Los Bufones de Dios (53 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

—Le agradecí tanto que aceptara venir, porque ahora sí creo que está dispuesta a confiar en mí. Y también porque me da la oportunidad de darle las gracias por todo lo que está haciendo por mí y al mismo tiempo me permite compartir algunas cosas muy interesantes y excitantes: los últimos preparativos para "Cartas", el discurso que tengo que pronunciar en el Carlton Club y los nuevos amigos que he hecho en Londres… Deseo llevarla a la Tate Gallery, a la Royal Academy of Arts y a la Torre de Londres; me gustaría que visitáramos el palacio del cardenal Wolsey en Hampton Court y tantos, tantos otros lugares. Podríamos hacer todo esto juntos…

Ella lo miró con cansada extrañeza.

—Me habla como si yo fuera una niñita. No lo soy. Soy una mujer crecida y madura, cuyo padre ha sido acuchillado en el corredor de una prisión. Eso hace de mí una mala compañía para cualquier hombre.

—Está herida y además sola —dijo firmemente Jean Marie—. En cuanto a mí carezco por completo de toda práctica en el trato con mujeres, de manera que es muy probable que haga todo al revés. No tengo la menor intención de darle golpecitos protectores en la cabeza como si fuera un obispo o de ofrecerle mi bendición papal, lo que por lo demás ya no tengo ningún derecho a hacer. Lo único que le estoy ofreciendo es un brazo para que se apoye al cruzar las calles y un hombro para que llore cuando tenga deseos o necesidad de llorar.

—Desde que supe la noticia no he derramado una sola lágrima —dijo Roberta Saracini—. ¿No cree que eso es propio de una mala hija?

—No, creo que no es así.

—Pero me alegro de que haya muerto. Espero que se esté quemando en el infierno.

—Dice eso porque lo ha juzgado —dijo Jean Marie con tajante autoridad— y no tiene ningún derecho para hacerlo. En cuanto a lo de quemarse en el infierno, eso es algo que siempre me ha molestado, como una piedra en el zapato. En los periódicos suelen aparecer relatos sobre padres que maltratan a sus pequeños hijos, que les quiebran los huesos o los meten adentro del horno y todo esto por faltas insignificantes reales o ilusorias. Nunca he podido imaginar a Dios nuestro Padre, o a su Hijo que asumió nuestra humanidad, condenando a sus hijos al fuego eterno. Si su padre fuera ahora sometido a juicio y su suerte dependiera de usted, ¿qué decidiría con respecto a él, desde hoy y para siempre?

Roberta Saracini no dijo nada. Permaneció sentada, con los labios apretados y los ojos bajos, estrujando sus manos una contra otra a fin de evitar que temblaran. Jean Marie insistió:

—Piense en los peores crímenes que alguna vez se hayan llevado a cabo, las masacres del Holocausto, el genocidio de Kampuchea… ¿Cree que es posible expiarlos, aun sometiendo a los que los cometieron a una infinidad de terrores similares? No, no pueden serlo. Las cárceles de este mundo y del otro no alcanzarían para contener a todos los malhechores. Creo —y eso que sólo se me ha permitido echar una brevísima ojeada sobre lo que vendrá— que la Ultima Venida y el Juicio Final mismo serán actos de amor.

Si no lo fueran significaría que somos los habitantes de un mundo caótico creado por un espíritu demente, y en ese caso, mientras más pronto nos liberemos de él y regresemos a la nada, mejor.

Pero ella continuaba muda, negándose a responder. Entonces él vino a sentarse a su lado en el suelo. Tomó su mano y la sostuvo firmemente entre las suyas diciéndole:

—No ha estado durmiendo muy bien ¿no es así?

—No, no he dormido bien.

—Ahora debe ir a acostarse. Nos encontraremos para el desayuno y comenzaremos inmediatamente después nuestro plan de vacaciones…

—No estoy muy segura de querer quedarme.

—¿Querría decir conmigo una pequeña oración?

—Trataré. —La respuesta vino en voz baja y trémula.

Jean Marie se recogió un momento y luego, con la mano de ella firmemente apretada entre las suyas, recitó la oración por los muertos.

"Dios, Padre Nuestro,

Creemos que Tu Hijo murió y resucitó a la vida.

Rogamos por nuestro hermano Vittorio Malavolti,

Que ha muerto en Cristo.

Resucítalo en el último día

Para que participe en la gloria de Cristo Resucitado.

El descanso eterno dale Señor

Y que la luz perpetua luzca sobre él".

—Amén —dijo Roberta Saracini y comenzó a llorar con silenciosas, salvadoras lágrimas.

En el curso de los cinco días que siguieron a esta primera noche, jugaron a ser turistas gozando en su plenitud de los sencillos placeres de Londres. Caminaron a lo largo del Serpentine, presenciaron el cambio de guardia en el palacio de Buckingham, pasaron toda una mañana paseando por las salas de la Tate Gallery, una tarde en el British Museum, una noche oyendo un concierto de Beethoven en el Albert Hall. Hicieron una excursión por el río hasta Greenwich y otra hasta Hampton Court. Caminaron mirando vitrinas por Bond Street y pasaron otra mañana completa con Angelo Vittucci que prometió hacer para Jean Marie un traje tan discreto como para no escandalizar ni siquiera a un querubín y sin embargo tan hermoso como para sugerir que le había nacido una nueva piel.

Al comienzo el humor de Roberta Saracini oscilaba continuamente de una infantil alegría en un momento hasta la más honda depresión en el instante siguiente. El no tardó en darse cuenta de que las conversaciones lógicas y razonadas no influían para nada sobre ella y que las distracciones y alguna que otra broma ocasional constituían el mejor remedio para levantar su estado de ánimo. Descubrió también algunas cosas sobre sí mismo: cuánto había madurado desde que se alejara del Vaticano y qué inmensidad de pequeños goces habían pasado a su lado sin que él se diera cuenta, cuando era el perplejo pastor de un rebaño sin rostro. Las "Cartas", en las cuales continuaba trabajando por las noches, se volvieron así cada vez más emotivas en la misma medida en que el transcurrir de esos días de la Arcadia hacían del tiempo, de la ternura y de las lágrimas las cosas preciosas que siempre habían sido.

Roberta había decidido que se quedaría toda la semana, y que dejaría Londres el domingo por la noche para así poder estar de vuelta en el trabajo el lunes por la mañana. La oficina meteorológica prometía la continuación del buen tiempo —una breve extensión del lndian Summer— antes que llegaran las primeras heladas. Roberta sugirió hacer un pic-nic. Arrendaría un auto y colocaría todo su equipaje en el baúl. Esto les permitiría disfrutar así de un día entero en el campo. Al regresar a Londres, Jean Marie podría, de paso, depositarla en el aeropuerto. Y así fue acordado.

El domingo por la mañana, temprano, Jean Marie ofreció la Misa en una capilla lateral de la Oratory Church, donde el sacristán había llegado a conocerlo simplemente como el padre Grégoire, un anciano sacerdote francés, que llevaba boina y tenía todo el aspecto de un benevolente conejo. Más tarde, con Roberta al volante y un canasto de pic-nic preparado por el hotel, salieron rumbo a Oxford, Woodstock y más allá hacia la región de los Cotswold.

Era temprano aún y el tránsito del día domingo no había comenzado a tomar su pleno ritmo; de manera que les fue posible salirse de la supercarretera y vagabundear por las pequeñas aldeas que comenzaban apenas a despertar, cruzando campos dorados por los rastrojos de la siega u oscurecidos por el paso del arado. Su placer nacía de la contemplación de las pequeñas maravillas de la naturaleza: la estela de niebla matinal que aún corría a lo largo de la colina, la torre gris de una aldea normanda destacándose por entre los techos de un diminuto villorrio, un manzano que se inclinaba al borde del camino ofreciendo sus frutos al caminante, una niña trepada sobre un viejo muro de piedra, meciendo a una muñeca.

De alguna manera, parecía como si fuera más fácil conversar mientras uno de ellos manejaba. No necesitaban mirarse. Y siempre había a mano alguna distracción para colmar los traidores silencios que solían producirse. Roberta Saracini le tocó el brazo y le dijo:

—Me siento mucho mejor que el día en que llegué. Las cosas están comenzando nuevamente a adquirir sentido para mí. Puedo manejarlas mejor. Y es a usted a quien debo agradecer esto.

—Usted ha sido muy buena conmigo también y me ha ayudado mucho.

—No sé cómo; pero de todos modos me alegro de que lo diga.

—¿Cómo se siente ahora con respecto a su padre?

—No estoy muy segura aún. Todo forma parte de una confusión muy triste. Pero sé que no lo odio.

—¿Qué la detiene? —dijo él presionándola—. Usted lo ama. No importa ya lo que haya sido o lo que haya hecho, pagó su precio, cualquiera que fuere y le dio lo necesario para que pudiera comenzar de nuevo. Dígalo. Diga que lo ama.

—Lo amo. —Se resignó a enunciar aquella proposición con una sonrisa y un gesto que bien pudiera haber sido de alivio o de lástima. Luego agregó su propia acotación—. También lo amo a usted monsieur Grégoire…

—Y yo la amo a usted —dijo gentilmente Jean Marie—. Eso es muy bueno. Es lo único importante. "Hijos míos, amaos los unos a los otros".

—Espero —dijo Roberta Saracini— que no ame porque se lo hayan ordenado.

—Por el contrario… —dijo Jean Marie y dejó la frase sin terminar.

—¿Cómo se siente con relación a las mujeres? No hablo necesariamente de mí en particular, sino en general. Quiero decir que ha sido célibe durante todos estos años y…

—Tengo una práctica en esto —dijo Jean Marie con mucha dulzura pero también con mucha firmeza— y una parte de la práctica consiste en no coquetear, en no participar en juegos peligrosos y sobre todo, y esto es lo más importante, en no mentirse a sí mismo. Con respecto a usted siento lo que todo hombre sentiría frente a una mujer atrayente. Me he sentido feliz en su compañía y muy halagado de pasear llevándola del brazo. Nuestros caminos están separados y llevan rumbos diferentes. Nos hemos encontrado, y muy agradablemente, en un cruce. Y cuando nos separemos, cada uno de nosotros se sentirá más rico.

—Eso es todo un sermón, monseñor —dijo Roberta Saracini—. Querría poder creer la mitad de lo que ha dicho.

El le echó una mirada de soslayo. Ella iba manejando muy envarada con los ojos fijos en el camino, pero las lágrimas corrían por sus mejillas. Se dio vuelta hacia él y preguntó ásperamente.

—¿Qué fue lo que al comienzo lo decidió a hacerse sacerdote?

—Esa es una larga historia.

—Tenemos todo el día por delante.

—¡Bien…! —Inmediatamente él pareció recogerse y se mostró renuente a continuar. —La única persona a quien le he contado esto es mi confesor. Es un tema que sigue siendo muy doloroso para mí.

—Fue una falta de tacto el hacer esa pregunta. Lo siento.

Durante la siguiente media milla avanzaron en silencio, y de repente, sin previo aviso, Jean Marie comenzó a hablar lentamente como en un murmullo, parecía como si estuviera tratando de reconstituir para sí mismo un rompecabezas disperso.

—… Cuando por primera vez ingresé al
maquis
, era muy joven: recién había alcanzado la edad militar. No era lo que se pudiera llamar un hombre religioso. Había sido bautizado, había hecho la primera comunión y después había sido confirmado en la Iglesia, pero mi vida religiosa se había detenido allí. Luego vino la guerra. La vida era un continuo jugar al pillarse. Cuando me uní al
maquis
, de la noche a la mañana me encontré transformado en hombre. Cargaba rifle, pistola y un cuchillo muy mortífero. A diferencia de los compañeros de más edad que solían de vez en cuando bajar a la ciudad, yo me vi forzado a permanecer en las colinas y en el campo, porque si llegaban a cogerme en alguna redada urbana, de las que constantemente hacían, me embarcarían al momento para los campos de trabajos forzados en Alemania. Por las noches naturalmente hacía de correo, ya que mi juventud me permitía moverme con rapidez y escapar así de las patrullas nocturnas… Antes de llegar al
maquis
había tenido algunas experiencias sexuales, justo lo necesario para encender en mí el deseo de conocer más al respecto. Ahora me encontraba aquí sin mujer y mis compañeros se burlaban de mí, como suelen hacerlo los hombres de más edad con los muchachos jóvenes, y me llamaban virgencita o niño de coro… Todo ello formaba parte de un juego muy antiguo, algo sucio, pero sin mala intención, que no obstante hacía las cosas muy difíciles para un joven que recién se iniciaba en la vida y que sabía que tal vez no alcanzaría a vivir para disfrutar de los goces de la edad viril…

"Bueno, un día, una de mis rutas regulares como correo me llevó hasta una casa de campo que estaba situada cerca del camino principal. Todos los movimientos de tropas que se realizaban en el sector tenían que utilizar aquel camino, de manera que la mujer del campesino tenía siempre una lista que cada tres días pasábamos a recoger y que luego hacíamos llegar a los servicios de Inteligencia de los Aliados. Nunca entré en aquella casa. Media milla más allá, en una saliente de la colina, había una cabaña de pastor y al lado un refugio para ovejas. Me tendí allí y amarré un trapo como señal en el más joven de los retoños cercanos. Después de anochecer llegaría la mujer con los mensajes y la comida para mí y para los compañeros de allá arriba. Se llamaba Adéle, andaba cerca de los treinta años y no tenía hijos, su marido había desaparecido desde los primeros días de la blitzkrieg… Ella manejaba la propiedad con la ayuda de dos ancianos y de un par de robustas muchachas vecinas…

Aquel día llegué tarde. Estaba asustado y muy impresionado. Había una cantidad desusada de patrullas alemanas en el área y en dos ocasiones había estado a punto de que me cogieran. Para empeorar las cosas, me había herido la pierna en unos alambres de púas y temía a la siempre posible infección de tétanos. Una hora después de la puesta del sol, llegó Adéle. Nunca en mi vida había estado tan contento de ver a alguien. Ella también había tenido un día malo, con tres incursiones de tropas dejando sus huellas por todas partes y dando vueltas y más vueltas por el lugar. Lavó mi pierna con vino y la vendó con tiras que hizo con su enagua. Luego bebimos el resto del vino, cenamos juntos y después hicimos el amor sobre el lecho de paja.

"Recuerdo aquellas horas como las de la más maravillosa experiencia de mi vida: la unión de una apasionada y madura mujer con un aterrado muchacho en una única y extática hora, en medio de un mundo lleno de monstruos. Desde entonces, cada vez que he tenido que hablar sobre la caridad, sobre el amor de Dios por el hombre y del hombre por Dios y de la mujer por el hombre, lo he hecho a la luz de lo que conocí en aquella única hora. Desde que me ordenaron sacerdote hasta que me eligieron papa, no he dejado nunca, en cada misa matinal que he celebrado a lo largo de todos estos años, de recordar a Adéle. Y cada vez que me siento en un confesionario y oigo a la gente hablar de los pecados de amor de sus vidas, la recuerdo y trato de ofrecer a mis penitentes el don de ese conocimiento que ella me regaló.

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