Las lunas de Júpiter (11 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Sus voces resonaban ligeramente en las profundidades de los pozos que había a su espalda. —Arenas de Marte —dijo Bigman—, esto nos obliga a concentrarnos en los catorce conocidos. Lucky añadió pensativamente:

—Algunos menos. Tres de los hombres a bordo de la nave demostraron emoción: el comandante Donahue, Harry Norrich y Red Summers. Por lo tanto, son once.

—No se olvide de mí —dijo Panner—. Desobedecí una orden. Eso deja a diez. —Esto suscita una cuestión muy interesante —repuso Lucky—. ¿Sabe algo de robots? —¿Yo? —dijo Panner—. Nunca he tratado con un robot en mi vida.

—Exactamente —dijo Lucky—. Los terrícolas inventaron el robot positrónico y llevaron a cabo la mayor parte de los refinamientos; sin embargo, a excepción de unos pocos especialistas, el técnico terrestre no sabe nada de robots, simplemente porque no utilizamos los robots para casi nada. No se enseña en las escuelas y no surge en la práctica. Yo mismo sé las Tres Leyes y poca cosa más. El comandante Donahue ni siquiera pudo enumerar las Tres Leyes. Por el contrario, los sirianos, con una economía saturada de robots, deben de ser consumados maestros en todas las sutilezas concernientes a los robots.

»Ahora bien, ayer tarde y esta mañana he pasado un buen rato con un libro-película sobre robots que encontré en la biblioteca del proyecto. Por cierto, era el único libro que había sobre el tema. —¿Y qué? —inquirió Panner.

—Me he dado cuenta de que las Tres Leyes no son tan sencillas como cualquiera podría creer... Por cierto, sigamos adelante, podemos dar un repaso a los niveles de los motores mientras volvemos. —Empezó a recorrer el nivel inferior a medida que hablaba, mirando a su alrededor con penetrante interés. Lucky continuó:

—Por ejemplo, yo podría creer que sólo sería necesario dar una orden ridícula a cada hombre de la nave y observar si la obedecía o no. En realidad, lo creía así. Pero esto no es necesariamente cierto. Es teóricamente posible ajustar el cerebro positrónico de un robot para no obedecer más órdenes que las pertenecientes a su deber. Las órdenes que sean contrarias a estos deberes o irrelevantes sólo son obedecidas cuando van precedidas de ciertas palabras que actúan como un código o tras la identificación de la persona que da las órdenes. De este modo, un robot puede ser controlado por sus supervisores siendo insensible a los desconocidos.

Panner, que había apoyado las manos en los asideros que les ayudarían a subir al nivel superior, las dejó caer. Se volvió para enfrentarse con Lucky.

—¿Se refiere a que no significó nada el hecho de que me negara a quitarme la camisa cuando usted me lo ordenó? —preguntó.

—Digo que podría no haber significado nada, doctor Panner, ya que quitarse la camisa en aquel momento no formaba parte de sus deberes regulares, y mi orden pudo no estar formulada del modo apropiado.

—¿Entonces me acusa de ser un robot?

—No. No es probable que lo sea. Los sirianos, al escoger a algún miembro del proyecto para sustituirlo por un robot, dudo que escogieran al ingeniero jefe. Para que el robot hiciera debidamente su trabajo, tendría que saber tanto del sistema Agrav que los sirianos no podrían suministrarle la información. O, en el caso de que pudieran, no necesitarían un espía.

—Gracias —dijo agriamente Panner, agarrándose otra vez a los asideros; pero la voz de Bigman le inmovilizó.

—¡Tranquilo, Panner! —El pequeño marciano empuñaba la pistola de aguja. Dijo—: Espera un momento, Lucky. ¿Cómo sabemos que sus conocimientos sobre la Agrav son tan amplios? Lo estamos suponiendo. Nunca nos lo ha demostrado. Cuando la Luna joviana cambió a Agrav, ¿dónde estaba él? Sentado cómodamente en su habitación con nosotros, allí es donde estaba.

—Yo también lo había pensado, Bigman —dijo Lucky—, y ésta es una de las razones por las que he traído a Panner hasta aquí. Es evidente que está familiarizado con los motores. Le he observado mientras lo inspeccionaba todo y no habría podido hacerlo con tanta seguridad si no fuese un experto en la materia. —¿Le basta con eso, marciano? —inquirió Panner con mal disimulada cólera. Bigman apartó la pistola de aguja, y sin más palabras Panner se encaramó por la escalerilla. Se detuvieron un momento en el siguiente nivel, para examinarlo de nuevo.

—Muy bien —dijo Panner—, tenemos a once hombres sospechosos: dos oficiales del Ejército, cuatro ingenieros, y cuatro obreros. ¿Qué propone que hagamos? ¿Mirarlos por rayos X uno a uno? ¿Algo por el estilo?

Lucky meneó la cabeza.

—Es demasiado arriesgado. Al parecer, se sabe que los sirianos usan un pequeño truco con el fin de protegerse. Se sabe que utilizan robots para llevar recados o hacer cosas que el individuo que da las órdenes desea mantener en secreto. Ahora bien, resulta evidente que un robot no puede mantener un secreto si un ser humano le pide, del modo adecuado, que lo revele. Entonces, lo que hacen los sirianos es instalar un aparato explosivo dentro del robot, que es accionado por cualquier tentativa de forzar al robot a revelar el secreto. —¿Quiere decir que si somete a un robot a rayos X, éste explotaría?

—Es muy posible que lo hiciera. Su mayor secreto es su identidad, y podría ser eliminado por cualquier tentativa de descubrir su identidad que los sirianos hubieran podido imaginar. —Lucky añadió con pesar—: No habían contado con una V-rana; no había medio de defenderlo contra ella. Tuvieron que ordenar al robot que matara a la V-rana. Claro que esto fue preferible, ya que mantuvo al robot con vida. —¿Acaso no dañaría el robot a los seres humanos que estuvieran cerca de él cuando explotara? ¿No sería eso infringir la Primera Ley? —preguntó Panner con cierto sarcasmo.

—No lo sería. Él no tendría ningún control sobre la explosión. Ésta sobrevendría como resultado del sonido de una pregunta determinada o la vista de una acción determinada, no como resultado de algo que el robot pudiera hacer.

Se encaramaron hasta el nivel superior.

—Entonces, ¿qué piensa hacer, consejero? —inquirió Panner.

—No lo sé —contestó francamente Lucky—. El robot tiene que estar hecho de modo que se traicione de alguna forma. Las Tres Leyes, aunque modificadas y disfrazadas, deben conservarse. Sólo es cuestión de estar suficientemente familiarizado con los robots para sacar provecho de esas leyes. Si supiera cómo inducir al robot a alguna acción que demostrara que no es humano sin activar ningún dispositivo explosivo con el que pudiera estar equipado; si pudiera valerme de las Tres Leyes para enfrentarlas una contra otra de tal modo que paralizara a la criatura completamente; si... Panner interrumpió con impaciencia:

—Bueno, si espera que yo le ayude, consejero, espera un imposible. Ya le he dicho que no sé nada de robots. —Dio media vuelta en redondo—. ¿Qué ha sido eso? Bigman también miró a su alrededor. —No he oído nada.

Panner les apartó sin más explicaciones, empequeñecido por el tubo de metal que había a ambos lados. Había ido casi tan lejos como era posible, seguido por los otros dos, cuando murmuró: —Alguien debe de haberse escondido entre los rectificadores. Déjenme pasar.

Lucky contempló, con el ceño fruncido, lo que constituía una selva de cables retorcidos que los encerraba en un callejón sin salida. —Para mí está muy claro —dijo Lucky.

—Podemos comprobarlo para estar seguros —dijo Panner con ansiedad. Había abierto un panel en la pared más cercana, y estaba manipulando cautelosamente en el interior, mientras miraba por encima del hombro. —No se muevan —dijo.

—No ha ocurrido nada. Ahí no hay nada —dijo Bigman irritadamente. Panner se tranquilizó.

—Ya lo sé. Les he pedido que no se muevan porque no quería perder un brazo al establecer la fuerza de campo.

—¿Qué fuerza de campo?

—He puesto un campo de fuerza en cortocircuito a lo largo del pasillo. No podrían moverse en él, de igual modo que si estuvieran enfundados en sólido acero de noventa centímetros de grosor.

—¡Arenas de Marte, Lucky, él es el robot! —exclamó Bigman. Hizo un ademán de llevarse la mano a la cintura.

Panner se apresuró a gritar:

—No saque la pistola de aguja. Máteme y ¿cómo saldrán de aquí? —Les miró fijamente, con los ojos echando chispas, y los anchos hombros doblados—. Recuerden: la energía puede atravesar un campo de fuerza, pero la materia no puede, ni siquiera las moléculas del aire. Están herméticamente cerrados en este lugar. Máteme y se asfixiarán mucho antes de que cualquiera les descubra aquí. —He dicho que él era el robot —aseveró Bigman con desesperación. Panner soltó una carcajada.

—Está usted equivocado. Yo no soy el robot; pero si hay uno, yo sé quién es.

11 BAJANDO POR LA LÍNEA DE LUNAS

—¿Quién? —preguntó inmediatamente Bigman.

Pero fue Lucky el que contestó:

—Al parecer cree que es uno de nosotros.

—¡Gracias! —dijo Panner—. ¿Cómo piensa explicarlo? Ha mencionado a polizones; ha hablado de gente que no ha reparado en medios para embarcar en la Luna Joviana. ¡Hable de desfachatez! ¿No hay dos personas que no repararon en medios para embarcar? ¿Acaso no fui testigo del proceso yo mismo? ¡Ustedes dos!

—Es verdad —dijo Lucky.

—Y me han traído aquí para inspeccionar hasta el último centímetro de la nave. Han intentado distraerme con historias de robots esperando que no me fijara en que examinan la nave con microscopio. —Tenemos derecho a hacerlo —replicó Bigman—. ¡Éste es Lucky Starr!

—Él dice que es Lucky Starr. Si es miembro del Consejo de Ciencias, puede demostrarlo y sabrá cómo hacerlo. Si yo tuviera un poco de sentido común, les habría pedido la identificación antes de dejarles bajar. —Todavía no es demasiado tarde —dijo tranquilamente Lucky—. ¿Ve bien desde esa distancia? —Levantó un brazo, con la palma hacia delante, y se subió la manga. —No pienso acercarme —dijo airadamente Panner.

Lucky no contestó. Dejó que su muñeca contara la historia. La piel que recubría la superficie interior de su muñeca parecía simplemente piel, pero años atrás había sido tratada con hormonas de forma extremadamente complicada. Respondiendo nada más que a un disciplinado esfuerzo de voluntad de Lucky, una mancha ovalada de la muñeca se oscureció y fue volviéndose negra. En su interior, diminutas partículas amarillas formaban el conocido dibujo de la Osa Mayor y Orión.

Panner se quedó sin aliento, como si todo rastro de aire se hubiera retirado de sus pulmones. Pocos seres humanos tenían la ocasión de ver este signo del Consejo, pero desde su más tierna edad sabían lo que era... la identificación terminante e imposible de falsificar de un consejero de Ciencias.

Panner no tenía alternativa. Silenciosamente, de mala gana, desconectó el campo de fuerza y dio un paso atrás.

Bigman estalló, furioso: —Tendría que retorcerle el pescuezo, animal... Lucky se interpuso.

—Olvídalo, Bigman. Tiene tanto derecho a sospechar de nosotros como nosotros de él. Tranquilízate. Panner se encogió de hombros. —Parecía lógico.

—Admito que así era. Creo que ahora ya podemos confiar el uno en el otro.

—En usted, quizá —dijo sarcásticamente el ingeniero jefe—. Usted se ha identificado. ¿Qué hay de este bocazas que le acompaña? ¿Quién va a identificarle?

Bigman protestó incoherentemente y Lucky se interpuso entre los dos.

—Yo le identifico y acepto toda la responsabilidad... Ahora propongo que regresemos a los camarotes antes de que organicen una partida de búsqueda. Todo lo que ha tenido lugar aquí, como puede suponer, es confidencial.

Entonces, como si nada hubiese ocurrido, reanudaron el ascenso.

La habitación que les había sido asignada incluía una litera y un lavabo, del cual podía extraerse un pequeño chorro de agua. Nada más. Incluso los reducidos y espartanos camarotes de la Shooting Starr eran lujosos comparados con aquél.

Bigman se sentó con las piernas cruzadas en la cama superior, mientras Lucky se mojaba el cuello y los hombros. Hablaban en susurros, conscientes de los oídos que podían estar a la escucha al otro lado de las paredes.

—Escucha, Lucky —dijo Bigman—, ¿qué te parece si me enfrento a cada una de las personas que hay a bordo; quiero decir, a cada una de las diez que aún son sospechosas? ¿Y si provoco deliberadamente una pelea con cada uno de ellos, les llamo unas cuantas cosas y demás? ¿No resultaría que el tipo que no me diera un puñetazo sería el robot?

—De ningún modo. Podría no querer romper la disciplina de a bordo, o podría saber lo hábil que eres con la pistola de aguja, o podría no querer enfrentarse con el Consejo de Ciencias, o simplemente podría no gustarle pegar a un hombre más pequeño que él.

—Oh, vamos, Lucky. —Bigman guardó silencio durante un minuto, y después dijo cautelosamente—: He estado pensando. ¿Cómo puedes estar seguro de que el robot se encuentra en la nave? Yo sigo pensando que continúa en Júpiter Nueve. Es posible.

—Ya sé que es posible, pero estoy seguro de que el robot se encuentra en la nave. Eso es todo. Estoy seguro y no sé por qué estoy tan seguro —dijo Lucky, con mirada pensativa. Se apoyó en la cama y empezó a darse golpecitos en los dientes con uno de los nudillos—. El día que aterrizamos en Júpiter Nueve sucedió una cosa. —¿Qué?

—¡Si lo supiera! Lo había recordado; sabía lo que era, o así lo creí, justo antes de dormirme aquella noche, y lo olvidé. No he podido recordarlo. Si estuviese en la Tierra, me sometería a una prueba psicológica. ¡Gran Galaxia, claro que lo haría!

»Lo he intentado todo. He pensado intensamente, no he pensado en nada. Cuando estábamos con Panner en los niveles de los motores, hice otra tentativa. Pensé que si discutía la cuestión a fondo, era posible que me acordara. No fue así.

»Pero es igual. Debe de ser a causa de esto que no recuerdo por qué estoy tan seguro de que el robot se encuentra a bordo. He hecho la deducción subconscientemente. Si recordara alguna cosa, estaría todo solucionado. ¡Sólo alguna cosa! Parecía al borde de la desesperación.

Bigman no había visto nunca a Lucky con aquella mirada de impotencia. Dijo, preocupado: —Oye, será mejor que durmamos un poco. —Sí, será mejor.

Minutos después, en la oscuridad, Bigman susurró:

—Oye, Lucky, ¿por qué estás tan seguro de que el robot no soy yo?

Lucky susurró a su vez:

—Porque los sirianos no habrían podido hacer un robot tan feo. —Y alzó el codo para esquivar el golpe de la almohada de Bigman.

Transcurrieron los días. A medio camino de Júpiter, pasaron el más interior y escasamente poblado cinturón de lunas pequeñas, de las cuales sólo la Seis, Siete y Diez estaban numeradas. Júpiter Siete parecía una rutilante estrella, pero las demás estaban demasiado lejos para mezclarse en el telón de fondo de las constelaciones.

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