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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

L'auberge. Un hostal en los Pirineos (20 page)

—¡Véronique! —gritó, esforzándose por levantarse mientras René y Josette trataban de impedírselo.

—Para, Christian —le rogó Stephanie—. Para, por favor. Es inútil.

De improviso Christian se quedó quieto. Ya fuera porque reparó en el telón de fondo de llamas o en las lágrimas que asomaban a los ojos de Stephanie, lo cierto es que se plegó y hundió la cabeza en el pecho, cubriéndose la cara con sus grandes manos. Haciéndose cargo de la enormidad de lo sucedido, dejó escapar un quedo gemido.

Véronique estaba muerta.

¿Cómo iba a darle la noticia a Annie?

Ya sin ánimo para forcejeos, se puso en pie y se apoyó contra la pared del cementerio, aturdido, sin ver realmente lo que tenía ante sí. Además, parecía que los oídos querían gastarle una broma.

¿Qué era eso?

Al volver la cara hacia el viento, que había cambiado de dirección, volvió a oírlo.

Advirtió que Stephanie también se giraba y ladeaba la cabeza como si estuviera escuchando algo.

Lo volvió a oír, quedo pero discernible.

—Christiannnnnnnnn, ¡ayúdameeeeee!

Era la voz de Véronique, que le llegaba de ultratumba.

—¿Has oído eso? —susurró a Stephanie con el vello erizado—. ¡Es Véronique! Me está llamando desde… desde…

—¡Desde la iglesia! ¡Viene de la iglesia!

—¿Cómo…? ¿Quieres decir que…?

—¡Véronique! —gritó Stephanie—. ¡No está en su casa! ¡Está en la iglesia!

Echó a correr por el cementerio, seguida de Christian y René. Al entrar atropelladamente en el templo, con la luz de la oficina de correos incendiada, alcanzaron a distinguir al fondo dos figuras que yacían juntas en el suelo. Y si Christian no andaba equivocado, a la más pequeña le faltaba la cabeza.

—¡Sí que habéis tardado! —murmuró la que estaba debajo, que aún tenía la cabeza intacta.

—¡Véronique! —exclamó Christian, aliviado.

Sin saber si echarse a reír o a llorar, se puso de rodillas y apartó con cuidado la decapitada estatua de santa Germaine.

—La pierna —murmuró Véronique con patente dolor—. Creo que me la he roto.

—Llamaré a una ambulancia —dijo René, sacando el móvil.

Luego salió afuera para tener mejor cobertura justo cuando llegaban Josette y varias personas más.

—Nos tenías preocupados —bromeó Christian con voz algo temblorosa mientras se quitaba el abrigo para ponerlo encima de Véronique.

Ella respondió con un bufido.

—Vaya… ¿Y ahora no me vas a regañar por estar en la iglesia cuando debería haberme quedado tranquilamente en casa? —susurró. Después echó atrás la cabeza y continuó con voz más débil—. No es normal en ti. ¿No estarás perdiendo… tus principios socialistas?

—Será eso —murmuró Christian mientras ella se desmayaba.

Stephanie y Josette cruzaron la mirada con Christian y él sacudió levemente la cabeza. Todos sabían que la dedicación que tenía Véronique por la iglesia le había salvado la vida. No había, sin embargo, necesidad de decirle que su apartamento se había quemado por completo y que se había quedado sin nada. Ya habría tiempo para eso cuando la tormenta hubiera pasado y se hubieran calmado las cosas.

Por el momento era reconfortante saber que estaba viva.

Cuando las destellantes luces azules de la ambulancia se alejaron de la iglesia, la tormenta casi había cesado en el municipio de Fogas. Casi, pero no del todo.

Más arriba de los valles encajados entre las montañas, el viento estaba concentrando fuerzas para una embestida final. Las nubes se revolvían y agitaban en el cielo mientras el vendaval se preparaba para descargar su ira sobre los pueblos de abajo.

Primero se abatió sobre Picarets, volcando mobiliario de jardín y tiestos, y arrancando un plástico de invernadero cuyas plantas dejó arrasadas. Pasó rugiendo sobre las casas, retorciendo antenas parabólicas y de todo tipo antes de encañonarse en el valle siguiendo el bosque para abalanzarse sobre la solitaria granja, donde hizo temblequear las losas de pizarra del tejado, desalojó algunas piedras de la pared y torció las planchas metálicas situadas al lado del corral.

Desde allí se precipitó sobre La Rivière, aullando a su paso por el río, haciendo golpetear las tejas, arrancando los postigos mal asegurados, partiendo ramas de los árboles y destrozando el árbol de Navidad del Ayuntamiento. Albergando en el eje del torbellino el humo del fuego ya casi apagado, la tormenta saltó sobre las últimas casas e inició el ascenso por la ladera, donde adquirió una violencia huracanada.

Subió y subió, desarraigando árboles y segando postes de telégrafo y de la luz, cuyos cables quedaron enmarañados en el suelo. Por fin llegó a la cresta y se abatió sobre Fogas, donde arrojó sobre los coches las losas de pizarra de los tejados, causando destrozos y arañazos en los parabrisas y la carrocería. Siguió aullando el curso de la carretera en dirección al Ayuntamiento, destruyendo chimeneas y demoliendo cobertizos, dejando tras de sí un reguero de devastación, hasta que por fin llegó al edificio anexo, donde la tormenta había pasado inadvertida a causa del ruido del generador y la estruendosa música rock and roll. Allí, justo cuando el viejo reloj comenzaba a dar las campanadas, el viento descendió con su último aliento y arrancó de cuajo el tejado de amianto, dejando desprotegidos a los ocupantes, que echaron a correr en busca de abrigo cual hormigas a quienes han desbaratado el hormiguero.

De ese modo terminó el temporal y comenzó el Año Nuevo.

Capítulo 12

—¿
A
sí que no tuviegggon ningún despegggfecto? ¿Nada de nada?

Paul sacudió la cabeza y señaló a través de la ventana del comedor el patio posterior, donde entre las largas sombras proyectadas por el sol del invierno Chloé perseguía a
Tomate
sorteando las ramas que cubrían el suelo.

—Sólo unas cuantas ramas que se le cayeron a ese viejo fresno y, claro, más agua de lluvia por las goteras del tejado. ¡Y ahora recibimos la cadena de Al Jazzera en el televisor! Nada grave.

—¡Tuviegggon suegggte! —exclamó Stephanie.

Paul guardó silencio, pese a su convencimiento de que habría facilitado mucho las cosas que el vendaval hubiera arrancado el tejado. De esa manera, la compañía de seguros habría costeado uno nuevo. Habría sido, con todo, una grosería ponerse a bromear sobre el asunto cuando en los tres pueblos casi todo el mundo había sufrido las consecuencias y muchos todavía estaban sin luz. Por lo que contaban, la cartera había estado a punto de perder la vida en el incendio que se había declarado en su piso. Las manchas de un techo y una antena parabólica retorcida no eran nada en comparación con eso.

—¿Y usted? —preguntó.

—El invegggnadegggo de las plantas… quedó totalmente destgggozado —reconoció Stephanie con cara larga—. Y también todas las plantas. —Se encogió de hombros, tratando de restarle importancia—. No es tan ggggave.

Y no lo era, si uno pensaba en lo que le había ocurrido a Véronique, que había perdido todas sus pertenencias y su casa. Stephanie tampoco había sufrido heridas ni contusiones como algunas de las personas que habían ido a la fiesta de Nochevieja. Y tampoco se había quedado sin corral ni había de lamentar destrozos considerables en su casa, como le sucedía a Annie Estaque. Aun así, para ella era como el fin del mundo.

Primero se había quedado sin el empleo en el hostal y ahora sus tentativas para sentar las bases de una nueva vida para ella y para su hija encajaban un retroceso de al menos dos años con la destrucción del invernadero y las plantas que albergaba.

Cuando llegó a casa el día de Año Nuevo después de recoger a Chloé en casa de los Dupuy, se le vino el mundo encima. Después de una dramática noche que culminó con un viaje al hospital acompañando a Véronique, al ver los deformados aros de metal y los jirones de plástico diseminados por el jardín con la débil luz del sol de la mañana se puso a llorar. Mayor desconsuelo le produjeron aún las plantas que, privadas de su protección, perecieron maltratadas por la lluvia y el viento.

Todo su trabajo había sido en vano. Volvía a encontrarse en el punto de partida, enseñando yoga a flatulentas señoras mayores y rezando para que se le presentara algo más.

Por esa razón se encontraba entonces en el hostal, para procurar que se le pudiera presentar algo más.


Bonjour
, Stephanie —la saludó Lorna al entrar en el comedor—.
Ça va?

Stephanie le dio un abrazo, sonriendo.

—¡En fgggranssés! Cada vez lo habla mejoggg. ¡Pgggonto ya no tendgggé que hablaggg en inglés!

Lorna se echó a reír al oír la exagerada alabanza.

—Bueno, yo no diría tanto, pero sí es verdad que nos esforzamos estudiándolo. Aunque ahora no estamos tan seguros sobre el futuro… —Lanzó una mirada a Paul mientras hablaba.

—Hemos pasado casi todas las fiestas intentando solucionar nuestra situación financiera —explicó él con una mueca—. ¡Las perspectivas no son buenas! Parece que la caldera y el depósito de gasoil van a costar mucho más de lo que pensábamos, y en cuanto al tejado…

Sin terminar la frase, alargó la mano hacia el montón de cartas que había en la mesa junto al ordenador.

—Aquí. Mire esto —dijo, entregándoselas a Stephanie.

—Es una bgggoma, ¿no? ¿Son de vegggdad?

Lorna asintió y Stephanie emitió un quedo silbido mientras seguía examinando los presupuestos que habían llegado por correo a lo largo de los días anteriores.

—¿Diess mil poggg una caldeggga y un depósito de gasoil? ¿Tgggeinta mil poggg un tejado? ¡Tendgggíamos que cambiaggg de tgggabajo!

—Pues como no sea robando un banco —prosiguió Paul—, no vemos la manera de poder permitírnoslo. Y si no podemos trabajar, no podremos pasar la inspección y no podremos abrir.

—Así que estamos pensando si no deberíamos vender el hostal —concluyó Lorna, abatiendo la cabeza mientras formulaba la difícil decisión a la que habían llegado.

—¡No! ¡No hay nessesidad de vendeggg! —exclamó Stephanie, dejándolos estupefactos—. Poggg eso he venido. ¡Paggga conseguigggles dinegggo!

Al cabo de una hora, Paul despegó la mirada del ordenador. Aunque le dolía la cabeza y se sentía embotado, aquella era la primera vez desde hacía mucho que la esperanza se manifestaba en su corazón. Parecía que Stephanie tenía razón.

—A ver si lo entiendo: ¿o sea, que podemos solicitar a la Cámara de Comercio subvenciones por las que nos concederán un tercio del dinero que necesitamos?

Stephanie confirmó con la cabeza.

—De modo que en ese caso, las mejoras que tenemos que realizar para pasar la inspección y volver a abrir el hostal costarían algo menos de siete mil euros.

—Sí.

—Bueno, eso parece un poco más aceptable.

Después de efectuar unas cuantas operaciones más en la calculadora, dejó escapar un silbido.

—Alcanzaríamos justo, teniendo en cuenta las otras facturas que tenemos que pagar a final de mes. Pero para poder optar a las subvenciones tenemos que transformarnos en
hôtel de tourisme
, ¿no es eso?

Stephanie volvió a confirmar con la cabeza.

—¡Lo cual representa otra inspección! —gruñó Lorna.

—Sí, pegggo no es tan… ¿cómo se disse, gggígida? —aseguró Stephanie—. No como la otggga.

—Bueno, tampoco nos pueden hacer nada peor si no la pasamos —señaló con una sonrisa Paul—. Ya estamos cerrados por orden del Ayuntamiento.

La carcajada de Lorna fue más que sarcástica, pero Stephanie se tomaba muy en serio la cuestión. Al fin y al cabo, estaban en Francia y ella sospechaba que sus amigos anglosajones no acababan de comprender la idiosincrasia de la burocracia francesa. Allí todo era posible dependiendo de la actuación de los funcionarios.

—Sí, nada —reiteró, para alivio de Paul y Lorna—. No pueden haceggg nada más.

—En ese caso —continuó Paul—, ¿para cuándo podemos organizar una inspección?

Stephanie se levantó para ir a descolgar el teléfono.

—¡Más vale haceggg las cosas en caliente! —anunció mientras empezaba a marcar.

Al cabo de unos segundos se puso a hablar a gran velocidad en francés.

—¡Ufff! No pierde el tiempo, ¿eh? —exclamó Paul cogiendo la mano de Lorna, con una voz donde de repente despuntaba el entusiasmo—. ¿Te das cuenta de que esto podría cambiarlo todo? ¡Si nos dan la subvención, podríamos cambiar la caldera y el depósito y abrir el hostal a tiempo para la temporada de caza! Entonces podríamos empezar a ahorrar para el tejado. —Lorna sonrió pero no dijo nada—. No pareces muy segura…

Ella se frotó la frente, como si quisiera borrar las preocupaciones.

—Es que no sé… Me da miedo hacerme ilusiones por si…

Paul le apretó la mano, sin necesidad de oír el final de la frase. Habían pasado unas semanas espantosas tratando de digerir las consecuencias de la otra inspección. Parecía paradójico cifrar sus esperanzas en otra más.

—¿El tgggesse? —los interrumpió Stephanie, tapando con la mano el auricular—. Paggga la inspecssión. ¿Va bien?

—¿El trece? ¿De enero?

—Sí. ¡Les he dicho que es uggggente!

Paul y Lorna se miraron con asombro. Faltaba sólo una semana. Lorna se encogió de hombros y asintió.

—De acuerdo —aceptó Paul mientras Stephanie volvía a hablar en francés para poner fin a la llamada.

—¡Jesús! —Lorna exhaló el aire contenido—. Esto va un poco deprisa.

—Mejor que quedarnos sentados sin hacer nada.

—¡Sí! Mejoggg que no hacer nada —convino Stephanie, que había oído el final del diálogo después de colgar el teléfono.

Se acercó a Lorna y le apoyó una mano en el hombro, con una expresión más sabia de la que cabía esperar por su edad.

—No preocupaggg, Logggna —le dijo mirándola a la cara con inusual intensidad—. Van a conseguiggg el dinegggo.

Durante una fracción de segundo, Lorna la creyó.

Stephanie le dio una palmada y echó atrás la cabellera como si se dispusiera a bailar.

—¡Y ahoggga —declaró con gesto dramático, alzando los brazos a la manera de un predicador—, hoy es el día de Rggeyes y hay que comeggg la
galette des Rois
!

Paul se puso muy pálido cuando Stephanie sacó del bolso un pastel, justo cuando Chloé y
Tomate
aparecieron precipitadamente en la sala dejando entrar una bocanada de aire frío.

—¿Es la hora de la
galette
, mamá? —preguntó la niña con entusiasmo.

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