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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

L'auberge. Un hostal en los Pirineos (22 page)

Ladeó la cabeza hacia la anciana de la cama de al lado, que los observaba con asombro a los tres, con las agujas suspendidas en el aire, intentando no perderse nada.

Por fin había parado de tejer.

Como si le hubieran quitado un peso de los hombros, Véronique se echó a reír de improviso, pese al dolor en las costillas, agarrada al brazo de Christian mientras éste le ayudaba a instalarse en la silla de ruedas. Contagiados por su euforia, Annie y Christian dieron rienda a las carcajadas. De tanto reír, él apenas lograba empujar la silla mientras salían de la sala seguidos por Annie, que llevaba en brazos a la maltrecha santa.

La abuela tardó un rato en reanudar su labor de calceta, y transcurrieron varios días antes de que se diera cuenta de que había dejado varios puntos sueltos.

Capítulo 13

V
éronique y Christian aún reían como adolescentes cuando Annie los dejó en el coche. Habían conseguido hacer entrar a Véronique en la parte de atrás con la pierna estirada, aunque había sido a costa de muchas maniobras dada la exigua capacidad del Panda, lo cual no había hecho más que incrementar su hilaridad. No cabía duda de que aquella era su forma de liberar la tensión, aliviados de que Véronique estuviera bien.

Agarrando con fuerza las empuñaduras de la silla de ruedas vacía, con el rostro que normalmente mantenía impasible inundado de emociones, Annie se dirigió al hospital.

No se había permitido pensar en lo que hubiera podido ocurrir. Ella no era dada a ceder a tales cavilaciones. No obstante, desde el incendio no habían parado de atormentarla las pesadillas. Despertaba bruscamente a medianoche, asustada y sola, temiendo volverse a dormir. Los diferentes sueños siempre tenían el mismo desenlace: perdía a Véronique. Por primera vez desde que su hija era un indefenso bebé, Annie había sentido un miedo cerval.

Aquello había transformado su relación con Véronique. Por eso se había ofrecido a devolver la silla a recepción, porque quería concertar una cita.

Al llegar con la silla frente al mostrador, una joven la recibió con una sonrisa.

—¿Mepodrrríadecirrrdóndequedaelhossshpitaldental? —le preguntó Annie.

—¿Perdón? —La sonrisa de la muchacha quedó mitigada por el esfuerzo que efectuó para comprender.

—¿Elhossshpitaldental? ¿Dóndequeda?

—Lo siento.

Ya sin sonreír, la chica sacudió la cabeza y se encogió de hombros. No tenía ni idea de lo que le decía Annie.

—¡Malditassshea! —gruñó, incómoda, Annie—. Loencontrrrarrréyossshola.

Luego se fue con paso airado por el pasillo y la joven se quedó mirándola con expresión de desconcierto, planteándose si debía llamar al Servicio de Psiquiatría para preguntar si habían perdido a una paciente.

Annie no estaba loca, pero sí enfadada. Estaba furiosa consigo misma ante todo. ¿Cómo había dejado degenerar tanto la cosa? ¿Por qué no se había arreglado antes la dentadura? Nunca le había encajado bien, desde el primer día, pero le había dado igual. En realidad, si con aquellos dientes costaba más que la entendieran, mejor para ella. Desde el incendio, sin embargo, aquello había empezado a adquirir una nueva importancia.

Con una exclamación de fastidio, dobló por el primer pasillo que encontró, pensando que acabaría encontrando un letrero u otra persona con la que quizá tendría más suerte. No debía de ser tan difícil de localizar.

Había salido al tercer pasillo, idéntico a los otros con su anodino linóleo, paredes beis y el intenso olor a desinfectante, cuando lo vio. Una especie de sexto sentido la impulsó a levantar la vista y allí estaba, en el otro extremo, con su imponente e inconfundible físico, imbuido de autoridad. Caminaba en dirección a ella, con un gran ramo de flores en los brazos que casi le tapaba la cara.

Serge Papon.

—Oh, mierda —maldijo Annie, dando media vuelta precipitadamente para luego fingir que leía el cartel donde se recomendaban medidas de higiene para las visitas.

Véronique había dicho que había ido a verla hacía unos días. La había conmovido aquel gesto inesperado. De todos modos, Annie no preveía que estuviera tan preocupado como para volver poco después.

Oyó sus mesurados pasos, que se acercaban. Cuando se aminoraron, se preparó para el ritual abrazo, la conversación forzada, notando que la envolvía ya el penetrante olor de su loción de afeitado.

Transcurrió un segundo, luego otro, y después nada.

Volvió despacio la cabeza, pero en el pasillo sólo había una enfermera que se alejaba emitiendo un crujido con los zapatos.

Debía de haber entrado en una de las salas.

¿A quién iba a ver con ese ramo de flores tan enorme? Annie se apartó de la pared y se acercó con cautela a la puerta más cercana, que estaba abierta. Asomó la cabeza, pero él no estaba dentro. Sólo había un par de camas con bultos humanos bajo las sábanas, ambos conectados al gota a gota, rodeados de tubos. Era deprimente.

Entonces oyó su voz profunda proveniente de la habitación de enfrente, cuya puerta estaba entreabierta. Se apresuró a cruzar el pasillo y se detuvo con la espalda a la pared, sin saber si echar una ojeada. Mientras se planteaba si debía correr el riesgo, oyó las repetidas modulaciones de su voz y de repente cayó en la cuenta de que no estaba hablando. Rezaba.

Serge Papon, que dedicaba tanto tiempo a la iglesia como a los perros callejeros, estaba rezando. Fue tanta su conmoción que se decidió a mirar. Estiró la cabeza hasta que alcanzó a verlo, sentado de espaldas a ella al lado de una cama. Con la cabeza inclinada, pasaba las cuentas del rosario con los rígidos dedos de la mano derecha, recitando el avemaría.

Con renovada audacia al saber que no la veía, Annie alteró un poco la posición, tratando de averiguar quién había en la cama. Lo único que pudo ver fue una pálida y delgada mano que sobresalía entre las sábanas, posada en la mano izquierda de Serge. La ancha espalda de éste le impedía ver más.

Ardiendo de curiosidad, Annie se retiró un instante y luego, conteniendo el aliento, empujó un poco la puerta con la punta de los dedos. Al cabo de un segundo se volvió a asomar, pero no le sirvió de nada. Sintiéndose como una fisgona, estaba a punto de irse cuando a Serge se le cayó el rosario al suelo. Cuando se agachó a recogerlo, Annie pudo ver con toda claridad quién había en la cama.

Se apartó de la puerta con precipitación y hasta que no se encontró a medio pasillo no exhaló el aire retenido. Aunque le temblaban las piernas y el corazón le latía con la aceleración de la adrenalina, siguió adelante. Necesitaba salir a respirar afuera.

Por fin avistó una salida y se dirigió a trompicones a ella. Empujó con violencia la puerta, impaciente por abandonar el hospital. Recibiendo con placer la bofetada del gélido aire en la cara, se dejó caer en el banco de madera que había en el patio. Una vez allí posó la mirada, sin ver nada, sobre el magnífico panorama de las montañas que se elevaban más allá de St. Girons, aguardando a que se le apaciguara el pulso y recobrara su estado de percepción normal.

¡Jesús! Aquello sí que no se lo esperaba.

La que estaba en la cama era su mujer. No era eso, sin embargo, lo que le había causado tamaña conmoción, aunque al haber oído decir que ella se había ido a visitar a su familia a Toulouse no habría sospechado verla en el hospital. No, lo que la había puesto en aquel estado era su aspecto. Annie había visto suficientes animales enfermos como para reconocer la inminencia de la muerte. Le había bastado con ver la cara de Thérèse Papon, con la macilenta piel tensada en torno a los huesos, para saber que aquella mujer por quien había sentido un odio de una intensidad que ahora le causaba extrañeza estaba al borde de la muerte.

Annie exhaló un hondo suspiro, produciendo con la respiración perceptibles volutas de vapor. Dios santo, después de treinta y cinco años todavía lo tenía en carne viva, como algo reciente.

Era el momento de la trashumancia y ella se había quedado sola en casa mientras sus padres iban con las vacas a los pastos de altura. En condiciones normales, Annie habría acompañado a su padre en la larga caminata hasta llegar a los prados de la montaña, pues aquélla era una ocasión muy especial. Nunca le había importado madrugar y apreciaba el ambiente de camaradería que reinaba con los ganaderos de la zona, con quienes colaboraban para garantizar que los animales llegaran sin percance a su lugar de destino. Hacían camino entre charlas y carcajadas, y también alguna que otra blasfemia cuando un cordero se alejaba por una pendiente y obligaba a alguien a enviar un perro a buscarlo, o cuando una vaca se plantaba negándose a avanzar.

Lo mejor era cuando por fin llegaban a los pastos de verano y ante ellos se extendía la lujuriante hierba donde abundaban las flores silvestres, con las montañas en derredor y las cimas relucientes coronadas por los últimos restos de nieve. Aquello era el paraíso, y Annie sentía celos todos los años del ganado, que tenía el privilegio de pasar el verano entero en tan maravilloso lugar.

Tras el esfuerzo de la subida, todos se sentaban a comer a la sombra de alguna de las cabañas de pastor y se pasaban unos a otros el pan y la carne fría, rociándolos con un par de botellas de vino. Después circulaba el queso, estriado por las marcas de las navajas y, de postre, una
croustade
de la pastelería de Massat, entre cuyas capas de hojaldre asomaban a cada bocado los arándanos. Después los hombres se tumbaban a dormitar en la hierba mientras cantaban las cigarras. Las mujeres entre tanto se reunían en pequeños grupos a hablar en voz baja. Luego Emile Galy se ponía a tocar la armónica, arrancándole melancólicas notas que, transportadas por la liviana brisa, se mezclaban con el ruido de las esquilas. Con las piernas cansadas y los párpados pesados, Annie se preguntaba si aquella música pastoral, cada vez más animada, se podría oír allá abajo en su casa.

Ese verano, de eso hacía treinta y cinco años, se le había presentado la ocasión de averiguarlo puesto que, por primera vez desde que era adulta, no había realizado el trayecto hasta las montañas. No se encontraba bien. Les había dicho a sus padres que tenía el estómago revuelto, pero era mentira.

Mientras limpiaba el establo después de que se hubieran ido las vacas, con una incipiente sensación de náusea, ni siquiera se acordaba de Emile Galy y su armónica. Estaba demasiado preocupada por otro asunto. La semana anterior había ido al médico y había confirmado sus sospechas.

Estaba embarazada. Y soltera. ¿Qué iba a hacer ahora?

No había encontrado ninguna respuesta satisfactoria, dadas las limitadas opciones que se le presentaban, cuando oyó un ruido de pasos y una voz de mujer que la llamaba.

—¿Annie? ¿Annie? ¿Estás ahí?

Al asomar la cabeza por la puerta de la cuadra vio a Thérèse Papon avanzando con pasos delicados, intentando evitar los excrementos de vaca, como si se hubiera equivocado de lugar, con aquel bonito vestido que llevaba y los zapatos de tacón. ¿Qué diablos hacía allí? Normalmente, cuando tenía que avisar a su padre para la próxima reunión del Ayuntamiento llamaba por teléfono.

Con un mal presentimiento, Annie puso la mano en torno al mango de la horca y aguardó.

—¿Annie? ¡Ah, aquí estás!

Thérèse franqueó la corta distancia que la separaba de la cuadra y le dio un abrazo, inundándola con el olor de su perfume.

—Papá no está… —dijo Annie, reprimiendo las arcadas, pero Thérèse le posó la mano en el brazo para contener la explicación.

—Es a ti a quien he venido a ver, Annie. —Carraspeó, entrelazando con nerviosismo los dedos en las correas del bolso—. Eh… necesito hablar contigo. A solas.

A Annie le brincó el corazón en el pecho. Sólo se le ocurría una cuestión por la que aquella recatada de Thérèse Papon pudiera querer hablar con ella y no tenía ningunas ganas de tratarla. Sintió que se le secaba la boca.

—Bueno… yo estoy enterada… de… de…

Entre los titubeos de Thérèse, Annie esperó a que dijera el nombre de él. En lugar de eso señaló con gesto vago la barriga de Annie, clavando la mirada en una bala de heno que había en el rincón.

—Sé que estás embarazada.

Con una brusca inspiración, Annie alargó la mano para agarrarse al pesebre. Había elegido a propósito un médico de la ciudad en lugar del de la familia, que consultaba en Massat, para mantener el anonimato. Thérèse, de todos modos, se había enterado.

—Pero ¿cómo…? —logró articular.

—Por mi prima. Es recepcionista en la consulta del médico que fuiste a ver.

Thérèse se encogió de hombros con un gesto casi de disculpa, pero Annie sabía de sobras la afición que tenía la gente a los chismorreos en los pueblos pequeños. Se había pasado la semana entera pensando en ello.

—Estaba muy sorprendida. Quería saber si yo tenía una idea de quién podía ser el padre.

Entonces Thérèse Papon posó directamente la mirada en Annie, con una expresión de dolor y tristeza que la llenó de culpabilidad.

—Yo creo que lo sé. ¿Lo sé, Annie?

Ella emitió un gruñido, soltando la horca con repentino desfallecimiento, de tal modo que sólo el asidero del pesebre le permitió mantenerse en pie.

¿Cuánto hacía que Thérèse estaba al corriente? Lo suyo ni siquiera podía considerarse una aventura. En un mundo donde los hombres normalmente sólo tenían ojos para las curvas de una vaca o el caminar de un caballo en las ferias, Annie se había sentido halagada por las atenciones del teniente de alcalde. Habían perdido el comedimiento una vez, sólo una. Y se había quedado embarazada.

—No pasa nada. Lo entiendo —prosiguió Thérèse con calma. Luego soltó una seca carcajada—. Puede ser muy persuasivo.

De nuevo posó la vista en el suelo, como si hiciera acopio de fuerzas para la siguiente frase en medio de un pesado silencio.

—Perdona, Annie. Para mí es difícil decir esto —declaró por fin—, pero creo que no tengo más alternativa. Tienes que pararlo.

—Está acabado… nunca empezó… lo siento… —farfulló Annie.

Avergonzada y rebajada por la dignidad que demostraba Thérèse, sólo deseaba asegurarle que aquella relación había terminada.

Thérèse sacudió con pesar la cabeza y volvió a mirar a Annie, aquella vez con lágrimas en los ojos.

—No me refiero a eso —susurró—. El embarazo. Tienes que interrumpir el embarazo. Tienes… tienes que abortar.

—¡No! —Annie retrocedió horrorizada, llevándose instintivamente la mano al vientre como para proteger una vida que diez minutos atrás había lamentado—. No puedo. No pienso hacerlo.

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