido. En una mano empuñaba un delgado y reluciente cuchillo.
Danilo se adelantó con las dagas alzadas a modo de brillante aspa. En la creciente penumbra, el cuchillo de la semielfa lanzó chispas al deslizarse a lo largo de ambos filos. Aunque Arilyn efectuó el ataque con destreza, durante un largo instante ambos quedaron muy juntos, en una posición que, de no ser por las armas cruzadas, habría sido típica de enamorados.
—Ya veo que sigues durmiendo con un cuchillo bajo la almohada. Me consuela saber que algunas cosas nunca cambian —bromeó Danilo mientras se guardaba las dagas. Apenas había pronunciado esas palabras y ya las lamentaba. A él mismo le sonaron artificiosas, a desafío, casi a acusación.
Arilyn arrojó el cuchillo encima del lecho.
—¡Maldita sea, Dan! ¿Por qué insistes en acercarte a mí sigilosamente? Es un milagro que sigas vivo.
—No eres la única que me lo dice.
Entre ellos se hizo un silencio prolongado y algo incómodo. De repente, Arilyn recordó su descuidado aspecto, abrió mucho los ojos y trató de alisarse el alborotado cabello.
—¡El Baile de la Gema! —exclamó de pronto—. Y yo no tengo ni vestido.
Aunque era una tontería, Danilo se alegró de que lo recordara y también de que a Arilyn le importara lo suficiente el mundo de él como para que le preocupara.
—No tenemos que ir si no quieres. Después de todo, acabas de llegar a la ciudad.
—He llegado a última hora de la tarde tras un largo viaje. Las dos noches anteriores ni siquiera me detuve para descansar. Pero a ti te esperan, y te prometí que te acompañaría.
Fue como si Arilyn oyera sus propias palabras tal como debían de sonar a su compañero, pues los ojos se le oscurecieron al recordar otras promesas que había hecho y no había cumplido. Carraspeó y con la cabeza señaló hacia la mesa.
—¿Qué hay en el paquete?
—Cuando recibí el mensaje de que tardarías más de lo previsto en regresar, me tomé la libertad de adquirir un vestido de un adecuado color de gema —respondió sin molestarse en ocultar su confusión.
—¡Ah! Deja que adivine: ¿zafiro?
Humano y semielfa intercambiaron una rápida y cautelosa sonrisa. Cuando acababan de conocerse y Danilo se tomaba muchas molestias en convencerla a ella y a todo el mundo de que no era más que un petimetre tonto y superficial, compuso multitud de trillados y nefastos versos que comparaban los ojos de Arilyn con zafiros.
Decidida a hurgar en la herida, Arilyn enarcó una ceja y empezó a tararear la melodía de una de esas cancioncillas.
La mordaz burla tuvo la virtud de romper el hielo entre ellos dos. Danilo se rió entre dientes e hizo una exagerada mueca.
—Lo mejor de los viejos amigos es que te conocen bien, aunque, por supuesto, eso también es lo peor.
—Viejos amigos —repitió Arilyn en tono afirmativo, pero sus palabras contenían una pregunta: ¿era eso lo que estaban destinados a ser: viejos amigos y nada más?
Danilo le había dado muchas vueltas a esa cuestión y creía, finalmente, haber hallado una respuesta válida. Los comentarios guasones de Arilyn le daban pie a expresarla. Por mucho que sus vidas hubieran cambiado, algo permanecía constante: el intenso y muchas veces inexplicable amor que surgió el día en el que Arilyn lo secuestró de una taberna. El joven rompió el papel que envolvía el paquete y sacó del interior un vestido realmente fuera de lo corriente: de terciopelo azul oscuro, exquisito en su sencillez y confeccionado por manos elfas.
—Zafiro con gemas a juego —confirmó, risueño—. Te ahorraré la canción que he compuesto para la ocasión.
Arilyn se rió, le arrebató el vestido de las manos y lo tiró a un lado con la misma indiferencia con la que había arrojado el cuchillo. Danilo abrió los brazos, y la semielfa se lanzó hacia ellos.