Los cazadores de Gor

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Authors: John Norman

 

Talena, la hija del Ubar Marlenus de Ar, la muchacha que fuera compañera de Tarl Cabot, se halla cautiva de las mujeres pantera, unas belicosas guerreras que esclavizan por igual hombres que mujeres.

Verna, su cabecilla, fue en un tiempo prisionera del mismo Marlenus, y no desdeña la oportunidad de desafiar al hombre más poderoso de todo Gor.

Y así, Tarl Cabot y Marlenus inician separadamente la persecución de Verna, sin sospechar que ello les conducirá a una temible serie de luchas y traiciones entre distintos bandos que tienen un solo objetivo: capturar al Ubar y al Guerrero de Gor.

En esta nueva novela del cruel mundo de la Contratierra,
John Norman
nos devuelve a viejos personajes ya conocidos en anteriores títulos de la serie, envolviéndolos en nuevas y más emocionantes aventuras.

John Norman

Los cazadores de Gor

Crónicas de la Contratierra 8

ePUB v1.0

RufusFire
01.12.11

Título original:
Hunders of Gor

© 1974 by John Lange

Traducción:
Mercedes Amella

Ilustración:
Boris Vallejo

© Ultramar Editores, S.A., 1989

ISBN: 847386526X

1. RIM

—No me complace la idea —dijo Samos, levantando la mirada del tablero— de que viajes a los bosques del norte.

Miré el tablero. Cuidadosamente, coloqué el tarnsman Ubar en escriba Ubar seis.

—Es peligroso —insistió.

—Tú mueves —contesté pensando en el juego.

Amenazó el tarnsman Ubar con un lancero que colocó en su Ubar cuatro.

—No nos importa arriesgarte —dijo Samos. Una débil sonrisa se dibujó en sus labios.

—¿No nos importa? —pregunté.

—A los Reyes Sacerdotes y a mí —explicó Samos.

—Ya no sirvo a los Reyes Sacerdotes —le dije.

—¡Ah, sí! Protege ese tarnsman.

Jugábamos en el salón de Samos, una amplia estancia de ventanas altas y estrechas. Era de noche y algo tarde. Una antorcha brillaba por encima y por detrás de mí, a la izquierda. Las sombras vacilaban sobre los cien cuadrados amarillos y rojos del tablero. Las piezas del juego, pesadas, parecían altas sobre él, y proyectaban sus sombras en dirección contraria a la de la llama, atravesando la superficie plana sobre la que jugábamos.

Estábamos sentados con las piernas cruzadas en el suelo, encima de las baldosas, inclinados sobre el tablero.

Oí el tintineo de los cascabeles que rodeaban el tobillo izquierdo de una muchacha.

Samos llevaba puestos los ropajes azules y amarillos propios de los mercaderes de esclavos. En realidad, él era el mercader de esclavos más importante de Puerto Kar, y Primer Capitán en el Concejo de Capitanes de la ciudad, ente que, desde la caída de los cuatro Ubares, es el órgano soberano de Puerto Kar. También yo era miembro del Concejo de Capitanes. Yo, Bosko, de la Casa de Bosko, de Puerto Kar. Me vestía con una túnica blanca, tejida en lana de los Hurt, importada de la distante Ar, rematada con una franja de tejido dorado, de Tor, pues aquellos eran los colores del Mercader. Pero bajo mi túnica llevaba los ropajes de los guerreros.

A un lado de la estancia, desnudo, con las muñecas atadas a la espalda, y los tobillos sujetos por cortas cadenas, se hallaba arrodillado un hombre corpulento; tenía la garganta rodeada por una gruesa tira de hierro. Le flanqueaban dos guardas, que permanecían de pie ligeramente detrás de él. Llevaban puestos sus cascos y portaban sus espadas de acero goreano. La cabeza del hombre había sido afeitada hacía algunas semanas, pero no completamente; habían recortado una franja de cabellos de unos tres centímetros de ancho que iba desde la frente a la nuca. El cabello, negro y todavía muy corto, había comenzado a crecer de nuevo. A excepción de la franja, su cabello era negro e hirsuto. Era un hombre fuerte. Aún no había sido marcado, pero era un esclavo. El collar que llevaba puesto así lo proclamaba.

La muchacha se arrodilló a un lado del tablero. Se cubría tan sólo con un breve trozo transparente de seda roja, seda de esclava. Su belleza era manifiesta. Llevaba un collar amarillo brillante. Tenía el cabello y los ojos oscuros.

—¿Puedo servir, amos? —preguntó.

—Paga —dijo Samos, ausente mirando hacia el tablero.

—Sí —respondí yo.

Se retiró con un resonar de cascabeles. Me fijé en que al marcharse pasó junto al hombre arrodillado, y lo hizo como una esclava, con la cabeza alta y provocándole con su cuerpo.

Vi cómo se le llenaban los ojos de rabia al hombre. Oí cómo se movían sus cadenas. Los guardas le ignoraron. Sabían que estaba bien sujeto. La muchacha se echó a reír y siguió su camino, para traer el paga que había de servirnos.

—Cuidado con tu tarnsman —dijo Samos.

En vez de eso, yo llevé mi Ubar a tarnsman Ubar uno.

Miré fijamente a Samos.

Volvió a centrar su atención en el juego.

No tomó el tarnsman Ubar con su lancero. Levantó sus ojos hacia mí y defendió su Piedra del Hogar colocando su Escriba en Ubar uno para así poder controlar su tarnsman Ubar tres y la diagonal con la que matar.

—He sabido que Talena, hija de Marlenus de Ar, ha sido llevada como esclava a los bosques del norte —le dije.

—¿Dónde has obtenido esta información? —preguntó él.

Samos era siempre muy desconfiado.

—Por una esclava que estaba en mi casa —le dije—, una muchacha bastante hermosa, llamada Elinor.

—¿Esa El-in-or que es propiedad de Rask de Treve?

—Sí —repuse, y sonreí—. Conseguí cien piezas de oro por ella.

—Sin ninguna duda, por semejante precio Rask de Treve se asegurará de que ella le devuelva con creces ese dinero a cambio de placer.

Sonreí.

—No lo dudo —concentré mi atención en el tablero—. Sin embargo —proseguí—, sospecho que entre ellos hay un verdadero amor.

Fue Samos quien sonrió entonces.

—Amor por una esclava.

—¿Paga, amos? —sugirió la muchacha de cabello oscuro, arrodillándose junto a la mesa.

Samos tendió su copa hacia ella sin mirarla. La muchacha la llenó.

Tendí mi copa y la llenó igualmente.

—Retírate —dijo Samos.

Ella se retiró.

—Amor o no —dijo Samos estudiando el tablero—, seguro que él le hará llevar un collar, porque es un hombre de Treve.

—Sin duda —admití. Y a decir verdad, no tenía la menor duda de que Samos acertaba en cuanto había dicho. Rask de Treve, por más que estuviese enamorado de ella y ella de él, la mantendría en la absoluta esclavitud de una goreana cautiva puesto que él era de Treve.

Moví mi jinete de Tharlarión Alto Ubar para dirigirme a la casilla en la que se encontraba la Piedra del Hogar ampliamente protegida.

—Ha pasado mucho tiempo desde que eras el Compañero Libre de Talena, hija de Marlenus —dijo Samos—. Los vínculos que unen a los Compañeros Libres se extinguen si no se renuevan anualmente… Y, además, fuiste esclavo en una ocasión.

Miré el tablero con enfado. Era cierto que el vínculo que nos unía había quedado disuelto al no haberse renovado, a los ojos de la ley goreana. Y por si me cabía la menor duda, en caso de que la relación no se hubiese extinguido por esa causa, era muy cierto que desaparecía de golpe al adquirir cualquiera de las dos personas la condición de esclavo. Recordé contrariado, lleno de rabia, el delta del Vosk, donde yo, a pesar de ser miembro de la casta de los guerreros, supliqué de rodillas me fuera concedida la ignominia de la esclavitud antes que la libertad de una muerte honorable. Sí, yo, Bosko de Puerto Kar, fui esclavo durante un tiempo.

—Tú mueves —le dije.

—No estás obligado a ir en busca de Talena.

—Los Reyes Sacerdotes me la arrebataron —le indiqué a Samos con dureza.

—En el juego de los mundos, nosotros no somos importantes.

—Por lo que he sabido, fue llevada hacia los bosques del norte por Verna, la proscrita, con la idea de usarla como cebo para conseguir capturar a Marlenus de Ar, quien se dice está dispuesto a rescatarla. Marlenus capturó a Verna durante una cacería. Capturó también a sus muchachas. Las enjauló y las exhibió como trofeos. Pero se escaparon y desean vengarse de él.

—Harías bien quedándote en Puerto Kar.

—Talena es retenida como esclava en los bosque del norte —le repliqué.

—¿La amas todavía? —preguntó Samos mirándome fijamente.

Me sobresalté.

Durante años Talena, la espléndida Talena, había formado parte de mis sueños más profundos, mi primer amor, mi amor siempre recordado. Había ardido en mis recuerdos de manera imborrable. La recordaba al sur de Ar, en la caravana de Mintar, en el gran campamento de las hordas de Pa-Kur, en el esbelto cilindro de justicia de Ar, o en una Ko-ro-ba alumbrada por la luz de una lámpara de aceite, cuando, entrecruzando nuestros brazos, bebimos los vinos de la ceremonia por la que nos convertimos en Libres Compañeros.

—¿La amas? —preguntó Samos.

—¡Por supuesto! —grité, enfadado.

—Han pasado muchos años.

—No importa —musité.

—Quizás tanto tú como ella ya no sois como erais.

—¿Te atreverías a decir lo mismo con una espada?

—Tal vez, siempre que tú consiguieses demostrar la pertinencia de ese procedimiento con respecto a lo que estamos comentando.

Bajé los ojos, furioso.

—Es posible —dijo Samos— que ames una imagen y no una mujer. Que no ames a una persona, sino a un recuerdo.

—Quienes no han amado nunca —le dije con aspereza— no pueden ni deben hablar de algo que desconocen.

Samos no pareció enfadarse por mi comentario.

—Tal vez —dijo.

—Tienes que mover —le recordé.

Miré al otro lado de la habitación. A unos metros de nosotros, arrodillada sobre el mosaico del suelo, cubierta por aquella breve porción de seda, con la jarra de bronce llena de paga junto a ella, se encontraba la esclava, lista para acudir en cuanto la reclamásemos. Tenía el cabello oscuro y era hermosa. Miró al esclavo encadenado, echó la cabeza hacia atrás y se alisó el cabello, largo y oscuro. El joven, arrodillado entre dos guardas, fijó los ojos en ella. La esclava le observó, sonrió despectivamente y finalmente miró en otra dirección con aire altivo y aburrido. Noté, a pesar de las cadenas que sujetaban sus muñecas, que el esclavo apretaba los puños.

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