Los cazadores de Gor (31 page)

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Authors: John Norman

—Hemos apilado los maderos en una baliza —dijo Thurnock.

—Vierte aceite sobre ella —ordené.

—Sí, Capitán.

Me senté en una duna de la playa, cubierto con unas mantas, en la silla de capitán, fría. Examiné la baliza.

—Que la esclava Rissia se presente ante mí —ordené.

El látigo de llene azotó la espalda de Rissia dos veces. Rissia avanzó, tropezando. Se arrodilló ante la silla, sobre la arena.

—Esta mujer permaneció escondida en el campamento de Sarus y Hura, mientras muchas de sus compañeras eran drogadas —dije.

Thurnock asintió.

—Tenía un arco —continué—, con una flecha preparada. Su intención era proteger a sus compañeras.

—Ya veo, Capitán —dijo Thurnock.

—Debía haberme matado —dije.

Thurnock sonrió.

—¿Cuál debe ser su destino?

—Esto debes decidirlo tú, Capitán —respondió Thurnock.

—Su acto, ¿no parece valiente? —pregunté.

—Así es, Capitán.

—Libérala —ordené.

Sonriendo, Thurnock se acercó a Rissia y le quitó las cadenas.

Ella alzó sus ojos hacia mí.

—Eres libre, vete —le dije.

—Gracias, Capitán —susurró.

Rissia se giró a llene. Ésta retrocedió.

—¿No puedo quedarme un momento, Capitán? —preguntó.

—Muy bien —dije.

—Solicito el rito de los cuchillos —dijo ella.

—De acuerdo.

Uno de mis hombres sujetó a llene por los brazos. Estaba asustada. Trajeron dos dagas. Rissia tomó una. La otra le fue entregada a llene.

—No... No lo comprendo —dijo ésta.

—Tienes que enfrentarte a Rissia —le dije.

—¡No! —sollozó. Arrojó su cuchillo.

—Arrodíllate —ordenó Rissia.

Obedeció.

—No me hagas daño —suplicó llene.

—Dirígete a mí como a tu ama —dijo Rissia.

—Por favor, no me hagas daño, ama.

—Ahora no pareces tan orgullosa, esclava, sin tu látigo.

—No, ama —respondió llene.

Con su cuchillo, Rissia rasgó la túnica de llene. Colocó un collar alrededor del cuello de la esclava y le encadenó las muñecas. llene se arrodilló, desnuda.

—Con tu permiso, Capitán —dijo Rissia.

Recogió el látigo del suelo y azotó a llene con él.

—¡Por favor, no me golpees, ama! —gritaba llene.

—No obedezco las peticiones de una esclava —contestó Rissia.

Siguió azotándola hasta que la esclava no tuvo fuerzas para seguir gritando.

Luego arrojó el látigo y desapareció en el bosque.

llene, con lágrimas en los ojos, yacía en la arena. Su espalda estaba repleta de las marcas del látigo.

—Arrodíllate —le dije.

Obedeció.

—Llevadla al
Tesephone
, y encadenadla junto a las otras esclavas —ordené a dos de mis hombres.

—¡Amo, por favor! —gritó ella llorando.

—Y luego, vendedla en Puerto Kar.

Llorando, llene, la muchacha de la Tierra, fue apartada de mí.

Miré hacia la baliza, y también hacia el
Tesephone
. Lo hombres de Rim habían dispuesto el
Rhoda
para partir.

—Llevad mi silla al bote —ordené.

Cuatro hombres se acercaron.

—¡Esperad! —dijo una voz—. ¡He capturado a dos mujeres!

Vi a uno de mis hombres, uno de los que vigilaban la playa.

Se acercó, empujando a dos prisioneras. Llevaban las pieles de las mujeres pantera. Iban esposadas. No las reconocí.

—Estaban espiando —dijo el hombre.

—No, estábamos buscando a Verna —replicó una de ella.

—Desnudadlas —dije. Es más fácil obligar a hablar a una mujer cuando está desnuda.

Me imaginaba quiénes debían ser.

—¡Habla! —ordené a una de ellas.

—Trabajábamos para Verna, pero no formábamos parte de su banda.

—Estabais encargadas de vigilar a una esclava —dije. Me miraron asustadas.

—Sí —dijo una de ellas.

—Esa esclava era la hija de Marlenus de Ar —proseguí.

—Sí —susurró la otra.

—¿Dónde está? —pregunté.

—Cuando Marlenus la rechazó, Verna, a través de Mira, nos instruyó para hacernos cargo de la muchacha, a la que había puesto precio —explicó una.

—¿Por cuánto la vendió?

—Por diez piezas de oro.

—Es un precio alto para una muchacha sin casta ni familia.

—Es muy hermosa —dijo una de las prisioneras.

—¿Deseaba verla, Capitán? —preguntó la otra.

Sonreí.

—Creo que podía haberla comprado —contesté.

—¡No lo sabíamos! ¡No nos castigues! —suplicó una de ellas.

—¿Tenéis todavía el dinero?

—En mi bolsillo —contestó una.

Thurnock me tendió el dinero. Lo conté. Contemplé las monedas. Era lo más próximo a Talena que contemplaba desde hacía mucho tiempo. Estaba resentido. Arrojé las monedas a los pies de las dos mujeres.

—Liberadlas. Que se vayan —ordené a Thurnock.

Thurnock obedeció.

—Buscad a Verna en el bosque y devolvedle las monedas —dije.

—¿No nos vas a hacer esclavas? —preguntaron las dos jóvenes.

—No. Buscad a Verna. El dinero es suyo. Decidle que el precio de la mujer era alto para una joven sin casta, pero que era muy hermosa.

—Así lo haremos, Capitán —dijeron.

—¿A quién vendisteis la esclava? —pregunté.

—Al primer barco que encontramos —respondieron.

—¿Quién era su capitán?

—Samos de Puerto Kar —contestaron.

Con un gesto les indiqué que se fueran.

—Coged mi silla. Quiero volver al
Tesephone
—dije a mis hombres.

Aquella noche, sentado en la popa del barco, contemplé el norte y el este.

El cielo brillaba. En la costa oeste del Thassa, por encima de Lydius, en una remota playa, ardía una baliza, señalando el lugar donde una vez había una empalizada, donde los hombres habían luchado, donde los hechos se habían producido.

Habíamos vertido aceite, vino y sal en el mar. Nos dirigíamos a Puerto Kar.

Creo que nunca olvidaría todo aquello. Permanecí sentado cubierto con unas mantas.

Me acordé de Arn, Rim, Thurnock, Hura, Mira, Verna, Grenna y Sheera. También de Marlenus de Ar y Sarus de Tyros, de llene y Rissia. Los recordé a todos.

Bosko de Puerto Kar, tan sabio, osado y arrogante, había venido hasta los bosques del norte. Ahora, resentido y dolorido volvía a su guarida. Miró hacia atrás y percibió la luz de una baliza que ardía en una orilla desierta.

Pocos verían la baliza. Pocos sabrían por qué ardía. Ni siquiera yo lo sabía.

Dentro de poco sólo quedarían las cenizas y el viento se la llevaría.

No vería a Talena en Puerto Kar. Haría que la devolviera a Marlenus de Ar.

Tenía frío, y no sentía el lado izquierdo de mi cuerpo.

—Un viento perfecto, Capitán —dijo Thurnock.

—Sí, Thurnock. Es un viento muy bueno —contesté.

Me pregunté si Pa-Kur, Maestro de los Asesinos, seguía vivo. No me parecía probable.

Durante mi enfermedad había pronunciado el nombre de Vella. No sabía por qué, pues hacía tiempo que no me preocupaba de ella.

Apreté los puños.

Aún podía ver la luz de la baliza en la costa. En aquel lugar, durante un ahn, había recordado mi honor. Las llamas lo conmemorarían.

—¡Thurnock! ¡Tengo frío! ¡Llévame a mi cabina! —grité.

—Sí, Capitán —dijo Thurnock.

Mientras levantaba mi silla, contemplé una vez más el noreste. El cielo todavía resplandecería. No me arrepentía de haber encendido la baliza. Tampoco me importaba que pocos la vieran. No me importaba que nadie comprendiera su significado.

Ni siquiera yo lo entendía.

—Es un viento perfecto —dijo uno de los hombres, mientras la puerta de mi cabina se cerraba.

—Lo es —dijo Thurnock—. Lo es.

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