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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

L'auberge. Un hostal en los Pirineos (19 page)

Un verano de hacía años, cuando era muy joven, un profesor de la Universidad de Toulouse que pasaba las vacaciones en los Pirineos intentó enseñarle a su padre los nombres científicos de las nubes que tan bien conocía.

Cirroestratos, altocúmulos, estratocúmulos, nimboestratos, cumulonimbos…

Su padre lo escuchó con la estupefacción de quien recibe una complicada herramienta para una labor sencilla, perplejo de ver que alguien convertía una cosa tan sencilla en tamaño rompecabezas académico cuando era mucho más fácil clasificar las nubes por lo que auguraban: nubes de buen tiempo, nubes de lluvia, nubes premonitorias de un cambio de presión…

Su padre tenía razón. Aun así, Annie había retenido aquellos nombres tan cercanos al latín y a veces, cuando no podía dormir, se ponía a recitarlos como si fueran un rosario para los creyentes en el poder de la naturaleza.

Mientras escrutaba la oscura y lejana masa que se iba acercando, tuvo la certeza de que esa noche iba a recitar aquella letanía mientras el temporal la mantenía en vela. La tormenta iba a ser tremenda y provocaría muchos destrozos.

Tras dedicar una última ojeada al horizonte, Annie se volvió con preocupación y sintiendo el embate del viento en la espalda inició el descenso hacia la granja. Su ganado se encontraba ya a resguardo en la cuadra… aunque con lo que se avecinaba, no se podía saber hasta qué punto estaría a salvo.

Entró por la puerta de atrás y, tras dar unas someras palmadas a los dos perros, comenzó a prepararse para pasar la noche. Hizo provisión de velas, linternas, leña para el fuego, mantas y cojines para el viejo sillón del rincón. No valía la pena ir a la cama porque de todas maneras no iba a dormir.

Instalada en una silla de la cocina, descolgó el teléfono. Todavía tenía tiempo para llamar a Véronique y asegurarse de que estaba bien.

Mientras marcaba los primeros números, la luz de la bombilla vaciló un momento. La noche iba a ser muy larga.

En el pequeño apartamento de encima de la oficina de correos el timbre del teléfono se expandió en el vacío. Un postigo se puso a dar violentos golpes contra las ventanas y las puertas golpetearon, pero nadie respondió a la llamada.

Abajo sonó un portazo y Véronique proyectó la encogida sombra de su cuerpo bajo la farola al cruzar precipitadamente la carretera, exponiéndose al inclemente tiempo para llegar a la iglesia. Con creciente violencia el viento obstaculizó su avance, azotándole la ropa y proyectándole el pelo contra la cara antes de impulsarla sin miramientos a buscar el refugio de las paredes del cementerio.

Si aquel no era precisamente su sitio favorito ni en los días soleados, esa noche, con el baile de las sombras y el aullido del viento, Véronique tenía los nervios de punta mientras pasaba a toda prisa entre las tumbas, procurando no pensar en los muertos que había enterrados allí. Una racha final la propulsó hacia el pórtico de la iglesia, donde los restos de luz le permitieron ver la cerradura de la maciza puerta de madera. Después de hacer girar la llave, penetró con alivio en el oscuro y sosegado espacio del antiguo edificio.

Sólo perturbaba el sosiego el golpeteo que la había impulsado a salir precisamente con aquel tiempo. Enseguida vio de dónde provenía: una de las ventanas laterales estaba abierta y oscilaba de un lado a otro con una furia que amenazaba con romper las vidrieras.

Había sido una buena idea ir a investigar porque el viento ya había causado estragos en el interior del pequeño templo. El mantel del altar había ido a parar a la nave, los candeleros estaban tumbados y las velas votivas apagadas; el aire cargado con el aroma de las oraciones agotadas. Las pocas que ardían aún crepitaban bajo las ráfagas de aire.

Sintiendo justificada su decisión de salir con aquel vendaval, Véronique avanzó deprisa y, tras quitarse los zapatos, se subió a una mesa cubierta con una elevada pila de publicaciones de carácter religioso. Alcanzaba por poco a llegar de puntillas, aunque la mesa cojeaba a causa de la irregularidad del suelo. Justo cuando iba a coger el pestillo, la fuerza del viento le alejó la ventana de las manos para después cerrarla de golpe contra su cara.

Véronique se tambaleó y la mesa se balanceó con violencia. Los pies le resbalaron en un montón de relucientes folletos titulados «¿Qué me ocurrirá cuando muera?». Consciente de que estaba a punto de averiguarlo por sí misma, cayó de la mesa agitando los brazos en un fútil intento de salvarse mientras surcaba el frío aire antes de aterrizar a los pies de la estatua de santa Germaine, patrona de la pequeña iglesia. Recibió un tremendo golpe en la cabeza y el chasquido proveniente de su pierna derecha resonó por todo el interior del templo.

Permaneció inmóvil un segundo, dominada por el dolor y las náuseas, percibiendo apenas una especie de balanceo, el ruido de algo desestabilizado que se tambaleaba. Luego se produjo de improviso un fogonazo, acompañado de una explosión de ruido, y entonces Véronique vio que santa Germaine descendía del cielo hacia ella, mecida en las alas de un millar de ángeles.

«Ah —pensó mientras la cara de la piadosa pastora se acercaba más y más—, esto es lo que me va a ocurrir cuando muera.»

Después todo quedó inmerso en la oscuridad.

El rayo cayó en el cable de la luz tendido entre la oficina de correos y la iglesia. Al principio casi no hubo llamas; no obstante, de aquel fuego mortecino e inofensivo surgió una chispa que la corriente transportó hasta un pedazo de tela. Pronto el fuego quedó fuera de control, desprendiendo un calor que rajó cristales y arrancó puertas, alabeó vigas y despegó la pintura de las paredes.

Cuando los vecinos se dieron cuenta y llamaron a los bomberos, las llamas lamían el tejado y el humo brotaba de las ventanas.

Véronique era ajena a todo ello, sin embargo. Estaba en paz, entre los brazos de santa Germaine.

Serge Papon se encontraba frente a la ventana cuando se fue la luz.
Fzitt
. Así de rápido. Todo el pueblo de Fogas se apagó como una vela. La oscuridad era tan densa que apenas distinguía el visillo de encaje que tenía en la mano.

Soltó la cortina y regresó a tientas hasta la cama, donde buscó con suavidad el frío contacto de la mano de su esposa. Ésta movió un instante los dedos y emitió un quedo gemido.

—Ya falta poco, cariño. La ambulancia está de camino.

Le dio una palmada en la mano, sin saber qué más podía hacer. Había llamado al médico cuando resultó evidente que el estado de su mujer había empeorado y éste pidió de inmediato la ambulancia. Aun así, Serge se sentía incompetente, sin poder hacer valer su posición en el municipio ante la enfermedad de su esposa.

En el exterior, el temporal que se había desatado sobre el valle no tenía trazas de amainar y con aquella negrura parecía incluso más amenazador. De improviso se produjo un relámpago que durante un instante iluminó los visillos, la mesita de noche, el quieto cuerpo de su esposa bajo la colcha y, presidiéndolo todo, el crucifijo de la pared.

Cuando después del trueno sus ojos volvieron a adaptarse a la oscuridad, Serge descubrió con sorpresa que había empezado a rezar el rosario. Las enmohecidas palabras de su juventud acudieron despacio a su memoria al principio, atropelladas y vacilantes, y después se encadenaron con más convicción, pues notó que su mujer hallaba consuelo en las oraciones, a las cuales respondía con un susurro que resultaba apenas audible con el aullido del viento.

Estaba en la segunda tanda de avemarías cuando las luces de la ambulancia hendieron la noche al doblar la curva de entrada al pueblo. No paró de rezar mientras los enfermeros ponían a su mujer en una camilla y la trasladaban al vehículo. Casi no se perdió ni una frase cuando la ambulancia redujo velocidad en La Rivière para sortear el camión de bomberos y la multitud que se había congregado en la carretera al lado de la iglesia. De hecho, durante todo el trayecto hasta St. Girons, mientras el viento ululaba fuera y los enfermeros trataban de procurar alivio a su esposa, Serge siguió rezando, tanto por ella como por sí mismo.

La falta de electricidad no causó mayores molestias a Pascal Souquet, teniente de alcalde de Fogas. Previendo toda eventualidad, había dispuesto el generador que entonces ronroneaba fuera del destartalado anexo del Ayuntamiento que servía de sala de fiestas. No, lo que le molestaba era la compañía en la que se veía obligado a estar.

Mientras paseaba por la abarrotada sala, dedicando una sonrisa aquí y un breve apretón de manos allá durante la velada de Nochevieja, se esforzaba por no pensar en los amigos y conocidos que había dejado en París. Médicos, abogados, artistas…, gente mucho más refinada que la que lo rodeaba esa noche, muchísimo más culta. Y en cuanto a la comida…

—Cariño —le susurró Fatima al oído mientras lo agarraba del brazo con brutal presión—. Estás dejando que se te note. ¡Recuerda, esta gente es tu futuro!

Lo soltó y desapareció entre la multitud, dejando tras de sí un aire cargado de perfume y decepción.

Pascal se frotó el brazo, impresionado y asustado en igual medida por su mujer. Aquello había sido idea suya, por supuesto. Una fiesta, una pequeña velada para celebrar la Nochevieja pensada para los propietarios de segundas residencias que pasaban en el pueblo todas las vacaciones y no tenían a nadie con quien reunirse en ocasiones señaladas.

Era ingenioso. Alquilaron la sala municipal, pusieron unas cuantas luces, montaron un equipo de música y los veraneantes se desvivieron por asistir incluso al precio exigido. Fatima propuso treinta euros por entrada, y cuando Pascal adujo que sería demasiado caro para la mayoría de los habitantes del pueblo, ella se limitó a enarcar una ceja, sonriendo.

Tenía razón. Los del pueblo se quedaron en casa, negándose a pagar por estar en un edificio prefabricado a temperaturas glaciales, mientras que los propietarios de segundas residencias ni siquiera pestañearon. Como consecuencia de ello, ahora disponía de un público ganado, que le estaba agradecido hasta lo indecible por haberles organizado la fiesta.

Lo malo es que eran tan provincianos…

Miró el reloj. Faltaban diez minutos para medianoche. ¿Todavía? Jesús, aún tendría que soportar aquello durante horas. Su vida no valdría ni un céntimo si se marchaba antes de que se sirviera la tradicional sopa de cebolla a las cinco de la mañana.

—¿Ha probado el foie gras? ¡Está riquísimo!

Una corpulenta mujer enfundada en un ahuecado vestido negro, con la tez embadurnada de maquillaje, le proyectó una bandeja bajo la barbilla. Pascal no tuvo más remedio que aceptar.

—Gracias —murmuró, tomando una rebanada cuyo borde mordisqueó.

Cuando la grumosa pasta de carne le rozó el paladar notó que la garganta se le cerraba en un acto reflejo, al tiempo que le subía la bilis a la boca. Con gran esfuerzo, contuvo una arcada delante de la señora.

—¿A que está bueno? —comentó con entusiasmo.

—Mmmm… —atinó a murmurar Pascal, sin atreverse a despegar los labios.

Mientras la mujer se alejaba con la bandeja para tentar a otros asistentes, Pascal escupió discretamente el resto del bocado en una servilleta y la dejó caer en la maceta de un helecho de plástico. Le había dicho a Fatima que era un error confiar el catering a un grupo de mujeres del pueblo, y tenía razón. Las ostras estaban terrosas, el champán era de mala calidad, y ahora el foie gras casi no resultaba ni digno de alimentar a un gato. ¡Seguro que habían ido a hacer la compra al Dia!

Oyendo el bramido que brotó al otro lado de la sala, se volvió a tiempo para ver a Lucien Biros contoneándose por el espacio reservado para la pista, maltratando la escoba a modo de improvisada guitarra mientras los demás empezaban a bailar a su alrededor.

Lo que faltaba. Alguien tenía que haber puesto ya a Johnny Hallyday. Le quedaban cinco horas más de tener que soportar aquella réplica francesa de Elvis. Aquello era peor que una tortura.

Pascal elevó la mirada al cielo, tapado por el tejado de amianto, y rezó en busca de salvación. Sus ruegos no tardaron mucho en ser atendidos.

Cuando Christian y Stephanie llegaron a La Rivière después de haber recibido la llamada de Josette, había una gran multitud concentrada en la carretera entre la iglesia y la oficina de correos, observando con caras iluminadas por el fuego los esfuerzos de los bomberos. Christian se abrió paso hasta la parte de delante, donde Josette permanecía con las manos pegadas a la cara y la vista fija en el edificio en llamas.

—¿Dónde está Véronique? —le gritó Christian entre el rugido del viento—. ¿Está bien?

Josette se volvió y él advirtió el brillo de las lágrimas en sus mejillas. La anciana sacudió la cabeza, incapaz de decir nada, señalando hacia el fuego por toda respuesta. Christian sintió el miedo hasta las entrañas.

—¡No!

Volvió a mirar el edificio que, bajo el tejado encendido, escupía densas espirales de humo y llamaradas por las ventanas. Véronique estaba dentro.

Cuando Christian echó a correr en dirección al fuego, nadie pudo hacer gran cosa para detenerlo. Más adelante, René Piquemal comentaría en el bar que fue como verlo en su mejor época de jugador del equipo de rugby de la comarca, precipitándose hacia la iglesia igual que su héroe Chabal. Stephanie lo agarró de un brazo, pero él se zafó sin dificultad y cuando uno de los bomberos voluntarios de Massat intentó interponerse en su camino con los brazos extendidos, lo apartó con la simple presión de una mano en el pecho. Nadie era capaz de contener al fornido ganadero una vez que había tomado impulso.

Una manguera fuera de sitio era, sin embargo, otro cantar.

Justo cuando llegaba a la puerta de la casa incendiada, corriendo a toda velocidad, tropezó con el pie izquierdo en los rollos de manguera que habían traído desde el otro lado de la carretera y cayó de bruces, golpeándose la barbilla en el umbral, a dos pasos de las llamas.

Stephanie fue la primera en reaccionar. Corrió hacia él y, agarrándolo por una de las piernas, comenzó a tirar para alejarlo del fuego. Enseguida acudieron a ayudarla René y otros dos hombres más, y entre todos lograron arrastrarlo hasta el otro lado de la carretera, donde lo dejaron sentado, con la espalda apoyada contra una pared.

—¡Christian! —Stephanie le dio una suave palmada en la cara—. ¿Estás bien?

Pestañeó, murmuró algo y luego sacudió la cabeza y abrió desmesuradamente los ojos.

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