Read Los cazadores de Gor Online
Authors: John Norman
De nuevo dos hombres corrieron hacia el lugar de donde partía el sonido. Tampoco esta vez me encontraron, pero sí yo a ellos.
Extraje mi cuchillo del cuerpo del hombre. Vi a Sheera deslizarse en la oscuridad.
—¡Mantened vuestra formación! —decía Sarus.
—¡Huyamos! ¡Va a matarnos a todos! —gritó un hombre.
Corrió hacia la cerca. Allí lo sorprendí y golpeé su rostro con mi espada. Retrocedió, dando un traspié, hasta caer a los pies de Sarus.
—Está en el cerca —dijo uno de los hombres alzando la antorcha.
Permanecí en la valla empuñando mi espada.
—Más antorchas, más fuego —dijo Sarus.
En pocos instantes varias antorchas fueron encendidas. Y, dentro del círculo, hicieron una hoguera.
Los hombres de Sarus abandonaron el círculo y me enfrentaron. Estaban cansados. Algunos sangraban.
Siete de ellos permanecían junto a Sarus. El hombre al que yo había golpeado yacía en el suelo. Cerca de allí, en la oscuridad, dos hombres gemían.
Sentí la sangre correr por el lado izquierdo de mi cuerpo. Tenía un corte en el brazo izquierdo.
—Saludos, Bosko de Puerto Kar —dijo Sarus.
—Saludos, Sarus de la isla de Tyros.
—Te estábamos buscando.
—Estoy aquí.
Sarus se volvió hacia sus hombres.
—Encontrad las ballestas —les dijo.
Sarus y yo nos miramos.
Yo había abatido a un hombre con una ballesta. No sabía qué había ocurrido con el arma. No había encontrado al otro hombre, ni la otra ballesta. Ningún hombre de Tyros la llevaba. Había cometido un fallo al no localizar el arma ni al hombre que la llevaba.
Sarus sonrió.
—Ahora ya sabéis donde está —dijo a dos de sus hombres—. Id a por las ballestas.
—Están aquí —dijo una voz de mujer, a mi lado. Era Sheera. A mi otro lado se hallaba Verna, provista también de una ballesta.
—Has perdido Sarus —dije.
—Encontré el arco entre los cuerpos —dijo Sheera—. El que llevaba el arco yace ahora atado en la oscuridad, derribado por uno de sus propios compañeros. El arco cayó a un lado y yo lo encontré.
De repente Sarus se echó a reír.
—No he perdido yo, sino vosotros —dijo.
Sus hombres vitorearon. Incluso las mujeres de Hura gritaban. Yo no lo entendía.
—¡Mira detrás de ti! —dijo Sarus—. ¡Mira detrás de ti, Bosko de Puerto Kar! ¡Se ha acabado!
—Si alguien se mueve —les dije a Sheera y a Verna—, disparad.
Los hombres de Sarus sonreían.
Me volví. A través de las grietas de la cerca pude ver en la playa, cerca de la baliza, unos faros. Dos botes, repletos de hombres, se acercaban a la orilla. Luego, formando dos grandes hileras, los hombres comenzaron a aproximarse a la empalizada.
—Son los hombres del
Rhoda
y el
Tesephone
—dijo Sarus—. ¡Has perdido, Bosko de Puerto Kar!
Me volví a mirar al madero que obstruía la valla. Enfundé mi espada. Despacio, fui empujando el madero que, al final, cayó. Abrí la cerca. Los hombres, con las luces, permanecían fuera.
Un hombre alto, vestido con la túnica amarilla de Tyros, entró, sonriendo. Le faltaba un diente en el lado superior derecho de la boca.
—Saludos, Capitán —dijo Thurnock.
Los hombres de Sarus, uno por uno, arrojaron sus espadas al suelo.
—¡Apartaos de vuestras armas! —ordenó Thurnock indicándoles que debían hacerse a un lado.
Así lo hicieron, vestidos con sus túnicas de Tyros, rodeados por las espadas y las lanzas de mis hombres.
Sarus no había abandonado su arma. Permanecía frente a nosotros, como desafiándonos.
Le observé.
Tina entró en la empalizada. Iba descalza y todavía llevaba mi collar en el cuello, pero vestía una túnica nueva de lana y su cabello estaba recogido con una cinta, también de lana. Detrás de ella, con un cuchillo en la mano, para protegerla, iba el joven Turus, quien había llevado el brazalete de amatistas.
—Habéis hecho un buen trabajo —le dije a Tina.
Llegado el momento, la liberaría.
Turus permaneció junto a ella, rodeándola con el brazo.
Hura y sus mujeres, y también Mira, se arrastraron penosamente y desnudas, hacia un lado, retrocediendo contra los palos de la empalizada, dispuestas a someterse a las cadenas y a los collares de esclavas. Mis hombres las miraban detenidamente.
Marlenus, Rim, Arn y los hombres del Ubar, encadenados dentro de la estacada, avanzaron. Se mostraban jubilosos. Sus muñecas seguían atadas por detrás de la espalda. Todavía permanecían juntos, encadenados por el cuello.
Sarus se volvió y miró a Marlenus, quien me sonrió.
—Bien hecho, Tarl Cabot, Guerrero.
—Soy Bosko de Puerto Kar —le contesté—. Soy de los Mercaderes.
Me sentía débil. Una parte de mi túnica estaba manchada de sangre. Podía sentirla en mi brazo izquierdo, seca y dura, incluso entre mis dedos, a los que había llegado desde mi muñeca.
Los hombres trajeron más antorchas.
—Dame esa ballesta —dijo uno de mis hombres a Sheera. Ella le tendió el arma.
A las esclavas no se les permite llevar armas.
—Arrodíllate —le dije.
Me miró enojada y se arrodilló. Era sólo una esclava.
Recordé que le había dicho que la vendería a Lydius.
—¡Ellos me obligaron a hacerlo! —gritó Tina para mi sorpresa. Se alejó de Turus y corrió a arrodillarse ante Sarus, quien permanecía cerca del fuego ojeroso y resentido, espada en mano—. ¡No tenía elección! —gritó ella. Él la miró. Ella le abrazaba las piernas. Yo no entendía su comportamiento.
Violentamente, Sarus la empujó a un lado.
—Arroja tu arma —le ordené a Sarus.
—No —dijo.
—Has fracasado, Sarus.
Me miraba furioso. Su túnica estaba rasgada. Había perdido su victoria y le había fallado a su Ubar, Chenbar de Tyros, llamado el Eslín de los Mares.
—¡No! —gritó de repente.
—¡Quieto! —le ordené.
Echó a correr hacia Marlenus, Ubar de Ubares, espada en mano.
Se detuvo delante de él, amenazándole con la espada. Pero entre Marlenus y Sarus se interpuso Verna, con la ballesta apuntando al corazón de Sarus.
De este modo él no podía atacar y un solo movimiento de su brazo obligaría a Verna a disparar.
Retiré la espada de la mano de Sarus.
Thurnock lo agarró y lo condujo, a empujones, hasta sus hombres.
—Bien hecho, esclava —exclamó Marlenus.
Verna no contestó. En lugar de ello, se volvió para mirarle. Se produjo un silencio.
Ahora la ballesta apuntaba al corazón de Marlenus.
El Ubar la miraba. Estaba encadenado e indefenso.
No se acobardó.
—¡Dispara! —gritó.
La muchacha no contestó.
—No te concedí la libertad —dijo él—. Soy Marlenus de Ar.
Verna le paso la ballesta a un hombre situado cerca de ella y se volvió a mirar a Marlenus.
—No quiero matarte —dijo.
Luego se apartó a un lado.
Marlenus permaneció unos instantes a la luz de las antorchas, y luego, echando la cabeza atrás, empezó a reír. Su cabeza no llevaba la señal de la degradación, como la llevábamos mis hombres y yo. Se iría del bosque tal y como había llegado a él, con toda su gloria. No había perdido nada.
Me preguntaba si Marlenus de Ar siempre lograba salir victorioso. Lo había dejado en libertad a él, que me había negado el pan, el hogar y la sal en Ar. Por él, a quien algunas veces llegué a odiar, había arriesgado yo mi vida.
Tanto Sarus como yo habíamos fallado. Solo Marlenus de Ar saldría victorioso.
Pero él y sus hombres habían de ser míos. Seguían encadenados. Tenía barcos a mi disposición. Debía tomarlos como tributos para Tyros. Así lograría mi venganza.
—¡Desencadenadme! —gritó Marlenus, riendo.
Le odiaba.
—Sarus —dije—, la llave de las cadenas del Ubar y los otros.
Sarus buscó en sus bolsillos.
—Ha desaparecido —dijo.
—Aquí está —dijo Tina. Las risas resonaron dentro de la estacada. Recordamos que antes de ser apartada a un lado la muchacha se había abrazado al aturdido Sarus. Durante aquel instante ella le había quitado la llave. Me la dio.
—De un modo parecido —dijo Thurnock— le quitó la llave al oficial del
Rhoda
y cuando los barcos se reunieron y los hombres del
Rhoda
y del
Tesephone
estuvieron bebidos, nos la dio a nosotros. Nos deshicimos de las cadenas y atamos a los que habían sido nuestros apresadores.
—Buen trabajo, Thurnock.
—Los metimos en el
Rhoda
. Por la mañana seguramente se asombrarían al encontrarse prisioneros.
—Desencadéname —dijo Marlenus.
Nuestros ojos se encontraron.
Le tendí la llave a Sheera, que estaba arrodillada a mi lado. Se levantó y desencadeno al Ubar.
—No —dijo él. Su voz era tranquila y fuerte.
Atemorizada, Sheera retrocedió. Le quité la llave.
—Desencadéname —repitió Marlenus
Le tendí la llave a Thurnock, y le ordené que liberara al Ubar. Así lo hizo.
Marlenus no apartaba sus ojos de mí, y no parecía muy complacido.
Esta vez tomé yo la llave y desencadené a Rim y Arn.
Luego le dí la llave a Arn, para que liberara al resto de los hombres.
Marlenus y yo nos miramos.
—No vengas a Ar —dijo.
—Iré a Ar siempre que lo desee —le respondí.
—Traed ropa para el Ubar —gritó uno de sus hombres, en cuanto fue liberado.
Otro se acercó a las pertenencias de los hombres de Tyros, para coger alguna prenda.
—¡Las mujeres! ¡Se escapan! —gritó uno de los hombres.
Hura y sus mujeres, y también Mira, habían huido, de repente, como una manada de tabuks, adentrándose en la oscuridad.
—¡Tras ellas! —gritó Thurnock.
Pero tan pronto hubo pronunciado estas palabras, desde la oscuridad llegaron gritos y sollozos de las mujeres, que habían sido sorprendidas, así como las carcajadas de los hombres.
—¡Preparad vuestras armas! —ordenó Marlenus.
Fuera se oía el ruido de forcejeos y más risas.
En un momento, mis hombres y los de Marlenus que habían sido encadenados en el bosque, aparecieron en la puerta de la empalizada. Muchos de ellos sujetaban, por los brazos o por el cabello, a las asustadas mujeres pantera.
Las muchachas, tratando de escapar, habían caído en su poder.
Los hombres las empujaron cerca del fuego.
—Atadlas de pies y manos —ordené.
Cara consiguió refugiarse en los brazos de Rim, que también la abrazó con fuerza.
—¡Te quiero, Rim! —gritó ella.
—Yo también te quiero —contestó Rim.
Cara llevaba un martillo y un cincel, que había robado en el
Rhoda
. En el bosque, había seguido el rastro de los hombres de Tyros. En cuestión de anhs, había localizado el lugar donde Sarus había abandonado a varios hombres de Marlenus y también míos, encadenados. Allí había encontrado a Vinca, a las dos esclavas de paga, a Ilene y a mi única cadena de mujeres pantera. Vinca y sus cohortes habían encendido hogueras alrededor de los hombres, para protegerlos de los animales, y les habían dado de comer. Con la ayuda del martillo y el cincel, y de algunas rocas, Vinca y las esclavas de paga, ayudadas quizá por Cara, habrían conseguido romper o abrir las cadenas de uno de los hombres de Marlenus, o de uno de mis hombres. Luego éste podría haber hecho lo mismo con otras cadenas, liberando a sus compañeros. Esto habría durado unos ahns. En cuanto a los hombres de Marlenus, unos sesenta y siete y los ocho míos fueron liberados, se habrían dirigido hacia la playa seguidos de las mujeres. Habían venido, aunque desnudos, preparados para la guerra, incluso si ésta se hiciera con ramas y piedras. Alrededor de las muñecas de algunos de ellos todavía se observaban brazaletes de hierro, y algunos conservaban aún sus collares.
Su líder alzó el brazo en presencia de Marlenus, saludando como es costumbre en Ar.
Marlenus correspondió al saludo.
Cara, en los brazos de Rim, me miró y enseguida, miró a su alrededor. Habría querido llevar las herramientas al bosque, pero a su manera, libre. En lugar de ello, yo había atado sus muñecas. De no haber encontrado a Vinca y a los hombres encadenados, la muchacha habría perecido en el bosque. No le había ofrecido otra opción, si quería salvar su vida, que entregar las herramientas.
—Amo a Rim —me había gritado—. ¡Libérame para poder llevarle las herramientas como una mujer libre!
Pero yo la había atado como a una esclava. De esta manera se había conformado a mi voluntad. Era una esclava. No se debe confiar en las esclavas.
La miré. Se sentía feliz en los brazos de Rim.
Examiné a las mujeres pantera, fuertemente encadenadas, ante el fuego.
—Hay dos más, que se han perdido —dijo a Thurnock.
Hura y Mira no se hallaban entre las prisioneras.
Miré a uno de los hombres de Marlenus, que había regresado de la oscuridad.
Extendiendo sus manos dijo:
—Éstas son todas nuestras prisioneras. Si faltan otras dos, significa que se nos han escapado en la oscuridad.
—¡Quiero a Hura! ¡Encontradla! —dijo Marlenus.
Sus hombres se precipitaron hacia el bosque.
No confiaba en que tuvieran éxito. Hura y Mira eran dos mujeres pantera.
Medio ahn después, los hombres regresaban. No era necesario proseguir la búsqueda. Las dos habían conseguido huir.
Me di cuenta de que también faltaban Verna y Sheera, pero me preocupaba poco que también ellas hubieran escapado. Había perdido sangre y me sentía furioso.
—¿Dónde está la esclava Verna? —dijo Marlenus.
Sus hombres se miraron unos a otros.
—Se ha ido —dijo uno.
—Llévame al
Tesephone
, Thurnock. Estoy cansado —dije.
—¿Dónde está Verna, Bosko de Puerto Kar? —preguntó Marlenus.
—No lo sé —respondí. Me alejé de allí. Sólo quería descansar.
—¡Trae paga y uno de los barcos! —ordenó Marlenus.
Thurnock me miró
—Sí, dale lo que pide —le dije.
—Te pagaré con oro de Ar —dijo Marlenus.
Thurnock me condujo hasta el bote. De la baliza de Sarus solo quedaban ahora pequeños maderos incandescentes, como los ojos de una bestia, amenazante en la oscuridad.