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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

L'auberge. Un hostal en los Pirineos (18 page)

—En serio. Ven a calentarte y después, ¡te prometo que me podrás dar tantas bofetadas como quieras! —Se quitó el abrigo y la envolvió con él—. Vamos. Más vale no quedarnos aquí. ¡Ese idiota de Bernard volverá con su maldita máquina de un momento a otro y no quiero acabar como tú!

La risa surgió involuntariamente de la garganta de Stephanie, mientras se apoyaba en él y dejaba que la condujera del hombro hasta la tienda.

—¡Así que tu nombre aparecía en la carta de la inspección y ahora ella se ha quedado sin el trabajo! ¡No me extraña que te haya dado una bofetada!

—Tendría que haber pensado que era algo relacionado con el hostal. ¿Por qué, si no, iba a estar tan enfadada conmigo?

Véronique se ruborizó, poniendo de manifiesto cuál era la causa exacta que ella había sospechado.

—¿Pensabas que yo… con Stephanie? —Christian apuró el café y dejó con contundencia la taza en el plato—. Por si no fuera suficiente con mis padres, sólo me faltas tú.

—¿Hay algún problema con tus padres? —preguntó Josette mientras entraba en la tienda, cerrando la puerta del bar.

—Nada —murmuró Christian, pasándose la mano por el cabello—. ¿Cómo está Stephanie?

—Dormida. Dejaremos que descanse media hora y después la acompañas a casa. Está agotada, la pobre.

—De acuerdo. ¿Y Chloé?

—Está con mamá —dijo Véronique—. He conseguido comunicarme con ella por teléfono y ya vuelven a tener luz, así que por ahora está bien allí.

Christian asintió, todavía incapaz de mirar a Véronique a los ojos. Era curioso lo que le había afectado lo que pensara de él.

—Y entonces, ¿qué vamos a hacer? —planteó Josette, al tiempo que guardaba el paño de limpiar cristales en un cajón.

—No podemos hacer gran cosa —reconoció Christian con un suspiro—. El alcalde nos ha hecho quedar como unos idiotas enfrentándonos unos a otros, y ahora no se puede remediar.

—¡Tonterías!

El tono empleado por Josette hizo erguir el torso a Véronique y a Christian.

—Nos ha hecho pasar por idiotas, ¿y qué? ¿Vas a decirme que no somos capaces de encontrar una solución entre todos?

Christian tendió la mirada hacia el hostal, que volvía a ser visible tras la ventisca.

—No estoy seguro de si quiero ayudarlos —admitió, encarándose de nuevo a Josette—, después de lo de
Sarko
.

—No sabes seguro si fueron ellos —replicó Josette.

—No, pero varias personas los vieron bajando desde Picarets justo después de que se escapara y ahora sabemos que tenían un motivo. Según Stephanie, pensaban que yo era el culpable de que se hiciera la inspección.

Josette inclinó un poco la cabeza, reconociéndole una parte de razón.

—De acuerdo. Puede que ellos te echen la culpa por este embrollo, pero de eso no se desprende que ellos abrieran la puerta a
Sarko
.

—¿Y entonces quién fue?

—No lo sé —repuso Josette con un bufido de exasperación—. Lo único que sé es que esta situación puede acarrear una división de los habitantes del municipio. Tal como lo veo yo, la única manera de impedirlo es tratar de ayudarnos los unos a los otros.

—Pero incluso si quisiéramos ayudar, Josette, ¿dónde conseguiríamos el dinero que necesitan para volver a abrir el hostal? —planteó Véronique.

Como si hubiera topado con un obstáculo insuperable, Josette se desanimó y la energía que le circulaba por primera vez desde hacía días por la sangre se esfumó en el acto.

Abatida, volvió al bar a ver a Stephanie, que seguía dormida con la cabeza y los brazos apoyados en la mesa. Detrás de ella, Jacques le acariciaba el pelo, tal como solía hacerle a ella en sus primeros tiempos de casados. Sonriendo, se puso el dedo en la boca.

Qué absurdo, un fantasma que le reclamaba silencio, pensó casi a punto de echarse a reír.

Sacudiendo la cabeza, se acercó a la ventana.

El hostal seguía allí, cubierto de nieve, sin luces perceptibles en el interior.

Josette se apoyó en el frío vidrio, produciendo una mancha de vaho que enturbió la visión.

Se le ocurriría algo. Tenía que encontrar una solución.

En ese momento, aquello era lo único que la mantenía en pie.

Permaneció con la vista perdida hasta que la nieve comenzó a caer de nuevo, como una densa cortina abatida sobre el municipio que lo cortara en dos y que de nuevo volvía invisible el hostal tras uno de sus pliegues.

Capítulo 11

C
uando por fin cesaron las nevadas, los habitantes de Fogas se habían olvidado ya de la Navidad. Habían estado tan preocupados con el intermitente suministro de electricidad, el mal estado de las carreteras, la rápida disminución de sus reservas de leña y los peligros de toparse con Bernard montado en la quitanieves que aquella fecha tan especial pasó sin apenas celebración.

El árbol de Navidad municipal lo instalaban en el aparcamiento de delante del colmado una semana antes de lo habitual, decorado con unos cuantos lazos y una guirnalda de luces que el alcalde no encendía para no gastar. Ese año, sin embargo, el tiempo fue tan malo que Bernard cortó el primer pino que encontró en el bosque de al lado de Fogas, con lo cual resultó aun más desguarnecido que nunca, con unas finas y ralas ramas que brotaban desmayadas de un tronco esquelético.

El efecto era más bien patético.

Paul observó con malevolencia el árbol mientras regresaba al hostal e intentó mitigar su mal humor aspirando el aroma del pan recién horneado que llevaba. En realidad no le dio resultado, porque cuando llegó a la puerta, su estado de ánimo no era mejor que al marcharse.

El día de Navidad fue horroroso. Salieron a pasear, pero el mal tiempo los obligó a volver temprano, de modo que prepararon la cena intentando comportarse como si no se hallaran frente al abismo de la insolvencia. No era tarea fácil abstraerse de ello cuando el hostal permanecía cerrado por orden municipal, estaban rechazando reservas todos los días y hasta después de Año Nuevo no podían hacer nada para resolver el problema.

Paul efectuó un sinfín de llamadas a electricistas, fontaneros y constructores tratando de obtener presupuestos para las reformas que debían realizar, pero unas veces no respondía nadie y las otras le respondían que no había personal disponible hasta pasado Año Nuevo. Lo mismo ocurría con el Ayuntamiento y la Cámara de Comercio de Foix.

Parecía que todo el mundo estaba de vacaciones y pasándolo bien.

Todos excepto ellos.

La única persona de quien habían logrado una respuesta concreta fue del director del banco, y ésta fue una firme negativa. Dada la crisis económica, no había posibilidad de conseguir una ayuda financiera hasta que se hubiera anulado la orden de cierre y estuvieran en condiciones de poner el negocio en marcha. Sin recursos no había préstamo.

Paul cerró con un portazo y echó de inmediato el cerrojo.

Si el Ayuntamiento iba a ordenarle cerrar, cerrarían, y ya se podían ir al diablo todos los que querían usar el teléfono o dejar paquetes para que otros pasaran a recogerlos de camino, tal como habían hecho algunas personas. Como si el hostal fuera el centro de la comunidad o algo por el estilo.

Paul exhaló un suspiro y se apoyó contra la puerta mientras se disipaba su rabia. Sabía que no tenía razón achacando la culpa a todo el mundo.

Desde el otro lado de la oficina de correos llegaron los claros tañidos de las campanas que tocaban el ángelus. Ya eran las siete. Era Nochevieja. En Manchester estarían preparándose para salir con amigos; allí se enfrentaban a la perspectiva de pasar otra noche en casa en compañía de las cuentas.

Habían declinado una invitación de Stephanie para compartir con ella y Chloé una sencilla cena, simplemente porque en esos momentos estaban decaídos y no querían contagiar su mal humor a otros. Además, habían anunciado tormentas y si el techo del hostal iba a caerse, Paul consideraba que debían estar allí.

Se encaminó a la puerta, donde oyó que Lorna cocinaba salchichas y puré de patatas. No era una cena muy tradicional, pero aun así le encantaba. Aspiró el olor y luego quedó extrañado.

¿Qué diantre era aquel hedor? Olía como a carne podrida.

Abrió la puerta de la cocina y vio a Lorna pasando frenéticamente las páginas del diccionario de francés, con las gafas encima del puente de la nariz.

—¿Qué…?

Ella levantó una mano para reclamarle silencio mientras buscaba la página pertinente, dedicando alguna que otra ojeada a la etiqueta del paquete vacío de salchichas que tenía en la mano. Finalmente, cuando apoyó el dedo en el papel, emitió una maldición.

—¿Qué pasa?

Lorna se quitó las gafas y dirigió una airada mirada a las salchichas que se estaban friendo en la sartén.

—¡Asaduras!

—¿Y qué tiene eso de horrible?

—¡Asaduras! ¿Sabes esas bonitas salchichas de estilo Cumberland que compramos? Pues son de asaduras.

—¡¿Cómo?!

—En cuanto las he puesto en la sartén he visto que algo iba mal. —Apagó el fogón, asqueada—. ¡Maldita sea! ¡Por qué no puede salir bien ni una sola cosa!

Paul le cogió las manos, que tenía crispadas de rabia, y la atrajo hacia sí.

—Nos queda el puré de patatas —apuntó, procurando no inhalar el pestilente olor que emanaba de la cocina.

Lorna soltó un bufido encima de su hombro, que no supo si era de enojo o de hilaridad.

Aquélla era Nochevieja y por lo que a Paul respectaba, el año que empezaba no podía ser peor.

Stephanie volvió a dejar el vestido encima de la cama y escrutó de nuevo las profundidades de su armario. Allí estaba el problema: tenía mucha profundidad y muy poca ropa.

Unos cuantos vaqueros, un par de faldas, algunas blusas, un vestido y una americana; ahí acababa todo. Normalmente no le importaba demasiado, pero esa noche quería esmerarse, más que nada a modo de disculpa.

Habían transcurrido dos semanas desde que había perdido los estribos con Christian y cada vez que se acordaba de ello se sentía abochornada. Abofetearlo de ese modo delante de otras personas era un acto exagerado incluso para su fogoso temperamento, y más aún teniendo en cuenta todo lo que había hecho por ella y por Chloé desde que llegaron. Para acabar de empeorar el panorama, aquella misma noche se había encontrado el fuego encendido, leche en la nevera, pan en la mesa y la persiana suelta arreglada.

Se sentía fatal, tanto que por poco no había rehusado la invitación para pasar como siempre la velada de Nochevieja con los Dupuy. Ya era bastante sufrimiento tener que soportar una comida de nueve horas con foie gras, ostras y diversos platos de carne fría con una anfitriona que no acababa de entender el concepto de vegetarianismo… Normalmente el único aspecto positivo era que madame Dupuy compraba toda la comida preparada, de modo que todo lo que podía pasar por vegetal era al menos comestible y no carbonizado.

Ese año, sin embargo, tendría que estar sentada delante de Christian toda la noche, con lo mal que se había portado con él, y sentía bastante aprensión.

—¡Ay, ya está bien!

Impaciente con su propia indecisión, Stephanie sacó del armario una blusa floreada de color verde oscuro que había comprado dos años atrás en el mercado de St. Girons. Con unos vaqueros no quedaría mal.

Se apresuró a vestirse antes de que le diera por cambiar de opinión, sin dejar de mortificarse por sus patéticas dudas. Tampoco era que Christian estuviera interesado en ella o algo así; no le hacía falta su intuición de gitana para darse cuenta. Y por si no se hubiera percatado, le habría bastado con oír la reacción que había tenido con Véronique en la tienda cuando todos creían que estaba dormida; como si le hubiese horrorizado la mera alusión a que Stephanie fuera algo más que una amiga.

Sonrió con ironía al recordarlo. Un año atrás le habría molestado la forma en que Christian había respondido. Había oído los rumores que circulaban sobre ellos en el pueblo y en parte deseaba que hubieran sido ciertos. No obstante, a lo largo de los doce meses anteriores había acabado aceptando que el corazón de Christian Dupuy estaba volcado en otra parte. Lo curioso era que él no tenía la menor idea de dónde.

Ella, en cambio, sí lo sabía.

Sonrió frente al espejo y se alisó el pelo, que tenía aún más revuelto de lo habitual.

Sí, se llevaría un gran sobresalto cuando por fin despertara y se diera cuenta de dónde residía su futuro. Esa era una de las ventajas de tener sangre gitana, saber las cosas sin que nadie se las dijera, sentir cosas que nadie más captaba. Como aquella mano de anciano que le había acariciado la cabeza, liberándola de los nervios, mientras permanecía postrada en la mesa del bar, percibiendo el olor del fuego y los rancios aromas de bebidas consumidas hacía mucho mezcladas con el inconfundible perfume de una loción de afeitado que llevaba seis meses sin oler.

El ruido del carillón de bambú que agitó el viento en la puerta del jardín de atrás la devolvió al presente. A veces era estupendo ver más allá que los demás, reconoció mientras cogía las llaves del coche, dispuesta a marcharse.

—¡Estás muy guapa, mamá! —Chloé le dirigió una admirativa sonrisa desde el umbral antes de añadir con falso candor—: ¿No es esa la blusa que le gusta a Christian?

Stephanie observó a su hija, que ponía ojillos de pilla.

—¿Ah, sí? —respondió con fingida inocencia—. ¡No tenía ni idea!

La cantarina risa de Chloé resonó por la habitación y de improviso Stephanie se sintió totalmente superada por ella. Estaba claro que la influencia romaní también se había transmitido a la siguiente generación.

Annie Estaque no necesitaba de ninguna herencia de sangre exótica para percibir la inminencia de complicaciones. Le bastaba con mirar al cielo. Había subido hasta la cresta que se alzaba detrás de su casa y se encontraba allá en lo alto, con la cabeza echada hacia atrás para observar la frenética sucesión de las nubes azotadas por el viento. En otra ocasión la habría arrebatado la visión de las estrellas que aparecían y desaparecían con la velocidad de un parpadeo, pero ese día estaba demasiado concentrada interpretando el tiempo que se avecinaba.

La previsión no era buena.

La noche anterior, al ver asomarse la luna a través de una alta y algodonosa masa de nubes, ya supo que la tormenta estaba al llegar. El descenso del nivel de las nubes durante el día no había hecho más que confirmar su predicción. Ella no necesitaba la radio ni a la sofisticada mujer de la televisión con sus anuncios de código naranja para percibir la inminencia del peligro. Su padre la había enseñado bien, allí a su lado en esa misma cresta, señalando las diversas formas de las nubes de las que deducía el tiempo propicio para la siega o para la trashumancia.

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