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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

L'auberge. Un hostal en los Pirineos (21 page)

Después de quitarse el abrigo y el gorro, con los rizos desparramados en todas direcciones, corrió hacia la mesa y se sentó al lado de Lorna. La gata se apresuró a saltar a su regazo.

—¿Ha comido antes este pastel de Reyes? —preguntó a Lorna.

Como ésta respondió con una negativa, Chloé se puso a explicar la tradición esforzándose por usar un francés muy sencillo. Paul no le prestó ninguna atención, no obstante, porque estaba ocupado pensando la manera de salir de aquel trance sin quedar como un maleducado.

Stephanie cortó el primer pedazo y lo colocó justo delante de Lorna, que todavía escuchaba a Chloé. Después cortó otra ración.

—Y para usted, Paul… —dijo, hablando en francés para que la entendiera Chloé.

Paul levantó la palma de la mano y sacudió la cabeza.

—¡Lo tiene que probaggg! Es la tgggadissión —insistió ella.

—Es que como mucho a mediodía —adujo Paul, dándose una palmada al estómago—. No tengo hambre.

Lorna lanzó a Paul una mirada de burlona duda, pero no dijo nada, mientras Chloé lo observaba con incredulidad.

—Bueno. ¡Usted se lo pierde! —contestó Stephanie antes de pasar el plato a Chloé, que lo aceptó agradecida, desconcertada todavía por la actitud de Paul.

¿Cómo podía negarse alguien a comer el pastel de Reyes? ¿Acaso estaba loco? Entonces se acordó de repente de la última vez que habían comido un pastel juntos.

¡Claro! ¡Creía que su madre había preparado el pastel!

Aguardó hasta que Lorna y Stephanie se enfrascaron en animada conversación y entonces indicó por señas a Paul que acercara la cabeza a fin de poder susurrarle al oído.

—No se preocupe —musitó—. ¡Mamá no ha hecho el pastel! Lo hemos comprado en la panadería de Seix.

Paul miró a Chloé y después posó la vista en el pastel.

—¿De verdad?

La niña asintió con ojos danzarines mientras se apoyaba en el respaldo. Paul le correspondió con una sonrisa. Aquello suponía una gran diferencia.

—Ehmm… Stephanie. He cambiado de idea —anunció, señalando el resto del pastel mientras Chloé contenía una risita—. ¿Podría comer un poco?

Stephanie tomó el cuchillo con una tenue sonrisa de complicidad en la cara.

—Creía que estabas harto —señaló Lorna cuando Paul aceptó con ganas su plato.

—Sí —respondió él antes de tomar un gran bocado que acompañó con un guiño dirigido a Chloé—. Pero de repente me ha vuelto el apetiiitoooo.

Paul paró de masticar. Muy pálido, se puso los dedos en la boca y sacó un objeto pequeño y duro con el que estuvo a punto de partirse una muela.

—¡Le ha tocado! —chilló Chloé, haciendo bajar sin contemplaciones a la gata de su regazo para ir a buscar algo en el bolso de Stephanie—. ¡No me lo puedo creer, no iba a comer nada y ahora le ha tocado!

—¿Tocado qué? —preguntó Paul, contemplando con perplejidad la figurilla de cerámica de Mickey Mouse que tenía en la mano.

—La
fève
. Ha encontgggado la
fève
. Siempggge está escondida en la
galette des Rois
—explicó Stephanie con una gran sonrisa—. Chloé le ha dicho que yo no he hecho el pastel, ¿vegggdad? Pegggo no le ha hablado de la
fève
, ¿eh?

—Un momento —intervino Lorna con tono de incredulidad—. ¿O sea, que no querías el pastel porque pensabas que lo había preparado Stephanie?

Stephanie se echó a reír a carcajadas viendo como Paul tenía el detalle de ruborizarse.

—¡No pasa nada! —aseguró, adelantándose para que no tuviera que disculparse—. Lo entiendo muy bien. ¡Soy un desastggge cocinando!

Paul recibió con expresión contrita la corona de cartón que Chloé le colocó con gran ceremonia en la cabeza.

—¡Es el rey del día! —declaró—. Se supone que encontrar la
fève
trae suerte.

—Pues brindemos por que así sea —dijo Paul, ajustándose la corona y levantando la taza de té—. Ya sería hora de que nos sonriera la suerte.

Véronique estaba de un humor de perros. Los seis días en el hospital con una pierna y varias costillas rotas y una posible hipotermia la habían dejado con una sensación de tremendo cansancio y una gran irritación. Era imposible estar tranquila y en paz con aquel incesante trajín en la sala. Para colmo, la anciana de la cama de al lado no paraba de hacer calceta y el continuo
clic clic
de las agujas le ponía los nervios de punta.

Aún la martirizaba más el insoportable picor de la pierna recubierta de la gruesa capa de yeso. La estaba sacando de quicio. Era peor que el dolor en las costillas. Había probado a mover los dedos de los pies para aliviar la comezón e incluso a retorcer la escayola. Aquello le había dolido, y mucho, pero el picor había continuado, recorriéndole la piel como un ejército de hormigas hasta que le dieron ganas de arrancarse la pierna con tal de que parase.

Finalmente tuvo una idea genial: le pediría una aguja de punto a la anciana de al lado y con eso mataría de un solo tiro dos factores de irritación.

Pero se le había quedado atascada.

La había introducido más y más adentro, tratando de satisfacer sus ansias de rascarse, hasta que la cabeza quedó demasiado lejos para poder rodearla con los dedos y tirar de ella. Seguro que le iba a acabar bloqueando la circulación de la sangre en la pierna y después quizá tendrían que amputársela. Todo por un picor que no podía aliviar y que le había causado una tortura peor que una urticaria de las graves.

Para acabar de arreglar las cosas, su vecina seguía haciendo entrechocar sus agujas, utilizando por lo visto unas de repuesto. Debía de haber previsto la eventualidad de que alguna idiota de la cama de al lado decidiera perderle una debajo del yeso.

Véronique volvió a subirse el pantalón del pijama y se echó contra las almohadas. El lacerante dolor del costado le recordó entonces que no debía realizar movimientos bruscos. Se sintió tan desgraciada que cerró con fuerza los párpados para impedir que le desbordaran las lágrimas.

Como si el picor en la pierna fuera el peor de sus problemas… Cuando el médico le dijo que podía irse a casa ese día, tuvo que contener una sarcástica carcajada.

¿A casa? Ella ya no tenía casa. Todo cuanto poseía se había quemado en el incendio, a excepción de la ropa que llevaba puesta cuando salió: un suéter, una camiseta y la ropa interior. Como habían tenido que cortarle los pantalones para atenderle la pierna, ni siquiera tenía una muda completa. Iba a tener que salir del hospital en el enorme pijama que le había comprado su madre a fin de que pudiera ponérselo con la escayola.

Luego estaba la cuestión de adónde iba a ir. La casa de su madre no era una opción, puesto que había quedado inhabitable a causa de la tormenta, con una parte del tejado arrancada y daños estructurales en una pared. Su madre se iba a quedar allí, por supuesto, ya que era demasiado testaruda para trasladarse a otro lugar mientras se efectuaban las obras. Pero ella, con la pierna rota, era otro asunto.

Por eso, entre tanto se evaluaba el alcance de los desperfectos causados por el fuego en su apartamento, que era de propiedad municipal, y se emprendían los arreglos necesarios, la iban a mandar como una refugiada a casa de Josette. Ni siquiera tenía equipaje que llevar consigo.

Trató de sobreponerse, diciéndose que debería estar más agradecida por la generosa oferta de alojamiento de Josette.

Pese a sus esfuerzos, el desánimo la ganó, haciendo asomar una lágrima entre sus ojos cerrados.

—¿Vérrronique? Nopashhhanadacarrriño. Todoshhearrreglarrrá.

Una encallecida mano se posó sobre la suya, crispada en torno a la colcha, en una inusual manifestación de afecto que amenazó con derribar del todo su pudor.

Tras enjugarse los restos de lágrimas, abrió los ojos con una sonrisa torcida.


Bonjour, Maman
.

Annie le sonrió a su vez y le dio una palmada en la cabeza.

—Essshoessshtámejorrr. Nohayquellorrrarrrniña. Essshssshólolapierrrnarrrota. Todolodemásssh…

Agitó el aire con un manotazo, para expresar la opinión que le merecían las posesiones materiales.

—Ya lo sé, mamá. Debería alegrarme de estar viva. Y me alegro…

Véronique calló, planteándose una vez más lo que podría haber ocurrido si no hubiera ido a la iglesia. Cada vez que lo pensaba se le encogía el corazón. Instintivamente, se llevó la mano a la cruz que pendía de su cuello.

—¿Qué? ¿Essshtássshapuntoparrrairrrte? —prosiguió Annie con tono brusco, como si tampoco ella quisiera pensar en horrendas alternativas.

Véronique asintió con la cabeza, señalando a su vecina.

—¡Será un placer irme bien lejos de esas infernales agujas de calceta! —murmuró. Entonces se acordó—. Mamá, ¿no llevarás encima el cuchillo de caza?

Annie se metió la mano en el bolsillo y sacó un pequeño cuchillo de mango de hueso provisto de una hoja de aspecto letal. Luego enarcó las cejas, mirando de reojo a la anciana de al lado.

—¡No, no es para eso! —contestó Véronique, riendo por primera vez ese día mientras se esforzaba por levantarse de la cama sin intensificar el dolor—. Es para esto.

Ya de pie, apoyada en la pierna sana, se dispuso a bajarse el pantalón del pijama.

¡Maldito parking! Después de dejar a Annie en la entrada del hospital, Christian había dado vueltas y más vueltas buscando en vano un espacio, hasta que al final tuvo que dejar el Panda en la ladera contigua, lejos del edificio principal. Si fallaban los frenos, el coche se iría rodando por la pronunciada pendiente para acabar aterrizando en pleno St. Girons.

Tampoco sería algo malo, teniendo en cuenta que estaba asegurado.

Cambiando de mano el regalo envuelto con un abigarrado papel, Christian franqueó la puerta principal, pasó frente a la recepción y tomó el pasillo que conducía a la sala donde se encontraba Véronique. Estaba contento de que saliera de aquel lugar. Él nunca se sentía a gusto en los hospitales. Con su corpulencia y su torpeza, siempre estaba a punto de derribar alguna máquina o chocar con algún artefacto. Además, detestaba el olor y la artificial calma que reinaban allí. No se oían trinos de pájaros, ni ruido de esquilas, ni se sentía el viento en la cara.

Con la cabeza llena de imágenes de las montañas, Christian dobló despreocupadamente la esquina y traspuso la puerta de la habitación, donde Véronique se encontraba de espaldas a él.

Con el pantalón del pijama bajado y el trasero al desnudo.

Apabullado por la visión de sus redondeadas nalgas, soltó el regalo, que cayó con estrépito al suelo.

Véronique se volvió al instante y lanzó un grito de sorpresa.

—¡Sal! —chilló, subiéndose precipitadamente el pijama mientras Christian retrocedía dando traspiés. Miró mortificada a Annie, que seguía con el cuchillo preparado, con un asomo de perplejidad en la cara—. ¡Podrías haberme dicho que iba a venir! —le espetó.

—Túnomelohassshprrreguntado —replicó Annie—. ¿Yahorrraquierrressshquetessshaquelaagujaono?

Cuando al cabo de unos minutos Annie abrió la puerta con la aguja de punto en la mano, Christian no se había movido lo más mínimo. Ni siquiera había pestañeado.

—Crrreoquelasssheñorrrassshehacalmado. Ssshepuedeentrrrarrrssshinpeligrrro.

—¿Eh? ¿Qué?

Christian parpadeó despacio, como quien sale de un estado de coma, y se frotó los ojos. Tenía la mirada algo desenfocada, a causa de la multitud de culos que danzaban en su retina.

Entró en la sala arrastrando los pies y, con la vista pegada en el suelo, dirigió la palabra a Véronique. Ésta, sentada en la cama con las mejillas enrojecidas, hacía como que miraba por la ventana.

—Perdona por…

—Ni se te ocurra hablar de eso. ¡Ni ahora ni nunca!

Ante la mordacidad de la respuesta, Christian asintió mansamente, agachando aún más la cabeza. Annie se apiadó de él e intervino para cambiar de tema.

—¿Yquéessshesssho? —preguntó, señalando el voluminoso regalo que había quedado abandonado en el suelo.

—Ah, sí.

Christian miró apesadumbrado el paquete. Aunque lo recogió con cuidado, el ruido de la cerámica confirmó sus sospechas.

—Es un regalo —dijo, colocándolo en la cama de al lado de la de Véronique, con la cara vuelta hacia un lado, todavía incapaz de mirarla de frente—, pero creo que se ha roto.

Lamentando haberle hablado con tanta aspereza, Véronique le dio las gracias en voz baja y comenzó a retirar la cinta, contenta de disponer de aquel motivo de distracción. Al retirar el envoltorio emitió una exclamación. Christian no alcanzó a discernir si era de alegría o de asombro.

—¡Mierda! —gimió él al ver la estatua de santa Germaine que yacía, hecha añicos, en el abigarrado papel—. ¡Qué idiota soy! Le volví a pegar la cabeza y se veía bien, pero ahora parece… parece…

—¿LanoviadeFrrrankessshtein? —sugirió Annie.

Annie tenía razón. La pobre santa Germaine tenía un aspecto horroroso. Christian había pasado una eternidad tratando de recomponer la estatua pero, a pesar de sus esfuerzos, en el cuello había quedado una evidente cicatriz y la piel presentaba irregularidades de color porque no había logrado encontrar el mismo matiz exacto de pintura. La apariencia gótica general se había visto agudizada por aquel reciente accidente. El cordero que tenía a sus pies se había partido por la mitad con el impacto y el bastón y una buena parte del brazo habían quedado con un ángulo de inclinación incoherente con el resto del cuerpo.

—Perdona. Yo pensé… —farfulló— que como ella te salvó un poco la vida y el cura la iba a tirar… pues… la reparé. Aunque ahora mismo… —Apuntó con desánimo hacia el cielo, sin atreverse a mencionar la causa del accidente—. Puedo intentar recomponerla otra vez. Si tú quieres, claro.

Véronique lo miró a la cara sonriendo y le dio un apretón en el brazo.

—Gracias. Estaría encantada —aseguró con un nudo en la garganta provocado por las lágrimas que había estado reprimiendo toda la mañana—. Es un detalle muy bonito, sobre todo viniendo de alguien que no cree en los santos. Y perdona que te haya hecho dejarla caer. —Se agachó y envolvió con tierno gesto la santa rota en el papel—. Ahora mismo —prosiguió con un tono ligero con el que enmascaraba la emoción—, es lo único que poseo. Muchas gracias, Christian.

Se puso en pie con dificultad y le dio un beso en la mejilla que lo hizo toser con incomodidad.

—¡Bueno! —intervino Annie—. ¡Tendrrremossshqueirrrnossshantessshdequealasssheñorrraledéunataque!

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